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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Al borde del abismo

Las protestas antigubernamentales, relacionadas generalmente con una vida miserable, son características habituales del inestable paisaje político ecuatoriano en los últimos años. Lo es menos el recurso continuado al estado de emergencia para hacer frente a una crisis económica, la peor en décadas, que parece haber cristalizado en el país andino desde hace unos meses y sigue yendo a peor. El presidente Jamil Mahuad volvió a decretar ayer la militarización del país durante dos meses más, horas después de haber sido revocada por el Congreso, para intentar controlar una huelga de transportes desatada hace 10 días por la subida de la gasolina. La paralización del transporte comienza a hacerse sentir en el abastecimiento de los mercados. Para empeorar las cosas, las organizaciones de los indios nativos anuncian una inminente marcha sobre la capital, Quito. Ecuador lleva meses bordeando el colapso. La agitación social no deja de crecer en una nación malherida por una combinación de factores, entre los que destacan los bajos precios del crudo, su principal exportación, los devastadores efectos de El Niño en su agricultura y la crisis financiera del vecino brasileño. Las consecuencias son dramáticas para este país de 12 millones de personas, en el que dos tercios viven en el umbral de la pobreza. La cuarta parte de los bancos ha quebrado, la moneda nacional (el sucre) ha perdido desde enero casi la mitad de su valor respecto al dólar, la inflación y el desempleo se disparan y se estima que el producto interior va a caer un 5% este año. Quito depende para sobrevivir del oxígeno del FMI, en forma de 1.400 millones de dólares en préstamos, que no serán desembolsados sin la correspondiente cirugía fiscal: fin de subsidios, mayores impuestos.

Eso es lo que pretende, con poco éxito, el presidente Mahuad, un democristiano que tomó posesión en agosto de 1998 con las credenciales de su labor en la alcaldía de Quito y formidables problemas heredados de sus predecesores, encarcelado uno (Fabián Alarcón) y fugitivo el otro (Abdalá Bucaram). Ecuador está fracturado políticamente entre su costa y su parte andina. Esta profunda inquina y la atrincherada corrupción contribuyen a hacer virtualmente imposible una reforma seria y global. A diferencia de otros países latinoamericanos más vertebrados, no ha conseguido hacer su transición al libre mercado desde una economía dependiente de las muletas del Estado. Mahuad, sin mayoría parlamentaria suficiente, depende además de los populistas socialcristianos, el segundo partido, para aprobar leyes. Su estimación en las encuestas ha caído al 15%.

Los ecuatorianos están acostumbrados al vértigo. No puede ser menos en un país que en 1997 llegó a tener tres presidentes en una semana. Pero la agitación está alcanzando un nivel crítico, hasta el punto de que los militares comienzan a hacer las advertencias rituales sobre la subversión y a desmentir simultáneamente la existencia de un ultimátum al poder civil. Si el sentido común no se impone con urgencia, el inestable ciclo democrático que se inició hace 20 años con el presidente Roldós está inequívocamente amenazado.

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