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Tribuna:CONTROL SANITARIO
Tribuna
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Por una agencia estatal para la alimentación y la salud

Los casos de contaminación animal así como la libre circulación agraria en la UE exigen, según el autor, una institución reguladora

Hace tres años se produjo una gran alarma social por la enfermedad de las vacas locas en el Reino Unido que tuvo dramáticas consecuencias para el sector ganadero de ese país de las que no pudieron escaparse del todo nuestros ganaderos. En las últimas semanas se ha producido una situación similar, en este caso como consecuencia de la incorporación a la cadena alimentaria belga de piensos contaminados con dioxinas. En ambos casos, la alarma social generada en España y la reacción de los consumidores han sido excesivas, por lo que son obligados los llamamientos a la tranquilidad realizados, casi de oficio, por los responsables de la Administración y del sector. Pero cometeríamos un grave error si considerásemos estos episodios como crisis extraordinarias, como casos aislados, como acontecimientos que requieren respuestas rápidas y enérgicas, pero puntuales. Me temo que se trata de una nueva y preocupante realidad para la que las viejas respuestas y las estructuras de regulación y de control existentes pueden no ser suficientes. El sector agrario y la industria agroalimentaria deben ser, y yo creo que lo son, los primeros interesados en la búsqueda de nuevas respuestas que permitan conservar la confianza de los consumidores en nuestros productos.

Hay muchos rasgos que caracterizan esa nueva realidad. La supresión de las fronteras en el interior de la UE ha significado la desaparición de los controles sanitarios que en ellas existían, lo que afecta a los productos comunitarios pero también a los de terceros países que, una vez que entran en la UE por cualquiera de sus fronteras exteriores, circulan con plena libertad por todo su territorio. A ello hay que añadir la importancia que han adquirido los intercambios internacionales. Sirva como dato ilustrativo que la mitad de la producción agraria española se destina a la exportación, y que casi la mitad de los productos agrarios que consumimos proviene del exterior. No es casualidad que la regulación de los productos alimentarios relacionada con la salud y el medio ambiente vaya a ser uno de los debates estrella de la próxima ronda de negociaciones de la Organización Mundial de Comercio.

La liberalización de los intercambios y de los mercados agrarios ha generado una carrera por la ganancia de competitividad mediante la reducción al máximo de los costes de producción -el aprovechamiento de residuos y despojos en la alimentación animal no es más que un ejemplo- y el incremento de los rendimientos -con aditivos, fertilizantes y tratamientos zoo y fitosanitarios-, que pueden ir en detrimento de la calidad y el carácter saludable de las producciones. No se trata de predicar una vuelta al proteccionismo o al intervencionismo, sino de dotarse de una potente capacidad reguladora y de control de los aspectos de la alimentación relacionados con la salud, acorde con la liberalización de los mercados y de los intercambios.

Por otro lado, se observa una creciente sensibilidad de los consumidores sobre los aspectos de la alimentación relacionados con la salud que, en nuestro país además, lleva muchos años de adelanto respecto de otros como consecuencia de la gravísima crisis del aceite de colza adulterado, hace casi veinte años. La crisis de las vacas locas, la del pollo con dioxinas, la guerra comercial por la prohibición en la UE del uso de hormonas para el ganado que EEUU permite a sus productores, el desarrollo de cultivos genéticamente modificados han incrementado la desconfianza sobre la calidad y sobre los riesgos para la salud asociados a los productos alimentarios. A ello hay que añadir el desarrollo de nuevos tratamientos zoosanitarios y fitosanitarios con efectos colaterales no siempre suficientemente evaluados o considerados, y de nuevos aditivos y aceleradores de la producción más difíciles de detectar.

El papel cada vez más importante de los medios de comunicación, que llevan instantáneamente a todos los rincones cualquier información, a veces muy amplificada o no suficientemente relativizada, sobre los aspectos sanitarios de la alimentación que tanto sensibilizan a la opinión pública, requiere una respuesta informativa rápida, transparente y dotada de credibilidad.

Para conseguir credibilidad es necesaria una institución reguladora y de control independiente, alejada de la Administración responsable del desarrollo del sector agroalimentario, para evitar todo riesgo o toda sospecha de captura del regulador, para garantizar que los intereses de los consumidores priman siempre sobre los intereses económicos del sector. Esa institución debe contar con fuerte asesoramiento científico y establecer cauces de participación de representantes del sector agrario y de la industria alimentaria.

Si la UE no ha sido capaz de dotarse de una agencia europea para la alimentación y la salud a la altura de los retos que significan los cambios que he comentado, en particular los derivados del mercado único -la Oficina Alimentaria y Veterinaria con sede en Dublín no es más que un tímido intento en fase embrionaria-, la transferencia de competencias en esta materia a las comunidades autónomas ha fragmentado la Administración sanitaria y veterinaria y la lucha contra los fraudes, sin dotarnos de instrumentos de coordinación suficientemente potentes.

Por todo ello, soy partidario de crear una agencia estatal para la alimentación y la salud, como regulador independiente, con participación del Estado y de las comunidades autónomas, responsable de participar en los debates europeos sobre aditivos, tratamientos zoo y fitosanitarios y estándares de calidad relacionados con la salud para toda la cadena alimentaria. Una agencia capaz también de elaborar la transposición de las directivas comunitarias, de coordinar los programas de sanidad animal y de lucha contra plagas, de integrar y distribuir la información sobre flujos de productos alimenticios dentro de la UE y procedente del exterior, de coordinar con las comunidades autónomas y los ayuntamientos las campañas de control del cumplimiento de la normativa, de gestionar las fronteras sanitarias exteriores de la UE en nuestro país, de realizar los expedientes sancionadores de ámbito supraautonómico.

No me gustaría que esta propuesta fuese interpretada como una muestra de desconfianza para con nuestros productos alimenticios. Afortunadamente, las crisis tienen a veces un efecto purificador. Nuestra posición geográfica como frontera sanitaria, la lucha contra enfermedades como la peste porcina africana, o la desgracia de la colza, nos han curtido mucho, y han hecho que estemos en este tema mucho mejor preparados que otros países miembros de la UE. No es casualidad que los episodios que se han vivido en Europa en los últimos años apenas hayan tenido incidencia en España. Pero no es suficiente. Estas crisis periódicas no pueden despacharse simplemente con declaraciones reiteradas de que nuestros productos merecen toda la confianza, aunque en la inmensa mayoría de las ocasiones sea verdad. La relación entre alimentación y salud constituye, en mi opinión, uno de los factores clave de la competitividad de los productos alimenticios europeos, pero al mismo tiempo uno de los más vulnerables. La competitividad de nuestros productos y la confianza de nuestros consumidores son indisociables y requieren nuevas respuestas a la altura de los nuevos retos.

Luis Atienza Serna fue ministro de Agricultura entre 1994 y marzo de 1996.

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