Nelson y Winnie
Primera entrega de una serie de tres artículos sobre el líder surafricano Nelson Mandela, que el miércoles abandona la presidencia de su país
Era el 13 de abril de 1992, a media tarde, en el centro de Johanesburgo. En la sede del Congreso Nacional Africano, los periodistas entraban a duras penas por una puerta muy estrecha y maldecían mientras se peleaban por los sitios en una sala de conferencias demasiado pequeña. Los funcionarios del ANC pedían calma y se esforzaban para contener a aquel grupo enloquecido. Pero lo hacían sin entusiasmo. Se les veía abatidos, destrozados, como si hubieran sufrido una desgracia demasiado terrible para sobrellevarla.
Nelson Mandela, el dirigente del ANC, la encarnación de las aspiraciones de libertad de la Suráfrica negra, iba a anunciar al mundo que sus 36 años de matrimonio habían terminado. Sus colegas sabían que, a los 74 años, y después de pasar 27 en la cárcel por defender la causa, se disponía a afrontar el suplicio público más espantoso de su vida.
Mandela entró en medio de los caóticos preparativos de los cámaras de televisión. En la sala se produjo un silencio solemne, como si una mano oculta hubiera agitado una varita mágica. Su rostro tenía un tono tan grisáceo como su traje. Se colocó las gafas y empezó a leer un texto que había preparado. Las palabras eran enérgicas, pero la voz no registraba ninguna emoción. Leyó sin detenerse, de forma mecánica. "Durante las dos décadas que pasé en Robben Island, Winnie fue un pilar indispensable y un gran consuelo personal... Mi amor por ella no ha mermado".
Era una declaración extraordinaria, de una inoportunidad y una generosidad desconcertantes. Porque, a renglón seguido, Mandela pronunció las palabras que suponían la sentencia de muerte de su matrimonio.
"No obstante, en vista de las tensiones que han surgido debido a nuestras diferencias en relación con una serie de cuestiones durante los últimos meses, hemos decidido, de mutuo acuerdo, que lo más conveniente para nosotros es una separación".
Pero luego, como para borrar de su mente el hecho brutal de esa separación, continuó en el tono elegiaco. "Me separo de mi mujer sin recriminaciones. Siento hacia ella el mismo amor y el mismo afecto que he cultivado dentro y fuera de la prisión, desde el primer momento en que la conocí". Sólo después de acabar el texto, cuando se quitó las gafas y se levantó, dejó traslucir un atisbo de sentimientos. "Señoras y señores", dijo, con la mirada fija en un lugar lejano, "confío en que comprendan lo que he sufrido. La conferencia de prensa termina aquí".
En cualquier otra circunstancia, una noticia de esta magnitud -primera plana en todo el mundo- habría producido una avalancha de preguntas. En la mente de cada uno de los periodistas -más de un centenar en aquella sala acalorada-, una voz gritaba que era preciso enterarse de algo más. Pero Mandela inspira una reverencia especial y, cuando se dirigió con paso rígido hacia la puerta, no hubo un solo sonido -apenas se respiró- que perturbara la asfixiante tragedia de aquel instante.
"Este matrimonio no va a ser un camino de rosas", advirtió el padre de Winnie durante su discurso en la boda, el 14 de junio de 1958. "Está amenazado por todas partes y sólo podrá sobrevivir gracias al amor más profundo".
No hacía falta mirar muy lejos para encontrar esas amenazas, porque estaban ante sus propios ojos, en los miembros de las fuerzas de seguridad mezclados con los invitados de la boda. Mandela era el hombre elegido por el ANC para organizar y encabezar las protestas callejeras en desafío a las leyes del apartheid y, como tal, era ya el más famoso activista de la resistencia en Suráfrica. El padre de Winnie no necesitaba ser un gran profeta para ver que la frágil libertad que disfrutaba Mandela como hombre negro estaba pendiente de un hilo.
Pero además había otras razones para que el padre de Winnie pudiera sentirse preocupado por la felicidad de su hija. El historial amoroso de Mandela podía alarmar a cualquier padre responsable. Su primer matrimonio, con Eveline Mase, le había dado tres hijos, pero se había visto agriado por sus infidelidades. Mandela no rehusaba la tentación de aprovecharse de la admiración que despertaba en las mujeres.
Tampoco a los hombres les quedaba más remedio que sentirse impresionados. Joe Matthews, por entonces un joven miembro del Partido Comunista, compartió habitación -y cama- con Mandela en su casa de Soweto, en el intervalo entre Eveline y Winnie. "Teníamos una cama muy grande, gracias a Dios", rememora Matthews. Le gustaba estar totalmente desnudo en la habitación y lavarse a fondo. Yo me sentía un poco incómodo, pero, ¿sabe qué?, era casi como si estuviera exhibiendo su bello cuerpo".
Es posible que Mandela fuera presumido, pero para las mujeres de su entorno era un magnífico partido. Era socio de su propio despacho de abogados, Mandela and Tambo, en una ciudad donde los abogados negros podían contarse con los dedos de una mano. Por si eso no bastaba, era guapo, llevaba siempre trajes tan elegantes como los de cualquier hombre blanco y era un gran bailarín, con un físico muy atlético y en forma gracias a las horas de entrenamiento a las que se sometía boxeando en el cuadrilátero.
Sin embargo, cuando Nelson vio por primera vez a Winnie, fue ella quien le dejó sin sentido. Winnie era una joven a la que cualquier hombre estaba deseoso de dedicar sus atenciones. Su reputación por ser la primera mujer negra que trabajaba como asistente social en Johanesburgo y su belleza fuera de lo común la habían convertido en una celebridad dentro de la prensa negra. Tan consciente de su vestimenta como Mandela, iba camino de convertirse en una especie de Marilyn Monroe negra en Suráfrica.
El noviazgo no estuvo libre de tensiones. Él tenía 38 años, y ella, 22.
Las normas de la relación las dictaba el inquebrantable compromiso de Mandela con su causa política. Winnie, una mujer adelantada a su tiempo, luchó para salvaguardar su identidad entre las figuras dominantes de la resistencia negra.
Uno de los principales dirigentes del ANC en aquella época era Moses Kotane. En presencia de Winnie, pero sin que ella lo oyera, Kotane le dijo a Mandela: "Tanta belleza intimida a un revolucionario". Winnie se enfadó y le dijo a Nelson que no le gustaba su sentido del humor.
"Hay que entender que Winnie siempre quiso que la comprendieran y la aceptaran sin tener en cuenta su aspecto físico -explica Fátima Meer, una profesora de universidad que conoce a ambos desde hace más de 40 años y que presenció el encuentro con Kotane-. Deseaba que la admitieran por sí misma. Siempre tuvo una personalidad muy fuerte".
Lo cual no quiere decir que Nelson y Winnie no estuvieran locamente enamorados. En palabras de Meer, la chispa que estallaba entre ellos cuando discutían expresaba su pasión tanto como "su fuego en el dormitorio".
En su boda, para la que Winnie llevó un vestido blanco de satén diseñado por un famoso couturier de Johanesburgo, ambos estaban resplandecientes. Las fotografías muestran a una pareja muy atractiva, con sonrisas cautivadoras, tan cómodos ante las cámaras como unas estrellas de Hollywood; un anuncio -que no podían imaginar en aquel entonces- de que un día se convertirían en una de las parejas más famosas del siglo.
Una cosa era el amor y otra el matrimonio. Hasta muchos años después no declaró Winnie: "Soy la mujer casada menos casada". Pero fue así desde el principio.
Lograron compartir algunos momentos felices. Tuvieron dos niñas. Pero la mayor parte del tiempo Mandela estaba de viaje, recorriendo todo su país (tan grande como España, Portugal y Francia juntos), organizando acciones de protesta, asistiendo a reuniones clandestinas, eludiendo a los servicios de seguridad. Cuando la policía abrió fuego sobre manifestantes negros en Sharpeville, el 21 de marzo de 1961, y mató a 69 personas, el Gobierno ordenó el estado de emergencia y declaró al ANC ilegal. Mandela, que se convirtió en comandante en jefe del nuevo brazo armado del ANC, pasó a la clandestinidad y, en realidad, nunca volvió a salir a la superficie. En 1962 lo detuvieron y encarcelaron con una sentencia de cinco años. Un segundo juicio, en 1964, le condenó a cadena perpetua.
En su celda diminuta de la cárcel de máxima seguridad, en Robben Island -el Alcatraz de Suráfrica, en pleno Atlántico-, el recuerdo de su mujer ayudó a Mandela a soportar el frío glacial, el duro trabajo, el silencio y la soledad. Winnie fue verdaderamente, como afirmaba en el anuncio de su separación, su pilar y su consuelo. Sin embargo, ni ante sus guardianes ni ante sus compañeros de cárcel mostró jamás hasta qué punto dependía de ella, y siempre fue la imagen del autocontrol y la dignidad. Sólo bajaba la guardia cuando escribía a Winnie, a la que definía como "lluvia de verano" en el desierto de su prisión. "Mi querida Winnie -empezaba una carta-, he sabido ponerme una máscara tras la que suspiro por mi familia en soledad, sin abalanzarme nunca a buscar el correo cuando llega, hasta que alguien grita mi nombre. Mientras escribo tengo que luchar para ocultar mis emociones".
Este comportamiento de Mandela ante los demás presos ofrece un vivo ejemplo de un rasgo del que hizo gala durante toda su relación con Winnie. Se ponía la "máscara" que mencionaba en su carta y sumergía lo personal en lo político. Reprimía unas emociones que podrían haberle destruido personalmente y se centraba en el objetivo general de la liberación negra. Cuando se enamoró de Winnie se encontró con un dilema típico de los revolucionarios, pero puso el movimiento de liberación en primer lugar y permaneció absolutamente fiel a ese compromiso hasta el final de su matrimonio.
Mandela llevaba una máscara, pero no era de piedra. Uno de sus compañeros de prisión, Neville Alexander, advirtió que, por más que Mandela se esforzó en politizar ante los demás presos su reacción frente a la presunta relación de Winnie con Brian Somana, de la que se enteró en la cárcel (además de otras aventuras de las que también llegaron noticias), se le veía "enormemente afectado, por supuesto". Fátima Meer, que le visitó varias veces en prisión, habla de la "tortura" que padeció. "No creo que Nelson pudiera soportarlo", afirma. "Le entristeció muchísimo". Tanto, que nunca ha conseguido borrar el incidente de su memoria.
Mac Maharaj, el preso que informó personalmente a Mandela sobre las relaciones de Somana con la policía cuando llegó a Robben Island, en 1965, dice que Mandela no se engañaba acerca de Winnie. "En la cárcel era consciente de que la conducta de Winnie era dudosa", afirma Maharaj, que es ministro del Gobierno de Mandela desde hace cinco años. "Su reacción era: "No puedo pretender que todos los seres humanos vivan sin cometer indiscreciones", si se podía llamar así. Pero veía el aspecto paradigmático, sabía que Winnie era un símbolo de la resistencia, y estaba decidido a darle todo su apoyo. Su opinión era: "Tengo que apoyarla porque es una figura significativa para la movilización de nuestro pueblo, y porque le debo lealtad por el precio que ha tenido que pagar".
El precio de haberse casado con Mandela era elevado. No sólo tenía que criar a dos hijas sola, sino que sufría la persecución constante de la policía. Las irrupciones a mitad de la noche en su casa eran tan frecuentes que en una ocasión sugirió a un policía que se quedaran con una llave para permitirle seguir durmiendo cada vez que fueran. Padeció la cárcel, incluyendo un periodo de aislamiento, y en 1977 la desterraron a una remota ciudad, Brandfort, muy lejos de su casa de Soweto.
Richard Stengel, el periodista estadounidense que escribió la autobiografía de Mandela, Long walk to freedom, pudo comprobar personalmente los sentimientos culpables que el dirigente tenía respecto al destino al que había condenado a Winnie. "Una de las cosas que siempre me decía era que lo que había sufrido Winnie era mucho peor que lo que había padecido él. "Está en aislamiento durante año y medio; ¿por qué? Porque me casé con ella. La separan de sus hijas durante meses y meses; ¿por qué? Porque me casé con ella". Se sentía muy culpable".
Esa culpa alimentaba su devoción. Mandela no sólo perdonó a Winnie sus "indiscreciones", en parte, quizá, porque sabía que él había sucumbido a unas cuantas mientras vivía con su primera esposa, sino que siguió conservando en su cabeza una imagen idealizada de su matrimonio. A pesar de hacerse el duro ante sus compañeros de prisión, el héroe y mártir seguía siendo un ser humano, necesitado de apoyo emocional. Como demuestran sus cartas. "Tu bella fotografía sigue estando sobre mi hombro izquierdo", le escribió a Winnie una vez. "Le quito el polvo todas las mañanas, con gran cuidado, porque al hacerlo tengo la agradable sensación de que te estoy acariciando, como en los viejos tiempos. Incluso rozo mi nariz con la tuya para recuperar la corriente eléctrica que discurría por mi sangre cuando lo hacía".
A la nostalgia apasionada había que añadir el orgullo por los triunfos de Winnie, a medida que Mandela recibía informaciones sobre su creciente importancia política en el exterior. En Brandfort, donde vivía bajo constante vigilancia policial, Winnie se convirtió en una figura política de fama internacional, con frecuentes visitas de medios de comunicación y, en una ocasión especialmente sonada, del senador Edward Kennedy. Se convirtió en la imagen de Mandela, resucitó su nombre, se convirtió en su portavoz.
Su valor para el movimiento de liberación, como sabía muy bien Mandela desde la cárcel, se había hecho inmenso. Pero, como en el caso de Mandela, la imagen majestuosa que proyectaba ocultaba un tormento íntimo. En Brandfort -según han destacado varios colegas suyos del ANC- se rompió algo en su interior. Y, tras el regreso a su casa de Soweto, en 1985, perdió el control. Hasta Mandela llegaron noticias sobre el equipo de guardaespaldas de Winnie, lo que ella denominaba Mandela United Football Club.
La corte de la reina era más bien una mafia local. En el plazo de dos años, entre 1986 y 1988, el séquito de Winnie se vio involucrado, en total, en una docena de asesinatos y dos desapariciones. El suceso más famoso fue el asesinato de un activista de 12 años, Stompie Seipei.
Jack Swart, uno de los guardianes de Mandela, recuerda que a éste le "perturbó mucho" la historia de Stompie y que ordenó a Winnie y su hija Zindzi, ya una mujer adulta, que fueran a verle. "Podía oír cómo les gritaba -afirma Swart-. Después, cuando salieron, se veía claramente que habían estado llorando". Según Swart, a quien Mandela invitó a la fiesta de su 80º aniversario el año pasado, Winnie interrumpió sus visitas. Era 1989 y Mandela, que se encontraba en plenas negociaciones secretas con las autoridades, había sido trasladado a una casa dentro del recinto de una prisión cercana a Ciudad del Cabo. El Gobierno, que ya tenía previsto dejarle en libertad, autorizó a Winnie a ir a vivir con su marido si así lo deseaba. Pero ella se negó.
Cuando Mandela salió en libertad, el 11 de febrero de 1990, ambos decidieron mantener las apariencias. Pero el ideal que tan celosamente había guardado él en el vacío de su prisión se desvaneció a la fría luz del mundo real. Apoyó a su esposa durante el proceso por el caso de Stompie, incluso después de que la hallaran culpable de haberlo secuestrado y agredido. Pero tenía que llegar un momento en el que los recelos privados de Mandela sobre la inocencia de su mujer y las humillaciones personales que se veía obligado a sufrir fueran mayores que la conciencia culpable que siempre le había guiado, y entonces se convencería de que conservar una imagen de armonía conyugal ya no era tan importante para la causa política.
"No podía seguir viviendo bajo el mismo techo que Winnie -recuerda Amina Cachalia, que, como Fátima Meer, les conoce estrechamente desde los años cincuenta-. Ella no se acostaba jamás hasta que él no estaba dormido".
El motivo era Dali Mpofu, un abogado lo bastante joven para ser nieto de Mandela, con quien Winnie vivía una aventura extraordinariamente indiscreta. Es posible que él fuera también la razón de que ella no hubiera querido mudarse a la casa de Mandela en la cárcel, porque la relación había empezado meses antes de la liberación, cuando Winnie tenía 55 años, y Mpofu, 25.
Cachalia pudo enterarse de los detalles de una famosa visita que hicieron Winnie y él a Los Ángeles, donde se alojaron en un hotel de lujo. "Winnie se iba al extranjero y se llevaba a un amigo, Dali. Él le pidió específicamente que no lo hiciera. Y ella contestó que no lo haría. Pero se llevó a Dali y me contaron que, una noche que él la llamó por teléfono, fue Dali quien descolgó. No sé si ésa fue la gota que rebosó el vaso, pero sí fue uno de los incidentes que más le trastornaron".
Tal vez la gota final fue una carta que Winnie escribió a Dali en la que le acusaba, enfurecida, de haber tenido una aventura con otra mujer. La carta, escrita en un tono extremadamente grosero, se filtró a la prensa y salió publicada en el periódico de mayor venta de Suráfrica. El daño y la humillación no eran nada nuevo para Mandela en su relación con Winnie. Pero en la cárcel había podido protegerse bajo su máscara. Lo que hacía que ese daño y esa humillación fueran infinitamente peores en ese momento era que no le quedaba más remedio que renunciar a los hábitos de toda una vida y arrancarse la máscara para dejar al descubierto, a la vista de todo el mundo, la vulnerabilidad humana que yacía bajo el mito heroico.
Si el anuncio de separación ya fue espantoso, la vista de divorcio, celebrada en Johanesburgo en marzo de 1996, fue una agonía. Al repetir ante el tribunal la declaración hecha cuatro años antes, reiteró el "gran respeto" que sentía por Winnie. Afirmó que con ella había pasado algunos de los días más felices de su vida. Pero no pudo evitar referirse a la carta que Winnie había escrito a Mpofu, una carta que, según explicó, le había ayudado a tomar la decisión de "no reconciliarse jamás" con su esposa. En cuanto a las declaraciones de afecto que le hacía ella en los actos políticos, Mandela, luchando para que no se palpara el dolor que sufría, declaró que habían sido "falsas e hipócritas".
Hasta el último momento, Mandela había intentado desempeñar un papel generoso y caballeroso con Winnie, pero allí ya no pudo evitar cierto tono amargo. La verdad, según confiesa uno de sus amigos más íntimos, es que, aunque ha podido perdonar a sus peores enemigos políticos, nunca ha sido capaz de perdonar a la mujer en la que había depositado su amor más profundo.
Al preguntarle su abogado, en la vista de divorcio, si había algo que se pudiera hacer para salvar el matrimonio, Mandela se dirigió personalmente al juez y, con un dramatismo shakesperiano, declaró: "¿Lo puedo decir llanamente, señoría? Aunque todo el universo intentara convencerme de que me reconciliase con la demandada, no lo haría".
Sin embargo, la historia de amor de Mandela no iba a acabar en tristeza. Se ha encontrado con un epílogo feliz. Porque, según se supo después, la fuerza que le sostuvo y le permitió superar el dolor del divorcio se la dio un nuevo amor secreto en su vida, el de Graça Machel, la viuda del presidente de Mozambique Samora Machel. Se casaron el año pasado, en su 80º cumpleaños. La Penélope del Ulises surafricano ha enseñado al viejo guerrero a encontrarse a gusto, por primera vez en su vida, sin su armadura, sin su máscara protectora. En público se comportan como dos adolescentes enamorados: se cogen de la mano, se roban besos, se miran embobados a los ojos. Y esta vez no se trata de hipocresía ni falsa pretensión.
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