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Perder el norte MIQUEL BARCELÓ

Parece ser que el señor Rodrigo Rato, ante la posibilidad, sustentada por los partidos vascos, de que se reconozca "la existencia de un contencioso de naturaleza política entre el Estado y Euskadi", afirmó que no puede producirse "un contencioso entre España y España" (EL PAÍS, martes 25 de mayo de 1999). Natural, nada más cierto. Una cosa no puede negarse a sí misma. No puede existir un doble adverso. Quizá el señor Rodrigo Rato hacía sólo referencia a la letra constitucional, que a su vez copia una letra anterior, histórica. En cualquier caso, se trata de una inmaculada afirmación de identidad, de un juego verdadero de palabras. Lo he leído antes en alguna parte y muchas veces más. Es de libro. Y de libro antiguo. Figura como ardid en el folleto de la maldita Alicia en aquel país de pesadilla donde todo es borroso y movedizo. Quien manda dice qué hay dentro de las palabras, pero a la vez las palabras se convierten en los límites dentro de los cuales sólo es inteligible la autoridad. Fuera de estos límites no hay nada, nada legítimo, se entiende. Sólo barbarie y asilvestramiento. Este circuito a veces adquiere tal intensidad que acaba por romperse abruptamente y al hacerlo libera aquella cantidad de realidad que en él, prisionera y deformada, no cabía. Dos ejemplos podrán, quizá, ilustrarlo. Uno es un recuerdo y el otro es un ejercicio de estudio. El ex secretario de Estado norteamericano Dean Rusk, seguramente en los infiernos, aparecía, ceñudo, en la televisión, debía de ser en 1965, y mencionaba el gobierno hostil de Peiping en vez de Peking. Él y otros se referían siempre oficialmente al también llamado Vietcong como "the other side", los muertos que hacían los buenos eran simplemente "muertos" ("killed") y los que mataban los malos eran "muertos de peor muerte" ("slained") . Cuando, finalmente, después de una minuciosa preparación informativa, se bombardeó Hanoi, los periódicos, radios y televisiones anunciaron con raro alivio: "We retaliate", nos desquitamos. Uno fue informado de que la agresión que alentó nuestro golpe había sido el osado, también funesto, disparo de baterías antiaéreas. Esta acción desencadenó una larguísima y encarnizada matanza de vietnamitas. La lengua en que se narraba diariamente y año tras año el persistente suceso era muy seleccionada, vigilada, estricta. Se diseñó una narración de contornos duros, lo menos permeables posible, sin resquicios. Pero la otra parte consiguió que los muertos norteamericanos fueran tantos, aunque en proporción muy exigua respecto a los vietnamitas, tan seguidos y tan poco evitables en el futuro que el discurso del Gobierno dejó de tener sentido, desbordado inconteniblemente por una realidad cuya existencia el lenguaje pretendía negar. Recuerdo que bastantes años después soldados norteamericanos corrían, últimos, a agarrarse a los helicópteros que huían. Debajo quedaba un país medio muerto. Siglos antes y en otra parte muy lejana -es decir, en Mallorca-, Ramon Llull malvivía obsesionado por una cuestión irresoluble y que podía conducirlo a la locura. Tal vez le volvió, en efecto, loco. Toda la especulación teológica cristiana había producido un islam monstruoso, como una alteración extrema de algo quizá humano pero fronterizo con la bestialidad. Era algo sin duda existente, pero incomprensible y también incapaz de comprender. No podía ser este algo, pues, persuadido por razonamiento alguno. La misma resistencia a la conversión que oponía era la prueba triunfal de ello. No era resistencia intelectualmente dictada, sino repulsión. Y Ramon Llull, acostumbrado a predicar y a convencer a los esclavos de Mallorca, no pudo entender nunca la miserable negativa de los musulmanes no cautivos a considerar los ingeniosos y admirables argumentos que exhibía. La construcción teológica cristiana anterior había animado una criatura que no atendía a razones y que debía ser exterminada. El discurso generativo del monstruo había sido un ejercicio perfecto de dominio: pensar al

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