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El IEC entre nosotros

El lunes 29, tal como informó este mismo periódico, el Institut d"Estudis Catalans (IEC) envió a Valencia una delegación cualificada para recabar opiniones entre los agentes culturales del país a propósito de la dichosa Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL). Por parte del IEC vinieron su presidente, Manuel Castellet, y el responsable de la sección filológica, Joan Argenté. Castellet tiene pinta de notario de Sarrià, y a eso iba: a levantar acta. Entre los convocados, una cuarentena de docentes, escritores, editores, sindicalistas y activistas culturales. Todos moderadamente expectantes y en conjunto bastante representativos de los usuarios públicos del idioma. El propósito del IEC era pulsar sin intermediarios las opiniones reales en esta orilla sobre el proceso conducente a la creación de la AVL. Se constataba la inquietud de sus altos representantes no sólo por la suerte futura del abortado organismo sino por el aparente clima de división interna de los círculos catalanistas valencianos en todo este asunto, como ponía en evidencia una reciente polémica en el Avui. Fueron casi tres horas de intercambio de pareceres razonablemente civilizados, aunque en seguida tomaron forma dos grandes posturas. Por un lado, aquellos que rechazaban de plano la sola idea de una AVL, exigiendo que la autoridad lingüística recayera exclusivamente en el Institut y en la Universidad. Por otro, quienes recordaban que la Acadèmia procedía de la negociación política y era un intento de solucionar un delicado problema sociolingüístico. La editora Rosa Serrano, que fue la primera en hablar y no la menos clara, capitaneó esta segunda postura, recordando con un punto de amargura que se había sentido muy sola, junto a sus compañeros negociadores en el Consell Valencià de Cultura, mientras parían el dictamen, sistemáticamente acusados de traidores, vendepatrias y otras lindezas desde su propio costado. La otra postura fue defendida con sentida vehemencia básicamente por parte de la cúpula de la Associació d"Escriptors en Llengua Catalana, con Jaume Pérez Muntaner a la cabeza. Para ellos el dictamen y la AVL eran demasiado ambiguos y abrían el camino al secesionismo lingüístico. Todos los criterios eran ya conocidos y en eso no hubo lugar a dudas. Se mascaba algo de crispación en el ambiente, bastantes nervios, pero también una buena disposición en la mayoría para escuchar las razones de unos y otros. Y sobre todo un gran interrogante colectivo sobre el futuro. Parapetado estratégicamente junto al corpachón de Zequi Castellano, director de El Punt, tomé notas e intervine bien entrado el debate. Me limité a recordar mi experiencia con la Agrupació Borrianenca de Cultura (ABC). Cuando Zaplana pidió al CVC un dictamen sobre las circunstancias de la lengua autóctona, la ABC reunió (octubre de 1988) a todas las entidades culturales vivas entre Vinaròs y Almenara y convino con ellas un manifiesto reivindicativo invitando al Consell a respetar la realidad científica de la lengua, pero sin inmiscuirnos en su trabajo. Otros intentaron hacer lo mismo en Valencia, pero fue imposible poner de acuerdo a más de tres. Luego, cuando fuimos llamados ante el Consell, el 31-3-99, reafirmamos nuestra postura y, para rubricarla -escenificando, de alguna manera, que "sobre esas bases" era posible el pacto- elegimos entre nuestros socios una delegación que cubría todo el espectro político, excepto Unión Valenciana. No fue difícil: la sociología de las comarcas castellonenses valencianohablantes no es secesionista, y por otro lado en la ABC nunca se le ha pedido explicaciones a nadie por su adscripción política (y será así mientras yo sea presidente, aunque espero dejar de serlo pronto: son ya más de ocho años). Lo único que sí demandamos es que los socios activos compartan nuestra concepción moderna y antidogmática de la cultura y nuestra creencia en la unidad de la lengua catalana. Y la consiguiente vindicación, en su caso, tanto en el ámbito privado como en el público. Es lo que defendimos ante el CVC y es lo que le pediríamos respetuosamente por ejemplo al señor conseller de cultura, por citar a un ilustre paisano, en el caso improbable de que quisiera convertirse en nuestro consocio. Si todo el País Valenciano respondiera a esa misma realidad sociológica, la reunión del lunes no hubiera sido necesaria, ni todo el farragoso proceso del CVC y de la -virtual- AVL. Pero no es así, y por ello el pacto parecía insoslayable. No es extraño, por otro lado, que la percepción del problema se articule con notables diferencias en Valencia, por un lado, y en Castellón y Alicante, por otro. La capital y su área de influencia más próxima fue el centro neurálgico de las operaciones anticatalanistas en la Transición, con su reguero de calumnias, odio y mentiras nada piadosas, que esta sociedad aún no ha superado. Pero también es el escenario privilegiado del poder partidista y mediático, con sus banderías endogámicas congénitas, sus manías y sus odios pequeñitos y africanos (que se lo pregunten a Joan Romero). En este contexto, el problema de la lengua -una auténtica bomba de relojería política- ha sido abordado muy raramente con la suficiente serenidad. Y aquellos polvos trajeron estos lodos. Un poco de todo eso se palpaba en la reunión de marras. Acabé recomendando al IEC que, más que propiciar rituales declaraciones de fe en la verdad filológica -aunque sin descartarlas con moderación-, procurase usar su influencia política indirecta para pararle los pies al PP valenciano, en caso de que éste albergara definitivas tentaciones secesionistas. Y me pregunté si era posible que los presentes -más muchos ausentes- pudieran constituirse alguna vez en lo que necesita realmente la lengua en este país: un lobby feroz y poderoso (de escolares, de profesores, de escritores, de lectores, de militantes, de empresarios...), una organización necesariamente transversal, al margen de la lógica partidista y de los intereses particulares, capaz de decirle al poder político de turno que el catalán -la lengua valenciana por antonomasia- debe ser respetado. Pero para eso debemos estar de acuerdo previamente, y olvidarnos ya de la tentación de la caza de brujas, el esencialismo, la intriga, el sectarismo y las pequeñas infamias. Podemos continuar discutiendo si son galgos o podencos, podemos competir a ver quien es progresista pata negra de tres generaciones o quien se tizna sólo la patita para comerse al inocente cabritillo, podemos seguir enfrentando espectros a demonios y luego sentirnos tan ricamente. O podemos aprovechar la benemérita convocatoria del IEC para hacer algo útil y articulado por la lengua. Porque a algunos nos aburren ciertas batallitas -nadie es perfecto- y sospechamos que en la vida hay cosas más importantes de qué ocuparse. O debería haberlas. Más allá del insulto (que tiene, no lo negaré, indudables poderes terapéuticos), lo mejor de esta sociedad tiene la palabra. O debería tenerla.

Joan Garí es escritor.

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