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Vidas paralelas ANTONI PUIGVERD

Instalados durante muchos años en la cresta de la ola, Núñez y Pujol han sido presentados con frecuencia como tipos gemelos. Mantienen, es cierto, algunas coincidencias, pero son muy distintos. Pujol es un tipo complejo y esférico, mientras que Núñez es el típico personaje plano, de filme de segunda o de cómic por entregas, condenado a repetirse a sí mismo. Núñez siempre llora y desconfía, nunca deja de esconderse en los momentos de zozobra, nunca desaprovecha la ocasión de vindicarse a sí mismo cuando el barco azulgrana avanza a toda vela. Pujol, en cambio, y a pesar del esfuerzo que está realizando en estos últimos tiempos para convertirse en su propia caricatura, es un personaje matizado, difícil de resumir, que ha sabido variar la táctica y ha jugado con diversas barajas. Se ha disfrazado de cordero y de lobo, de padre bonachón y de banquero, de puntilloso moralista y de rústico desaliñado. Hasta hace muy poco, a Núñez nadie le había discutido su única virtud: ha sido el rey Midas del fútbol. Hasta que el profesor Lluch lo puso en entredicho, esta virtud economicista no se la había negado nadie, pero incluso sus fans más incondicionales reconocen, en cambio, que es malísimo predicando, que no rasca una metido a polemista y que exhibe grandes limitaciones cuando pretende convertirse en conductor espiritual (el barcelonismo es al fútbol lo que la ascética es a la pasión religiosa: un camino de perfección sentimental). Pujol, al contrario, dispone de un extenso muestrario de habilidades (reconvierte en virtudes sus defectos: véase su incapacidad oratoria, reconvertida en eficaz campechanía). Ya casi nadie recuerda que con los números no fue precisamente una lumbrera, pero consiguió convertir el enorme agujero bancario en un precioso coladero nacional. Pujol teatraliza muchos registros: sabe ejercer de líder carismático y, a la vez, de charlatán de feria. Compatibiliza idealismo nacional con regateo comercial. Núñez no soporta la discrepancia: sólo se muestra feliz si le adoran. De ahí ese rictus de amargura que exhibe siempre frente a las cámaras. Ya puede pintar el paisaje azulgrana de triunfos apoteósicos, que siempre habrá periodistas y aguafiestas entonando la nota discordante, amargándole el dulce. Éste es también el talón de Aquiles de Pujol. No ha aguantado la crítica. Ha sido autosuficiente. En un principio, ésta fue su virtud principal, la que le convirtió en un soberbio animal político. En unos años dominados culturalmente por la izquierda (una izquierda que tendía al gregarismo), Pujol se atrevió a pensar por su cuenta y riesgo, sin importarle para nada las idées reçues que atenazaban los comportamientos de la mayoría antifranquista. Su primera y más sorprendente victoria se explica, creo, por la impermeabilidad con que atravesó el ruido ideológico dominante. De ahí nació la fuerza de Pujol, pero también su flaqueza. Como todo mortal, también Pujol tiende al oximoron. La mejor virtud está muy cerca del peor defecto. Su fortaleza mental le ha convertido en un político solitario. Podría tener sentido la soledad mesiánica de un líder si nuestro tiempo fuera un tiempo de profetas y lirismos. Pero ahora la política forma apenas una subsección en el gran supermercado. Y la soledad de Pujol expresa vanidad teatral más que destino épico. De haberse comportado con generosidad y apertura de miras, Pujol podría haber integrado en su proyecto nacional al menos a las fuerzas de la cultura. Y de haber tenido una visión realmente nacional, también podría haber buscado, para la anormalidad catalana, el máximo esfuerzo y consenso. Existen temas supuestamente serios. Como el del territorio o el de la lengua, que no merecían un trágala apenas maquillado de consenso, sino un gran pacto: respetuoso y solemne. Pujol, en aquellos primeros, años se mantuvo en sus trece, no ya sordo a otras visiones de lo nacional, sino buscando con fruición la debilidad del enemigo. Desde este punto de vista, ha sido muy brillante. Consiguió situar su producto en la mejor estantería del supermercado con una estrategia comercial muy segura: afeando el producto alternativo, sometiéndolo a la sospecha de ser un producto importado (no hay que olvidar que los socialistas colaboraron encantados: incapaces de salirse del bocadillo, emparedados entre uno y otro nacionalismo). Incapaz de escuchar voces críticas, Pujol no ha repartido juego (incluso prescindió del mejor defensa que tenía, el cerebral Roca). Ya escribí una vez que Pujol recuerda al olvidado Prosinecki, un tipo a quien nunca nadie podía robar el balón: lo sobaba de maravilla, hacía con él increíbles florituras, pero nunca lo pasó en condiciones. Mientras se bastaba a sí mismo, Pujol se hartó de marcar golitos. Ahora, sin embargo, duda. Necesita un equipo. Y se comprueba una vez más que no sabe pasar el balón: simplemente lo está abandonando en manos de estos jóvenes a los que Bru de Sala bautizó como masovers y, más tarde, rabassaires. Algunos de ellos se van a cargar en poco tiempo la labor del veterano malabarista. Pujol ha abusado del mesianismo, pero ha contado con un sexto sentido fabuloso: el de la ambigüedad, que le ha permitido colocarse en el centro de muchas sensibilidades. Los masovers, en cambio, creen vivir en una nación de buenos y malos. Desde cómodas poltronas del poder, dedican su tiempo a buscar enemigos y parecen ya más de oposición (a Maragall) que de gobierno. Se parecen a Van Gaal. Como tantas veces ha explicado en este diario el Dr. Culé, Van Gaal, con su expresión de ulceroso y su vanidad de mármol, impide a la hinchada celebrar con entusiasmo las victorias de un Barça que vence sin convencer. Su rostro tenso, las manías persecutorias, la sorda seguridad, la impiedad con los débiles de la plantilla concuerdan con los nuevos modos convergentes, cada vez más dominados por el vinagre y la destemplanza. El malhumor se entiende en los de abajo, pero es muy desagradable y feo si lo vomitan desde arriba.

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