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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Barricadas misteriosas AGUSTÍ FANCELLI

La noche prometía trascendencia. Lugar: el Museo Thyssen, en el monasterio de Pedralbes. Hechos que habían de producirse: un debate sobre música y pintura, con Jordi Savall y Antoni Tàpies moderados por Tomàs Llorens, y a continuación un concierto de título enigmático, La séptima cuerda. El doble orden de arcos del claustro conventual filtraba el aire quieto de la primavera e invitaba en la penumbra al recogimiento del espíritu. Con tal predisposición de ánimo entré en el antiguo dormitorio de las clarisas, severamente presidido por el Cristo muerto, talla procesional umbra del siglo XIII. A sus pies, la Virgen de la Humildad de Fra Angélico sonreía tenuemente, como queriendo consolarme de mi pequeñez. Tan absorto estaba yo, que no reparé en el lugar en que me sentaba. Fui a dar junto a un óleo sobre madera de 1623, atribuido a Rubens, San Roque como patrón de la peste. En la parte baja del cuadro un grupo de apestados de piel verduzca agonizaba entre espasmos de dolor realzados por unos brazos descarnados tendidos hacia un san Roque refulgente que descendía de los cielos. Quise cambiarme de sitio, pero ya era tarde. La sala se había llenado. Antes de que los ponentes arrancaran a hablar, Pierre Hantaï, en un clavecín hamburgués de 1737, interpretó una breve pieza de François Couperin cuyo título añadió inquietud a la que ya me sobrecogía por entonces. La pieza se llamaba Las barricadas misteriosas (1716-17). ¿De qué barricadas se trataba? ¿De las que separaban a san Roque, pletórico de salud, de los desahuciados que reptaban a sus pies? ¿De las que me separaban a mí de la alta cultura, tal vez? ¿O bien de unas barricadas misteriosas que impedían el feliz abrazo entre la música y la pintura? De esta última duda pronto iba a salir, pues el debate giraba justamente sobre el asunto y estaba a punto de comenzar. Tomàs Llorens formalizó el desencuentro entre las artes citando el Laocoonte (1766) de Lessing, en el que el erudito alemán constataba la imposibilidad de llevar al teatro el grupo escultórico conservado en el Vaticano que representa la muerte del sacerdote troyano y sus dos hijos por ominoso estrangulamiento de serpiente. Entre las artes del espacio (pintura, escultura) y las del tiempo (música, poesía) no existía una reconciliación plausible, concluía Lessing. Pero Antoni Tàpies no lo creía tanto. Citó a un pintor chino de finales del XVII que aseguraba hablar con las manos y exigía ser escuchado por los ojos, y añadió que la teoría de la relatividad ha roto la barrera espacio-temporal. Terció Savall para ahondar en la diferencia, desventaja a su juicio, en que se encuentra la música: si la pintura antigua en buena medida se ha conservado, en música ha hecho falta bucear en archivos, rescatar partituras olvidadas e interpretarlas con instrumentos originales para que, al modo de la Santa Cena, recuperaran sus colores originales. No le pareció a Tàpies tanta desventaja: opinó que la música, incluso la cortesana, era bastante más libre que la pintura cortesana. Ésta tuvo que seguir un tortuoso camino, ya a las puertas del siglo XX, para despojarse de sus "servidumbres documentalistas", mientras que la música procedía desde antes de manera mucho más abstracta y expedita. Confesó el artista que a menudo se ha inspirado en la música para crear y citó el caso concreto de una obra surgida bajo los efectos de un concierto para piano en el que Brahms daba rienda suelta a un misticismo trágico que le llevaba a creer en levitaciones y otros fenómenos paranormales. Savall insistió en la desventaja: recordó que mientras que Miguel Ángel y Leonardo gozaban de un reconocimiento contemporáneo al de sus vidas, a Monteverdi le había costado siglos emerger del espeso olvido en que cayó tras su muerte. Músico y pintor atribuían al campo propio las mayores dificultades y al ajeno los principales logros: la barricada misteriosa se alzaba así entre dos insatisfacciones cruzadas. Quise intervenir para dar ánimos a ambos artistas, pero me intimidó san Roque: ¿quién era yo para intentar llevar consuelo a tanto desamparo? De modo que permanecí en silencio, escuché el lamento triste de la viola de gamba en Les pleurs, de monsieur de Sainte-Colombe, y en los tombeaux de su discípulo Marin Marais, y me dije que a esta vida hemos venido a sufrir como apestados. A la salida, el claustro de doble orden de arcos me pareció más alto, mientras pensaba en lo poco que el mundo ha agradecido a Sainte-Colombe que introdujera una séptima cuerda en la viola de gamba.

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