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¿Para qué sirve España?

Andrés Ortega

La primera respuesta es la de siempre, la que ya diera Hobbes para el Estado en general: para protegernos de nosotros mismos; de nuestros propios demonios. No es suficiente. Fernando Vallespín apuntaba hace ya un tiempo en estas mismas páginas el surgimiento de una situación "posnacional" con lo logrado en España (y, cabe añadir, en el conjunto de Europa), al superarse dos tipos de conflictos que nos han aquejado en este siglo, y anteriormente. En primer lugar, la dialéctica entre dictadura y democracia, resuelta a favor de esta última y del Estado de derecho. Hoy, la democracia y su Constitución son parte del ser de España; como el formar parte de las instituciones europeas, pues la recuperación del tiempo europeo y mundial por España es otra de las superaciones históricas de los últimos 20 años. Pero, justamente, el marco central de la democracia sigue siendo el Estado, muy por delante de la Unión Europea.Segundo gran conflicto era la lucha de clases, que ha cambiado de esencia con el crecimiento económico y el Estado social, cuyo desarrollo en España nada casualmente ha estado principalmente vinculado a la llegada de la democracia. En cuanto al tercer conflicto, el territorial y el de las identidades, mucho se ha avanzado, aunque ahora vuelva a ser cuestionado. Sin embargo, pone de relieve esa función del Estado no como centro, sino, según Ulrich Beck, como intermediario entre diversos grupos culturales y órganos diversos y puntos, como el único capaz de asegurar la representación del interés general, en nuestro caso frente a los intereses, muy legítimos, de cada Comunidad u otros poderes públicos o privados. El Estado es, hoy por hoy, el único capaz de hacerlo, aunque la integración europea facilite la tarea.

Naturalmente, España no es sólo Estado, ni siquiera Estado de las Autonomías. Es mucho más, pero evitaremos entrar aquí en este ser o en los sentimientos de pertenencia, pese a su importancia. Hay que precisar, pues, la pregunta: ¿Para qué sirve España en una Europa de moneda única, que avanza hacia un ejército común y hacia una política exterior también común aunque no única, y cuyas fronteras internas pierden relieve y que cada vez integra más áreas de actividad pública?

La soberanía se ha relativizado, tanto hacia arriba (integración europea e internacional) como hacia abajo (descentralización y aparición de las Comunidades Autónomas y de otros poderes locales), o hacia los lados (hacia los mercados, con su globalización). Como señala la politóloga francesa Anne Marie Le Gloannec, la soberanía se ha convertido en un arma de "último recurso", una especie de "derecho al suicidio". En otras ocasiones he señalado que la integración europea, aunque pueda parecer paradójico, ha salvado en buena parte a los Estados, aunque, en terminología de Joseph Weiler, los haya transformado de Estados-nación en Estados-miembro de la hoy Unión Europea, con una dimensión ciudadana que conviene resaltar, y que viene a añadirse a la estatal.

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La moneda, la espada y las fronteras -también para hacer mercado- pudieron ser elementos definitorios del Estado moderno. Uno tras otro están quedando relativizados o diluidos en la Europa de hoy. No hay que olvidar, sin embargo, que, con el euro y el Banco Central Europeo, España no pierde poder, sino que en realidad lo recupera en un ejercicio colectivo que permite influir más que anteriormente, cuando el que decidía autónomamente por los demás era el Bundesbank alemán. En cuanto a la espada, a las Fuerzas Armadas, avanzamos en toda Europa hacia su profesionalización (salvo en Alemania, justamente porque estima que contribuye a que se cicatrice la herida social de la división). Ejércitos profesionales existieron en el pasado, y esta tendencia puede afectar al concepto de ciudadanía. Pero la profesionalización viene dictada por la tecnología, por las nuevas funciones internacionales de las Fuerzas Armadas, y por una percepción de que el territorio propio no está amenazado. Esta percepción cambia muchas actitudes. Respecto a las fronteras, su desaparición no entraña, al menos aún, que la aplicación del derecho civil y penal siga siendo otra función básica del Estado -el único con suficiente legitimidad para tal función coactiva que la UE no puede ni quiere asumir- dentro de un territorio que no merma, sino incluso impulsa, el nacimiento de un espacio judicial europeo. Más que desaparecer, desvanecerse o extinguirse, en contra de lo predicho por Marx, el Estado, y España, se transforman. Si muchas áreas han pasado al nivel de decisión europeo, ello no significa que siempre se van a quedar ahí. Ni la UE, ni el Estado ni las Comunidades Autónomas son entes políticos fijados de una vez por todas. Son entes políticamente vivos. ¿Sirve para algo más España? En la Europa que se está diseñando, al menos en lo que se viene a llamar (pese a que el pasado reciente nos haya deparado imprevistos de enorme calibre) el futuro previsible, hay una función básica que la UE no va a hacer y que se ha convertido en esencial para el Estado actual en Europa: la solidaridad; la redistribución de la riqueza y de la tranquilidad, sea por un medio u otro.

O nos encargamos nosotros mismos, los españoles, de nuestra solidaridad interna, o nadie se encargará de ello. No nos va a venir de fuera. La Unión Europea del 1,27% del PIB -el límite aceptado, de momento, como techo para el presupuesto comunitario- no da para una verdadera solidaridad, salvo en una muy escasa, aunque localmente importante, medida, en eso que se viene a llamar política de cohesión económica y social. Hasta ahora, España ha tenido bastante éxito: la renta familiar disponible en las distintas regiones, si no a acercarse, ha tendido a no alejarse desde 1975 para acá, algo que no ha ocurrido, por ejemplo, en Italia. Pero los peligros de dualización territorial o social crecen en la nueva economía digitalizada y en unas condiciones exteriores de mayor competencia.

Hay dos despropósitos posibles: que triunfe la idea de que "el nacionalismo paga", o que se produzca ese fenómeno que Anthony Giddens llama la "rebelión de las élites" frente al Estado del bienestar. Si se quebrara ese Estado social -lo que no significa que no haya que reformarlo y transformarlo-, recuperaríamos la lucha de clases, y se agravaría el conflicto territorial, lo que no dejaría de incidir sobre la viabilidad de la democracia.

En este concepto solidario cabe situar como elemento central la educación, pese a estar transferida prácticamente en su totalidad a las Comunidades Autónomas. Mas, dentro de la educación, habría que prestar una atención particular al conocimiento mutuo en España. Si el castellano o español es la lengua común, parece que también todos los españoles deberían tener unos conocimientos básicos de otras lenguas de España, como el catalán, el euskera o el gallego. Debería ser parte de la educación básica de cualquiera que acabe el periodo de escolarización obligatoria. En este terreno, pueden desempeñar un papel importante las nuevas tecnologías de televisión para difundir -especialmente si se superan los problemas de derechos de autor- las emisiones de las cadenas autonómicas en toda España y más allá, como ya está ocurriendo, de momento gracias a la televisión por satélite, con una parte de los programas de la televisión catalana o de la andaluza. Pese a la globalización de la comunicación, algunos medios son esenciales no para hacer Estado, sino para hacer país.

Un reciente informe del Fondo Monetario Internacional consideraba que "el Estado desempeña aún un papel clave en el desarrollo económico y social. No sólo es el directo proveedor de crecimiento, sino que funciona, además, como un aliado que ofrece nuevas posibilidades y oportunidades" a sus ciudadanos. Efectivamente. Pues la segunda labor básica del Estado en nuestros días es la de negociar, en la UE y en otras instituciones o relaciones, ventajas económicas internacionales para los actores económicos en su ámbito y defender los intereses generales hacia fuera, en un escenario europeizado -que ha de servir de multiplicador de poder- y globalizado.

Por citar de nuevo a Le Gloannec, "el Estado adquiere la lealtad de sus ciudadanos por su capacidad de negociar". Es lo que hace un tiempo se venía a llamar el Estado estratega y hoy se vuelve a bautizar, con un concepto más amplio que no es sólo exterior, sino también interior, como se señalaba anteriormente, como el Estado negociador. Para lograrlo, requiere una política exterior -como categoría particular, una política europea que no suprime la diplomacia del Estado- activa y constante. Si un tren va a plena velocidad hacia unas estaciones atractivas, ninguno de sus pasajeros querrá bajarse en marcha. De eso se trata: de que no quieran; no de que no puedan.

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