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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Acta de horrores

EN GUATEMALA, como antes en Suráfrica, Argentina y otros países, comisiones de la verdad tratan de restablecer ésta como paso para la reconciliación. Una Comisión para el Esclarecimiento Histórico, establecida en el marco de los acuerdos entre la guerrilla y el Gobierno que pusieron fin a 35 años de guerra civil, acaba de presentar sus conclusiones. Son estremecedoras. El hecho más relevante es que los militares guatemaltecos, dueños directa o indirectamente del poder desde 1954, han perpetrado un genocidio de la población indígena maya, alrededor de un 65% del total, a la que identificaron como soporte fundamental de la guerrilla. Los indígenas no han sido las únicas víctimas -cualquiera tildado de opositor podía correr la misma suerte, aunque de manera más selectiva-, pero sí las más numerosas: más pobres, más ignorantes, con menos posibilidades de proyectar su tragedia a través de los grandes circuitos informativos.El apogeo de las matanzas indiscriminadas correspondió a los últimos años de la dictadura del general Romeo Lucas (1978-82) y al bienio negro (1983-84) de su sucesor, el iluminado Efraín Ríos Mont, otro espadón llegado al poder mediante un golpe el mismo año en que la guerrilla se unificó en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Bajo su mandato, el Ejército llevó a su cenit el exterminio mediante la destrucción sistemática de aldeas enteras. La inacabable guerra guatemalteca fue alentada hasta mediados de los años ochenta por la estrategia anticomunista de EEUU, que el Ejército centroamericano transformó en doctrina de seguridad nacional, y el contrapunto revolucionario que tenía su epicentro en Cuba. El balance que establece esta comisión es de unos 150.000 muertos y 50.000 desaparecidos, la mayoría de ellos indefensos campesinos cuyo delito fue vivir en el Quiché o en Huehuetenago y fiarse más de aquellos que conocían que de los uniformados venidos de lejos. La guerrilla no fue ajena al horror, y también sus carnicerías fueron fruto de una política deliberada.

Las conclusiones de la comisión no tienen efectos judiciales ni acusan de forma individual. Pero recomiendan al presidente Álvaro Arzú que depure a fondo el Ejército guatemalteco después de examinar el comportamiento de los jefes militares durante esos años. No será fácil. El arzobispo Juan José Gerardi, defensor a ultranza de los derechos de los indígenas, fue asesinado el pasado abril, dos días después de presentar su informe sobre 55.000 casos de violaciones de los derechos humanos en su país, atribuidos en su inmensa mayoría a los militares.

Arzú, elegido hace tres años, tiene la misión poner en práctica los compromisos acordados con la disuelta guerrilla. Entre ellos, la reforma constitucional y una drástica reducción del tamaño y poder de unas Fuerzas Armadas cuyos máximos representantes asistieron impávidos a la presentación de la memoria del silencio. Once millones de guatemaltecos tienen derecho a saber la verdad sobre su terrible pasado como vía para la reconciliación. Por encima de los intereses de quienes con demasiada frecuencia han sido sus verdugos.

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