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Reportaje:PLAZA MENOR- ANDRÉS SEGOVIA

Del orden y el concierto

La plaza de Andrés Segovia forma una rotonda a espaldas de la gran nave del Auditorio Nacional de Música, un arca de ladrillo y diseño donde se protegen del diluvio de decibelios ciudadanos los delicados violines y las violas de gamba, los clavicordios y los pianofortes, y en torno a ellos sus adeptos, a salvo entre sus paredes insonorizadas que les aíslan del mundanal estruendo para que puedan celebrar sus pacíficas asambleas en paz y concierto.Este auditorio ergonómico y austero en su aspecto exterior podría ser el polo opuesto del pretencioso y clasista Teatro Real con sus boatos y sus perendengues, el auditorio es santuario para los melómanos, la música en él no sirve de coartada para el lucimiento. El público del auditorio no quiere demostrar nada, no tiene que exhibir ante nadie su sensibilidad, refinamiento y buen gusto. Por regla general es un público que sabe cuándo tiene que aplaudir y ha aprendido a controlar sus toses, sus ganas de hablar o de desenvolver caramelos durante un pianísimo.

El auditorio, obra del arquitecto José María García de Paredes, enmascara, bajo la rectitud implacable de sus líneas exteriores, su joya más preciada y deslumbrante, su sala sinfónica con un aforo de 2.293 localidades distribuidas a diferentes niveles en un espacio sobrio pero majestuoso que preside desde el escenario un órgano mecánico construido por Gerhard Grenzing, el primero que introduce la tecnología computerizada completa para la registración, como se destaca en el folleto que entregan en el vestíbulo.

El escenario, según la misma fuente, tiene una superficie de 285 metros cuadrados y cuenta con un sistema de gradas regulables y varias plataformas hidráulicas para facilitar el cambio de los instrumentos y materiales de orquesta. Durante los conciertos los espectadores rodean por todas partes a los músicos de la orquesta, aunque la mayoría de las localidades se sitúen al frente. Esta distribución favorece una atmósfera todo lo acogedora que pueda esperarse entre más de 2.000 personas.

No quedan entradas para ver y escuchar a los Niños Cantores de Viena, y el recital del maestro Kraus, aplazado por razones de salud, ya tiene nueva fecha en navidades. No es hora ni día de concierto, pero alrededor de las carteleras y del tablón de anuncios se concentran algunos aficionados con el cuaderno de notas en la mano. Entran y salen músicos cargados con sus instrumentos de camino o de vuelta de las salas de ensayo y atraviesan la glorieta sin reparar en el modesto busto de Andrés Segovia situado frente a un edificio del Ayuntamiento.

En la plaza prevalece el ladrillo visto y la edificación reciente, aunque a Juan Barranco aún le diera tiempo y le quedara espacio para colocar su placa de inaugurador en un bosque que no tardaría en poblarse de manzanos. En el centro de la plaza hay una escultura abstracta, maciza y de escasa altura, una escultura anónima que podría ser de Pablo Serrano, aunque vaya usted a saber, porque alguien ha debido de pensar que ya son demasiadas placas para una plaza tan pequeña.

Junto al edificio de la Junta Municipal de Chamartín se alza un inmueble de similar estilo, sede de un centro social, cultural y juvenil, puesto bajo la advocación de Luis Gonzaga. El cronista lee el rótulo por segunda vez, por si la vista o la memoria le han jugado una mala pasada, pero Luis Gonzaga sigue en el mismo sitio y debe de ser el mismo Luis Gonzaga, el niño santo y zangolotino, modelo de virtudes, paje en la corte de FelipeII y jesuita precoz, cuya breve pero edificante biografía tantas veces pusieron como ejemplo los educadores cristianos, sobre todo los de la misma orden, a sus pupilos, hasta el extremo de hacerle inmerecidamente odioso. Estamos en La Cruz del Rayo, nos dice la cartela de la estación de metro, entre Chamartín y Prosperidad, a la orilla de Príncipe de Vergara, arteria principal de la urbe que inicia su andadura junto a las frondas del Parque del Retiro, donde se eleva la estatua famosa de don Joaquín Baldomero Fernández Espartero, más conocido en la historia como Baldomero Espartero. Una estatua ecuestre por antonomasia, pues el caballo sobre el que asienta sus férreas posaderas el militar dio pábulo a la leyenda popular con sus poderosos atributos. A tal doncel, tal corcel, el bronce es un homenaje a la testosterona, a la épica y a la hípica.

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El franquismo no descabalgó de su montura al militar liberalote, pero le desahució de su avenida para cederle el terreno a uno de sus carniceros más relevantes, el general Mola. Espartero, el Príncipe de Vergara, pacificador de la primera carlistada, reconquistó la calle con el retorno de la democracia y su dominio se amplía hoy del Retiro a Chamartín a través del barrio de Salamanca. Junto al auditorio confluyen los barrios de Prosperidad y Chamartín, las colonias de hotelitos se diluyen entre los nuevos inmuebles, rompeolas de acero y cristal que flanquean la nueva avenida. Frente al auditorio, en una breve zona ajardinada, un quiosco de nuevo diseño despliega sus mesas aprovechando el sol de invierno. Por aquí estuvo la afamada cruz hendida por el rayo que daría nombre al entorno suburbano, un crucifijo de hierro que remataba un rollo jurisdiccional, una columna de piedra en un cruce de caminos del extrarradio, célebre por sus ventas y sus merenderos.

El cronista Pedro de Répide habla de calles de aire campesino formadas por tapias de jardines, un paisaje idílico que antes de ser entregado a las constructoras y bautizado con resonantes nombres de epopeya era popularmente conocido como camino del Mosquito, apodo de una famosa venta y de su no menos célebre ventero, que atendía a los ciudadanos en sus "excursiones pantagruélicas y báquicas", adjetiva el cronista, que solían terminar en las proximidades de La Cruz del Rayo.

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