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De mal en peor

La renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional nunca ha sido fácil. De las cuatro renovaciones parlamentarias, sólo una se ha producido en tiempo y forma, la que correspondió al Senado en 1989. Todas las demás, las que correspondieron al Congreso de los Diputados en 1983 y 1992 y la que en estos momentos está pendiente en el Senado, se han producido con retrasos notables y absolutamente injustificados. No hay ninguna razón para que durante los cuatro meses que van desde que el presidente del Tribunal Constitucional pone en conocimiento del presidente del Congreso o del Senado que tiene que procederse por la Cámara correspondiente a la designación de los nuevos magistrados no se alcance un acuerdo.La dificultad de la renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional no ha sido, pues, la excepción, sino la norma. Éste es un terreno en el que no sólo estamos mal, sino que vamos a peor. El retraso de 1983 no tuvo justificación, pero sí alguna excusa, en la medida en que las elecciones habían tenido lugar a finales de octubre de 1982, el Gobierno se constituyó en diciembre del mismo año, el presidente del Tribunal Constitucional no había podido dirigirse con los cuatro meses de antelación al presidente del Congreso, era la primera vez que un partido socialista gobernaba el país, la primera vez que se tenía que proceder a la renovación del órgano y no se tenía una idea muy clara de qué lugar ocupaba dicha renovación en la economía de nuestro sistema político y algunas cosas más. Los retrasos de 1992 y de 1998, por el contrario, son injustificables e inexcusables. El incumplimiento por el Congreso y el Senado de una de sus más importantes obligaciones es, sencillamente, escandaloso.

¿Por qué este retraso escandaloso? ¿Qué es lo que está pasando para que al Congreso y al Senado les resulte cada vez más difícil alcanzar un acuerdo para la renovación del Tribunal Constitucional? ¿Estamos condenados a que esto siga ocurriendo indefinidamente? Los problemas que estos interrogantes suscitan son graves, en la medida en que no se dispone en el Estado constitucional democrático de un mecanismo alternativo a la designación parlamentaria de los magistrados del Tribunal Constitucional. Si algún pero hay que ponerle a la composición de nuestro Tribunal Constitucional es el de que no todos sus miembros sean de designación parlamentaria. La designación de dos magistrados por el Gobierno no debería haberse previsto en ningún caso. Y aunque menos, tampoco parece razonable la designación de otros dos por el Consejo General del Poder Judicial. La designación parlamentaria de los magistrados del Tribunal Constitucional es la única coherente con la naturaleza de la justicia constitucional en el Estado democrático. No hay alternativa para ella.

Y es así por la peculiar posición que ocupa la renovación del Tribunal Constitucional en la economía del sistema político de la democracia. La renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional supone la reafirmación periódica frente a los poderes políticos del momento jurídico del Estado constitucional democrático. La sociedad se autodirige a través de poderes de naturaleza política democráticamente legitimados, pero con un límite jurídico objetivado en la Constitución, que es indisponible para ellos. Para recordar esto es para lo que sirve la renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional.

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La función de renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional es, pues, la de ser un recordatorio periódico del pacto constituyente. Es la forma que tienen las constituciones democráticas europeas de imponerle al órgano político representativo de la soberanía popular la renovación del pacto constituyente. Las Cortes Generales tienen legitimidad democrática directa y pueden, en consecuencia, adoptar todas las decisiones que estimen pertinentes con base en la regla de la mayoría. Pero tienen un límite en el poder constituyente objetivado en la Constitución. Recordar la subordinación del poder legislativo al poder constituyente es lo que la Constitución persigue con la renovación periódica por las cámaras del Tribunal Constitucional. Cada tres años tienen que recordar que la Constitución es un marco indisponible para las propias cámaras. Tienen, por tanto, que ponerse de acuerdo en designar a quienes van a imponerle desde fuera dicha indisponibilidad.

Pero la función de la renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional no puede ser vista exclusivamente en negativo, como expresión de un límite jurídico para los poderes de naturaleza política. Tiene que ser contemplada también en positivo: como renovación de la voluntad de convivencia por encima de las diferencias políticas. Por muy duro que sea el enfrentamiento entre los partidos por tener mayoría parlamentaria y convertirse en Gobierno de la nación, no deben perder de vista que forman parte del mismo sistema político. Y que esa copertenencia al mismo sistema no puede ser puesta en cuestión por aquel enfrentamiento. En democracia se puede discutir prácticamente todo porque hay un mínimo que es indiscutible. En eso es en lo que consiste la Constitución. Recordarlo periódicamente es la función que cumple la renovación del Tribunal Constitucional. Por eso, para la designación de los magistrados no basta la regla de la mayoría sin más, sino que se exige la misma mayoría que para la reforma de la Constitución, 3/5 de los miembros de derecho de la Cámara.

La renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional es el recordatorio del derecho como presupuesto y como límite del sistema político de la democracia. Ese recordatorio del momento jurídico exige la intervención del órgano constitucional de naturaleza política en el que descansa la legitimidad de ejercicio de todo el sistema: las Cortes Generales, único órgano elegido directamente por los ciudadanos. No se puede ni se debe suprimir la política de esa reafirmación del momento jurídico del Estado. No hay en la sociedad democrática ninguna instancia suprapolítica a la que confiar esta tarea. Cualquier otra fórmula acabaría siendo un remedio peor que la enfermedad. Lo único que se puede hacer es excepcionar en este caso la vigencia de la regla de la mayoría y exigir una renovación del consenso que presidió el pacto constituyente.

La renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional es, por decirlo de alguna manera, una suerte de renovación de las promesas del bautismo. Es la reafirmación de la solidaridad mínima en la que descansa la convivencia. Por eso, la no renovación no afecta exclusivamente al prestigio del órgano constitucional del Tribunal Constitucional, sino que afecta al sistema político en su integridad. Es la expresión de una desconfianza tan radical entre la mayoría y la minoría parlamentaria, que les impide relacionarse como si ambas fueran partes del mismo todo.

En ésas estamos. Desde 1989, año en el que no se nos debe olvidar que se impugnaron y anularon las elecciones en Murcia, Pontevedra y Melilla y se impugnaron y estuvieron a punto de ser anuladas en Barcelona, se ha ido reduciendo de manera progresiva y cumulativa la solidaridad entre los partidos políticos de ámbito estatal. La política española de los años noventa ha supuesto la sustitución de la categoría de adversario por la de enemigo. Ha tenido y sigue teniendo un sabor schmittiano más propio del periodo de entreguerras que de los sistemas democráticos normalizados de la segunda mitad de siglo.

Y de ahí la erosión de las reglas de juego, de la que la dificultad en la renovación parlamentaria del Tribunal Constitucional no es más que el botón de muestra más llamativo. No por casualidad, la renovación de la vacante por fallecimiento del magistrado Ruiz Vadillo por el Consejo General del Poder Judicial ha sido tan difícil, a diferencia de lo que había ocurrido en las ocasiones anteriores. La reacción oficial de la Asociación Profesional de la Magistratura ante dicha renovación tampoco tiene precedentes. El Tribunal Constitucional es el órgano que tiene que garantizar la primacía de la Constitución y evitar la vulneración abierta o la erosión soterrada del pacto constituyente. Su renovación periódica es la reafirmación de nuestra voluntad de convivencia y de nuestro respeto por las reglas de juego de la democracia. Por lo que se ve, no hay mucho ni de la primera ni de lo segundo. Por eso estamos como estamos y nos pasa lo que nos pasa.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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