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La nueva residencia del prestigio vasco

Una de las claves definitorias que permiten conocer una determinada sociedad es averiguar dónde está residenciado el máximo prestigio. Por ejemplo, en el caso español, como aquí tenemos ya escrito, el prestigio es más familiar que personal y la forma de medirlo para una familia determinada es la de contar el número de generaciones que lleva sin trabajar. Queda más claro en un breve diálogo del siguiente porte:-¿Su familia de usted desde cuándo no trabaja?

-Nosotros no trabajamos desde Fernando III El Santo.

-¡Qué gran familia la suya!, señor maestrante.

Así, más o menos, lo veía también Montesquieu en sus Cartas persas a la altura de 1721 al referir que en España "el que está sentado 10 horas al día logra una mitad más de consideración que el que descansa cinco horas, porque la nobleza se adquiere en las sillas".

En esa misma línea se pronunciaba José Bergamín, en su ensayo sobre La estatua de don Tancredo, cuando escribía que "probablemente, este hombre López, Tancredo López, tenía la particularidad, tan española en el sentido humano más aristocrático, o más griego, de ganar su vida ociosamente; de querer ganarse la vida sin hacer nada; es decir, sin hacer nada ajeno al sentido ocioso, gratuito de la vida: al don prístino de vivir. O sea, que era un verdadero señor o aspiraba a serlo, el hombre López; un verdadero Don Tancredo López". Pero tampoco conviene dejarse arrastrar por los estereotipos excesivos del carácter nacional para reclamar exclusividad alguna porque Primo Levi en su autobiografía acompasada a El sistema periódico dedica el capítulo de los gases nobles a la memoria de sus parientes de alcurnia, siempre inertes a cualquier reacción como correspondía a personas distinguidas.

Así que ahora, cuando en el País Vasco se viven momentos de negociación entre las fuerzas políticas contendientes durante las pasadas elecciones, en aras de la formación de un nuevo Gobierno autónomo, y cuando el presidente Aznar anuncia contacto con la banda terrorista, una vez comprobada la interrupción de sus acciones sangrientas y extorsionadoras, conviene atender a los cambios sociales. Y uno de los más significativos, como líneas arriba se sostiene, es precisamente el de la nueva residencia del prestigio social. Porque bajo el ambiente de la anterior prepotencia terrorista el prestigio y la legitimidad social se establecían en círculos concéntricos de mayor a menor cercanía con los detentadores de la ferretería. Todos se aprestaban entonces a sacar lustre y a proclamar admiración a ese compañero de seminario, de noviciado o de colegio que, en términos del evangelio nacionalista, había elegido la mejor parte y que, renunciando a magníficos contratos, como el que al parecer Iberdrola preparaba para Mikel Antza, se había enrolado al servicio de la sagrada causa.

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Durante toda esa época, atendiendo a los citados parámetros, estuvo claro que don Miguel de Unamuno o los Baroja, por ejemplo, quedaban fumigados del escueto santoral impuesto por las armas. Todo fueron entonces necrológicas a los etarras, declaraciones a sus favor como hijos predilectos y entronización destacada en el nomenclator de calles y plazas que les fueron dedicando en sus lugares de nacimiento. Por eso, ahora, es el momento de observar quiénes encarnan los nuevos prestigios y de qué blasonan. Si de los disparos que hicieron o de los que evitaron, si de las muertes que causaron o de las que impidieron, si de la obediencia que prestaron a la banda etarra o de la insumisión que alzaron frente a sus directrices sangrientas. Mientras, vale la pena acompañar a Aurelio Arteta en la indagación de su ensayo La gran infección sobre "qué actos o dejaciones, intervenciones o sumisiones, palabras o silencios de los pacíficos consienten o alientan, justifican o preparan las actitudes o hechos violentos", pero en ese viaje debe evitarse cualquier deslizamiento por la pendiente morbosa de la víctima que busca incansable su culpa, actitud sobre la que nos previno muy a tiempo Milan Kundera.

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