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Los confederales

Es relativamente cierto afirmar que el problema histórico de la articulación de España, en tanto que Estado, es muy antiguo y que no está resuelto. Desde estas mismas páginas, autorizadas voces han predicado calma y tiempo en función de tan dilatada secuencia del problema, si es que lo es tal. No comparto lo de la paciencia histórica. Tal historia está ya agotada, y la paciencia, también.Respecto a su antigüedad, cabe situarla mucho más atrás del inicio del pasado siglo. Gregorio de Balparda, preclaro historiador vizcaíno, asesinado en Bilbao en agosto de 1936 sin que nadie lo impidiese, vio el origen del litigio en la impotencia del rey Alfonso de León para atajar las incursiones y extensiones de los Carolingios en Hispania, lo que dio origen a una zona "especial" entre los Pirineos y el Ebro. En ella, la emergencia del reino pamplonés y la existencia de la Marca Hispánica, que generaría Cataluña, supone un permanente embate galo, o apoyado en lo francés, sobre lo que fue, durante cuatro siglos, La Tarraconense, una provincia de la Hispania romana, Hispania indiscutida. Estaba claro, en el siglo I, que los tarbelli vasco-aquitanos eran cercanos parientes de los várdulos o vascones, pero que los primeros pertenecían a la Aquitania gala, y los segundos, a la Iberia hispánica. Pero la confusión identitaria, aunque proceda de ahí, es muy tardía.

Carlomagno llamaba hispanos a los habitantes de lo que sería Cataluña, y los reinos pirenaicos, léase el Fuero Viejo de Navarra o el más viejo aún Fuero de Sobrarbe, justifican su empeño político a "como deven levantar Rey en Espayna, et como les debe eyll jurar". Y Lope García de Salazar, antes de la unidad nacional de los Reyes llamados Católicos, no duda en afirmar que Vizcaya es un Señorío de España.

El conflicto nacionalista catalán no surge, como dice el señor Duran i Lleida, del Decreto de Nueva Planta de 1718. Debía explicarnos por qué se rebelaron los catalanes contra Felipe V en 1640, rebelión que, en su insensata andadura, condujo a la pérdida del Rosellón para España y también para Cataluña. Como no se explica la bienaventurada existencia de las provincias vascas, oasis foral bajo los Austrias, recordando la rebelión vizcaína de 1632 y su consiguiente represión por las tropas reales.

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Digámoslo claro. Para el País Vascongado, Cataluña y los Reinos de Navarra, Aragón y Valencia, la casa de Austria era un paraíso mientras la Corona no reuniese sus Cortes particulares, o Juntas, para pedir hombres, navíos o dineros para unas empresas que beneficiaban a todos, pero que, al parecer, sólo debían pechar los países del reino de Castilla. Hay que leer en Elliot (Conde Duque de Olivares) el doloroso peregrinaje de un rey-mendigo, seguido de una Corte de meninas, tontos y bufones, por tierras de la corona de Aragón, Cortes de Aragón, Cortes de Valencia, hasta Barcelona, para suplicar una ayuda que le era escatimada, cuando no negada. Situación que encorajinaba a Olivares: "Malditas sean las naciones y malditos son los hombres nacionales" (...) "No me apasiono nacionalmente teniendo todo esto por vanidad insubstancial", escribía. Una situación a todas luces impensable en la Francia coetánea de Luis XIII o LuisXIV. Olivares no pretendía limitar "usos y constituciones", sino homogeneizar los esfuerzos fiscales y militares de las distintas partes de la Corona.

No es cierto, pues, que se pueda oponer unidad española y unidad constitucional. La propia idea de unidad supone equiparación de cargas y beneficios, eliminación de trabas y regalías. La enemiga constitucional no es sino un caso particular, moderno, de un prurito diferencialista y egoísta que viene de más lejos. Prurito generado por el cateto aislamiento de las tierras de España, fruto de una orografía atormentada.

Cataluña, Aragón y Valencia perdieron Fueros y Cartas por alinearse en el bando perdedor de la Guerra de Sucesión de España. Los vascos y navarros los conservaron al estar entre los vencedores. Si el resultado hubiera sido otro, la fórmula abolitoria hubiera imperado a la inversa. Pero muy otra es la opinión de muchos vascos, desde 1812, al hecho constitucional español generador de la moderna nación española. Un fenómeno que no fue ni castellano, ni catalán, ni vasco, sino que abarcó a toda España, incluida Vasconia, uno de los firmes y duros baluartes del constitucionalismo liberal español.

Los que en las guerras civiles vascas del siglo XIX prefirieron los Fueros, el Rey absoluto y la Inquisición -todo ello era uno- y se opusieron a la nación constitucional se colocaron fuera de la corriente progresista del siglo: de 1823 a la coalición católico-fuerista y antirrepublicana de 1931, la de los mítines de Estella, Pamplona y Guernica, sin olvidar la previa reunión de Azpeitia donde se autodinamitó el Estatuto de 1931 al pedir un concordato propio con la Santa Sede. Decía la circular de la Diputación a Guerra Carlista de la Provincia de Álava del 26-7-1873: "Artículo 2º. Queda abolida esa barraganía que autorizaba la revolución con el nombre de matrimonio civil, por ser incompatible con el fuero". "Artículo 3º. Queda igualmente prohibido el registro civil de nacimiento y defunciones" (que quedaba así en manos del clero).

Muy otra era la conducta de las Diputaciones forales liberales, bien conscientes de las consecuencias que el alzamiento carlista iba a suponer. Tras el Convenio de Amorebieta, que violaron los carlistas, se confirmaron los Fueros. Decía en proclama pública el diputado general de Vizcaya (liberal): "No demos pretexto siquiera para que el resto de la Nación piense que al par de mirar que nuestros Fueros sean respetados tratamos de imponer a los demás soluciones que no pueden cuadrar con sus aspiraciones". Quería decir que los carlistas vascos, ante todo, pretendían imponer un régimen absolutista a todos los españoles.

Tres años después, antes de comenzar la ofensiva final, decía a los carlistas vascos, desde Peralta, el rey Alfonso XII: "Soltad las armas y volveréis inmediatamente a disfrutar de las ventajas todas que durante 30 años tuvisteis bajo el cetro de mi madre. Antes de desplegar las banderas de batalla quiero presentarme a vosotros con un ramo de olivo en la mano" (22-1-1875). La obstinación de los carlistas costó a España miles de muertes y mucho sacrificio que pudieron ser evitados si se hubiesen seguido los consejos de los liberales vascos, aferrados a la reforma de los fueros desde el marco constitucional, moderna expresión de la soberanía.

Los nacionalismos han venido a poner un cerrojo de imposibilidad a la posibilidad de un entronque de la foralidad en el seno de la nación constitucional española. Escribía el periódico de Madrid El Correo Militar el 25 de marzo de 1876: "¿Las provincias vasco-navarras son o no españolas? En el primer caso no deben repugnar el ser regidos por las leyes que los demás, no deben insistir en la conservación de los privilegios siempre odiosos. En el segundo, si prefieren ser antes vascos que españoles, quédense enhorabuena con sus Fueros, pero formen un Estado aparte". Sabino Arana Goiti tenía entonces sólo 11 años.

Quien viaje algo por España y hable con sus gentes oirá, con frecuencia, razones parecidas. Por eso decía que la historia, a veces un giróscopo que se repite con cíclica monotonía, está ya agotada y la paciencia empieza a ser escasa.

José Antonio Ayestarán es psicólogo clínico.

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