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Católicos sumisos

El panorama católico español no es nada alentador. Basta leer el boletín religioso de la capital española, que se difunde todos los sábados a través de un periódico conservador de gran difusión. Y que es bastante más plural a veces ese periódico que el vehículo de ideas de nuestra archidiócesis, en el que no podemos sentirnos representados muchos católicos, porque no está escrito para todos, sino para los más sumisos solamente. A esto se añade la baja tirada de nuestras revistas católicas, diez veces menor que en otros países. Nuestro catolicismo, salvo pequeños grupos, que son o conservadores o progresistas, está mortecino.Un teólogo europeo -el padre Pribilla, un gran intelectual crítico de la situación alemana en pleno nazismo- hablaba de que en Alemania pasó algo parecido. Por eso ocurrió lo que ocurrió: demasiado sometimiento al nazismo. Decía que habían desaparecido en la generalidad de los católicos los más altos sentimientos humanos, porque eran débiles y complacientes, y su cristianismo carecía de valentía y de libertad de espíritu, porque huían de la responsabilidad y se refugiaban en la ley, conformándose con no disentir de la jerarquía, ni apartarse de las normas eclesiásticas básicas. La mayoría eran cumplidores de los actos religiosos sociales: bautismo, primera comunión, matrimonio y funeral. Y los más adictos, la misa dominical y poco más de tinte piadoso, sin plantearse nada intelectual para evitar meterse en líos, como le he oído yo aquí a un católico conocido, buen apóstol, que no quiere saber de teologías. Los que son más católicos son frecuentemente en España, como este profesional. Todo ello con las excepciones ejemplares que existen; pero que poco pintan en la marcha del país, lo mismo en lo intelectual que en lo político o social.

Hace más de medio siglo, el gran renovador del catolicismo austríaco, Dom Pío Parch, decía que el párroco se había convertido en una especie de paterfamilias; y en la Iglesia se había desarrollado un católico sumiso actuando en ella sin decisión, valentía ni sinceridad. Y criticaba a la jerarquía católica porque "hoy la sinceridad es una virtud desconocida que se mira como una rebelión contra la autoridad y como una falta de humildad", lo mismo que ocurre hoy aquí.

Pero luego cambiaron las cosas en el mundo por la labor de estos pioneros, junto a PíoXII, pidiendo a los seglares ser hombres y mujeres "ufanos de su dignidad personal y de su sana libertad"; y enseñó que el seglar "tiene sus derechos y el sacerdote debe reconocerlos", de modo que "cuando se trata de derechos fundamentales del cristiano, éste puede hacer valer sus exigencias" ante el clero.

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En aquellos tiempos de antes de nuestra guerra civil, en la II República, el católico tenía que ser un católico de convicciones, y no un mero católico sociológico, porque no era como ocurre ahora, que todo está diluido y no tenemos una verdadera oposición religiosa. Todo son buenas palabras y concesiones por un lado, y pedir privilegios por otro, valiéndose de que son derechos de la Iglesia, sin caer en la cuenta de que esos tiempos ya pasaron, y más vale un poco de persecución que el conformismo de hoy.

Un buen jesuita gran historiador, el padre García Villana, recordaba el año 1931 que, en la Monarquía, aquella ciencia filosófica y teológica de los siglos XVI y XVII, de tanta influencia en el mundo de entonces, ya no existía ni tenía influjo alguno en el mundo, y daba la razón a "la poca o ninguna contradicción que en España encontraba la religión católica". ¿No era san Ignacio -en cambio- el que pedía persecuciones, para que no se durmiera su Compañía de Jesús en los laureles de la rutina?

¿Por qué olvidar ahora todo esto, y seguir creyendo que aquí casi todos somos católicos, y se vive en la ilusión que proporciona la rutina y la falsa tradición religiosa decimonónica de la sumisión ciega a la autoridad?

En aquellos años aprendí algo muy distinto: el jesuita padre Ruiz Amado, en su popular El arte de pensar, enseñaba a los católicos de a pie que "las proposiciones prohibidas son como esos padrones que se colocan en los sitios peligrosos con el rótulo: Precaución". Y concluía: "Las proposiciones prohibidas no han de ser dispensas de pensar, antes al contrario"; y criticaba que "la pereza mental mueve a ciertos ortodoxos a envolverse en esas proposiciones prohibidas, como en una colcha que les conserve el calor y proteja el sueño". ¿No tendríamos que actuar más valientemente ante tantos frenos venidos hoy de Roma?

He recordado otras veces que el famoso padre Laburu pronunciaba en la catedral de San Isidro, en la República, unas memorables conferencias cuaresmales, repetidas en Argentina tras la guerra civil, donde estuvo exiliado. A ellas asistían universitarios y profesionales creyentes y no creyentes; y la que más impresionaba era la dedicada a "Los defectos de la Iglesia", donde salieron allí a relucir, sin pelos en la lengua, sus fallos más escandalosos, cosa que ahora en nuestra España queremos obviar, como si hubiéramos sido siempre unas hermanitas de la Caridad en tiempo de la dictadura de Franco.

Y el católico social Giménez Fernández, gran ministro de Agricultura en 1934, llegaba a decir que muchos obispos de entonces "no creen en Dios y no han hecho el bachillerato"; y se escandalizaba del belicismo de nuestro clero, que tanto ayudó a la derecha más conservadora, y de ahí lo que pasó después como revancha contra él, pues lo identificaba el pueblo ignorante con los ricos explotadores sin hacer ninguna distinción.

Se formó en aquella época a jóvenes seglares que teníamos como regla lo que habíamos aprendido en un famoso hermano de Lasalle italiano: "Debemos evitar", decía, "la papolatría"; y "no tengas fetiches en filosofía: no adores a nadie, ni jures de manera absoluta fundándote en la autoridad de nadie. Que sea tu filosofía tu concepción personal de la verdad... Esfuérzate constantemente en ser independiente del juicio y de las obras de los demás".

Y tampoco escaseaban las críticas a aquellas órdenes religiosas que se habían convertido en meras máquinas de fabricar frailes, sin más norte renovador; y lo hacía el católico Papini, que era uno de nuestros alimentos espirituales; o el místico dominico padre Arintero, el cual decía que si seguían así, podrían desaparecer por su inutilidad.

Tertuliano, en el siglo III, dio la pauta: "Es un derecho humano fundamental, y un privilegio de la naturaleza, que cada ser humano dé culto religioso según sus convicciones". Y en el siglo pasado, en sus mejores momentos, Pío IX enseñaba a los católicos: "La razón precede a la fe". Así, también los únicos herejes "serán los del género humano", los inmorales (P. Gratry).

Pero ¿es así como se quiere hoy hacer a los católicos en España?

E. Miret Magdalena es teólogo seglar

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