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Modos y modas en la investigación científica

La investigación científica hoy no es ya sólo un quehacer altruista, dirigido fundamentalmente a ampliar el conocimiento del universo por el hombre, en beneficio de todos. Los ciudadanos, los grupos de poder social y los Gobiernos van siendo cada vez más conscientes de que el desarrollo tecnológico, derivado de la investigación, proporciona beneficios inmediatos y directos de carácter económico y social, a través de patentes, mejoras en la atención médica y la salud, nuevas profesiones, etcétera. Ello ha traído aparejado un creciente interés público por los resultados del trabajo científico, que está modificando la manera de hacer ciencia y las metas de los investigadores. Así, la investigación científica se ha ido transformando progresivamente en una actividad, dirigida preferentemente al avance en aquellas áreas del conocimiento que son especialmente relevantes para el bienestar humano (salud, comunicaciones, mejora de cultivos, ahorro energético). Los beneficios intelectuales y materiales de la investigación han dejado en muchos casos de ser universales y quedan en manos de quienes la financian. El resultado es que los objetivos y métodos de trabajo del investigador actual se ven mediatizados por esos factores, y quedan cada vez más lejos de los de la ciencia pura tradicional.En el tiempo presente, el científico de un país desarrollado no investiga tanto en lo que su curiosidad le impulsa a entender como en lo que le impone una demanda, frecuentemente generada por intereses mucho más concretos e inmediatos, entre los que los económicos juegan un papel relevante. La posibilidad de participar directamente en esos beneficios económicos altera también el perfil de una profesión, hasta ahora caracterizada por un elevado componente idealista y una relativa indiferencia por las recompensas materiales.

La actividad científica de hoy no ha permanecido tampoco inmune a la generalizada influencia de los medios de comunicación. Los medios de difusión, como no podía ser menos, han reparado en el impacto social de la ciencia y en la rentabilidad de transmitir sus logros al gran público. Los investigadores y las instituciones donde trabajan utilizan el reconocimiento público como método para obtener apoyo social y económico. Además, los medios de difusión han introducido en el mundo científico algunos de sus hábitos y valores. Cada día es más patente, en el intercambio de información científica, el énfasis en la espectacularidad de los descubrimientos, la búsqueda de inmediatez en la difusión de los resultados y la brevedad y a veces superficialidad en el tratamiento de la información.

La adopción por los científicos de esos patrones de conducta es una realidad que se justifica en cierta medida por el aumento constante del número de investigadores y la incapacidad individual de analizar de modo detallado la abrumadora cantidad de información que en conjunto se produce. El perfil del científico contemporáneo parece, pues, alejarse del tópico investigador, despegado de la realidad circundante y desdeñoso del valor material de su trabajo.

Confrontado con una situación altamente competitiva y cambiante, el científico actual suma a la investigación propiamente dicha la búsqueda de financiación, la promoción de sus hallazgos frente a otros colegas, instituciones y opinión pública, e incluso la comercialización de los mismos; una actitud que, en el panorama internacional, recuerda cada vez más a la de los deportistas de élite. El trabajo en equipo y la colaboración resultan imperativos, no sólo por la creciente multidisciplinaridad de cualquier pregunta científica, sino también para poder mantener, a nivel personal, un ritmo de producción que condiciona la supervivencia en un entorno profesional cada vez más disputado y difícil.

Si comparamos ese dinámico escenario, donde se entrecruzan velozmente intereses sociales y científicos, con los modos más extendidos de hacer investigación en el ámbito español, el contraste es evidente. Aquí, el trabajo científico es individual o en grupos minúsculos, con un carácter más testimonial que útil en lo que a proyección internacional o aplicaciones tecnológicas o sociales se refiere. Tal atomización de la labor investigadora está favorecida por los sistemas de concesión de ayudas públicas a la investigación, que no contemplan el sostenimiento de grandes grupos, primando de facto a los pequeños sobre los grandes.

La investigación universitaria, por otro lado, vive relegada a nivel institucional, dado el papel predominantemente docente que se atribuye de modo automático a todo profesor. Las universidades se organizan en departamentoa constituidos por áreas docentes, y no en base a grandes núcleos interdisciplinarios de investigación. Sólo los institutos universitarios, coordinados cuando fuera posible con el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, podrían ofrecer la infraestructura conceptual y de recursos necesaria para romper esa dinámica y lograr agrupar, dentro de las universidades, masas críticas de investigadores en temas específicos. El demagógico sistema actual de elección de las autoridades académicas, que condiciona sus decisiones a un variopinto conglomerado de intereses corporativos, hace difícil en la práctica cristalizar tales grupos.

Nuestra pertenencia a Europa, de la que nos sentimos legítimamente orgullosos, trae muchas ventajas, pero también puede conducir a un cierto grado de especialización de los países miembros. Es previsible, por ejemplo, que los recursos europeos destinados a favorecer el ocio de los ciudadanos lleguen con más facilidad a España, que parte en este terreno de una posición de ventaja. Pero tampoco es improbable que los destinados al fomento de la ciencia acaben primordialmente en países con mayor adelanto científico y tecnológico. De hecho, ya está ocurriendo así, y no es descabellado imaginar que, dentro de unas décadas, un español que desee trabajar como investigador en un campo puntero encontrará tan impensable hacerlo en España como puede serlo hoy en un pequeño pueblo de nuestra geografía. Quizá, cuando llegue ese momento, el hecho se acepte con naturalidad. Sin embargo, el riesgo de convertirnos en un país subsidiario en la creación de conocimiento y privado de una fuente de formación y progreso social tan importante como es la investigación científica, resulta demasiado alto, y el futuro europeo, demasiado incierto, como para no tratar de evitar tal situación.

La ciencia española ocupa hoy un lugar en el mundo con el que apenas nos atrevíamos a soñar hace apenas dos décadas. Por eso, no sería justo ni objetivo caer en lugares comunes, tales como que en España no puede hacerse investigación científica o que ésta está globalmente desprotegida. Sin embargo, la endeblez de nuestra todavía incipiente estructura científica nos coloca en una posición de desventaja frente a los acelerados cambios en las tendencias y maneras de hacer ciencia que se están produciendo en los países avanzados. Ya no se trata únicamente de llevar a cabo investigación, sino de que ésta proporcione también la rentabilidad social y económica que requiere el ritmo de los tiempos. Por eso, parece oportuno reflexionar seriamente sobre los pasos a dar. Uno de ellos sería, sin duda, generar, en el ámbito de la Universidad y de otros organismos públicos de investigación españoles algunos grandes grupos científicos en áreas bien seleccionadas, con una distribución territorial racional, por encima de egoísmos y mezquindades, locales o autonómicos.

El objetivo en suma es lograr una presencia española en el ámbito científico europeo, que se adivina como condicionante para nuestro progreso económico y social. De no conseguirlo, nos arriesgamos a perder una vez más la oportunidad de constituirnos, por fin, en una sociedad genuinamente moderna.

Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández de Alicante.

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