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Columnas de ceniza

Lo que no consiguió el franquismo con sus 40 años de silencio selectivo está en trance de lograrse ahora gracias al fervor de la trivialización conmemorativa. La sobredosis de adicción a García Lorca que hemos sufrido días pasados desde todos los medios informativos se propone tal vez acabar con el mito de una vez por todas, para convertirlo en algo tan pastoso y aburrido como un rutinario partido de tenis. Nos han asaltado miles de fotos del poeta en todas las circunstancias posibles, se ha resaltado su talento mediante programas, comentarios y apostillas trufadas de refritos de segunda mano, se ha forzado a los escolares a recitar sus poemas en grupo como quien tararea melodías de las Spice Girls en la hora del recreo, y hasta el presidente del Gobierno se ha permitido participar en esta insidiosa operación de acoso y derribo balbuceando en público y del modo más fúnebre posible los versos luminosos del Romance de la luna, luna, aunque es de agradecer que desdeñara la colaboración de Julio Iglesias en su torpe atrevimiento de patoso. En resumen, aparte del hecho de que nadie ha sabido estar a la altura de Federico, no parece que contribuir en el propósito de que todo el mundo acabe hasta el gorro del poeta sea la mejor manera de homenajear una obra que, aún hoy, resulta misteriosa e inasible en sus abundantes hallazgos mayores. "No le toques más, que así es la rosa", escribía acerca del soneto Juan Ramón Jiménez, otro de los grandes al que antes o después le caerá una celebración encima, en un verso en el que muchos de sus epígonos todavía andan convencidos de que el sujeto no es otro que la rosa, ya ven cómo está el patio. Porque sólo desde la humildad se puede estar persuadido de que lo perfecto no se toca. Lo peor de esta clase de conmemoraciones es que, no contentos sus frecuentadores con privilegiar la tediosa exactitud del calendario como criterio, recurren también a la disolución de lo único en una generalidad de pretensiones balsámicas que pierde en intensidad lo que gana en extensión, mientras cuelan de matute la insensata idea de que la celebración del talento ajeno tendría un cierto carácter contagioso, tanto más accesible cuanto más se aproxime a ese atisbo de fortuna de lotería fragmentada en miles de participaciones. Como es natural, y por lo mismo que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, se actúa desde el convencimiento de que algo de genio debe de quedarnos cuando celebramos a los maestros con tan irrefrenable frenesí. Y eso no es verdad. Por hablar de algo más cercano, el alma sensible -que rara vez será un alumno de enseñanzas medias- puede extasiarse con la lectura de Ausiàs March sin necesidad de añadir a sus méritos el de ser valenciano ni, mucho menos, recurrir a la miseria autocompasiva de congratularse por disponer de antepasados tan ilustres. Porque ¿dónde encontraríamos la continuidad de ese talento? Y ¿no se desliza así la sospecha de que estaríamos condenados a sobrevivir a expensas del pasado? Bien está que el lector agradezca, para sus adentros, la ocasión que le depara tanto disfrute, siempre que desdeñe aprovechar ese azar para convertir a su autor predilecto en banderín de enganche de la identidad nacional. No viendo posibilidad alguna de ejercer esa noble renuncia en el marco enrarecido de las celebraciones, tal vez sea preferible no conmemorar nada en ningún caso y limitarse a vérselas en la gratificante intimidad con los creadores preferidos.

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