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Tribuna
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La narración del industrial.

Antonio Muñoz Molina

No llego a oír lo que contesta José Amedo cuando al principio de la vista se le pregunta su profesión actual: alguien asegura que ha dicho licenciado; alguien más cree haberle oído decir industrial. En la Sala Segunda del Tribunal Supremo, opulenta de mármoles, de lienzos de seda roja, de bronces dorados y bruñidos, de maderas oscuras, de lámparas como de teatro de ópera, se oye muy mal y no se ve nada. Hay unos cuantos altavoces como de iglesia pobre y antigua, en los que sobre todo se oyen ruidos estáticos y pitidos de acoples. Algunas voces nos llegan mejor que otras, pero las caras son todas por igual invisibles. Las tapan los respaldos inútilmente altos de las sillas que tenemos delante: se llega a ver, a una distancia que parece remota, el perfil de un letrado, la nuca ancha y fuerte de José Amedo, que tiene una manera peculiar de inclinar hacia un lado la cabeza cuando le hacen alguna pregunta, como midiendo más bien desdeñosamente la catadura física de su interrogador.Como en tantas cosas, el cine americano nos ha inducido a expectativas insolventes. Está uno acostumbrado a la teatralidad inteligible que tienen los juicios en las películas, a la frontalidad de los personajes, cada uno claramente situado en su lugar y en su papel. Aquí no hay nada de eso. En el estrado donde están los jueces, los abogados, los acusados, los funcionarios del tribunal, sucede una hermética representación a la que es casi tan difícil asomarse como si hubiera que mirar tras el ojo de una cerradura. Todo tiene un aire solemne y poltrón, aunque también ineficaz, con cierta zonas de apresuramiento y chapuza: en un sillón de torneados barrocos y forro de terciopelo se indica que está reservado a los agentes judiciales mediante una cuartilla escrita a bolígrafo y pegada con fixo; en el vestíbulo, mientras aguardan ya investidos con sus togas negras, los letrados fuman y tiran la ceniza y las colillas a los rincones del pavimiento de mármol.

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Por culpa de la invisibilidad, de la dificultad de oír, el fondo atroz de lo que se está juzgando parece aún más remoto, aún más perdido en la distancia del tiempo, más desgastado por el olvido, por la erosión de lo que se cuenta y vuelve a contar muchas veces. ¿Quién puede acordarse de lo que hizo y dijo un día de diciembre de 1983, quién está en condiciones de saber lo que hay en el interior de la conciencia de este hombre que pasa toda la mañana y parte de la tarde declarando, José Amedo, ex policía, convicto, ahora licenciado, tal vez industrial? De pronto, entre la niebla de palabras, entre la confusión indescifrable de cosas dichas y negadas, inventadas, mentidas, de tantos testimonios cruzados, de tantas páginas de declaraciones y de interrogatorios, surge una imagen estremecedora y nítida: un hombre de cincuenta años tirado en el suelo, en pijama, tiritando de frío en la noche helada de diciembre, creyendo sin duda que está a punto de morir, desbaratado por la irrealidad y el espanto. Un pormenor viene a añadirse a la vejación: como no había venda con la que taparle los ojos se le cubrió la cabeza con una toalla. Días después, también de noche, ese mismo hombre es abandonado junto a un árbol: lo dejan de pie, pero empieza a derrumbarse, alguien se acerca y lo apoya contra el tronco del árbol. En el bolsillo del pijama le deslizan la hoja de un comunicado: alguien tuvo la precaución, la previsora astucia de guardar durante más de diez años otro papel donde se escribió el borrador de esas palabras.

Cuántas cosas se pierden en más de quince años, cuántas palabras se olvidan y se borran, cuánta gente puede desaparecer y morir, o simplemente difuminarse con el paso de la edad, con la pérdida de la fuerza o del privilegio: en medio de esa lenta demolición del tiempo, que afecta a casi todos los que de un modo u otro participaron en aquella mascarada trágica, José Amedo mantiene él solo una tremenda sugestión de presencia, de amenaza y secreto, de intacta arrogancia física. Aun de espaldas se impone: la cabeza grande, la nuca recta, el cuello ancho, los hombros mal comprimidos por la hechura de la americana. En medio del interrogatorio pide permiso por segunda vez para ir al baño, no sin una cierta veladura de sorna, se levanta y camina braceando y a zancadas hacia la puerta de la sala, mirando de lado, los ojos fríos, la cara larga, pálida y carnal, con mucho movimiento muscular de mandíbula. Cuando está de pie separa las piernas y hunde las manos en los bolsillos, de vez en cuando se sube con brusquedad el pantalón para ajustarlo a la entrepierna. En su calidad actual de industrial o de licenciado tiende a una cierta elaboración en las frases y a la longitud de los adverbios afirmativos. "No hemos venido aquí a hablar de temas hipotéticos", le dice a un letrado, descartando la pregunta que éste acaba de hacerle con el simple ademán de mirarlo de lado. Cada pocas palabras repite sus adverbios preferidos: naturalmente, obviamente, evidentemente, normalmente. Siempre en guardia, nada le sorprende, nada ni nadie lo intimida. Le preguntan por qué nunca llegó a bajar desde la carretera a la cabaña donde estaba secuestrado Segundo Marey y contesta con perfecta naturalidad:

"Para no estropearme los zapatos".

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