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La economía golfa

Un equipo de economistas espeleólogos de la Comisión Europea ha descendido recientemente hasta las cloacas del sistema con la intención de medir el flujo de uno de los desagües fiscales del capitalismo en la Unión: la economía sumergida, irregular o golfa, y bajo la capa freática de la solidaridad, a escasa distancia de la superficie, han descubierto un torrente muy caudaloso de pib.La noticia del hallazgo, filtrada desde los bajos fondos, recorrió el mundo antes de ser menospreciada por los organizadores de la expedición. Las estimaciones económicas, han venido a decir, son sólo metáforas de la realidad y sería suicida utilizarlas para corregir las tasas de paro nacionales o el tamaño oficial del PIB sobre el que se calculará la aportación de cada Estado miembro a los presupuestos comunitarios del comienzo de siglo. Bastante tendremos ya con el euro como para jugar a las metáforas. Además, no es la primera vez que las horquillas de los eurócratas se utilizan como arma arrojadiza, y las que abarcan esta vez los porcentajes de la economía en negro son de tal envergadura que más parecen horcas auténticas. Así que baste con un rapapolvos a los países más distraídos (España ocupa puesto en el podio) con su catadura fiscal y un exhorto sobre el autolavado de la ropa sucia.

La existencia de vida después del fisco no es precisamente una novedad, ni lo es tampoco que buena parte de ella se oculta tras las bambalinas de la moda, los servicios de hostelería, los aperos de labranza o la horma de los zapatos. Lo que puede ser noticia es la aceptación social de su inevitabilidad y, sobre todo, la peligrosa difusión de la falsa idea de que la economía oculta permite a las empresas escapar de las rigideces de la economía formal para crear empleo y riqueza allá donde, de otro modo, no se generarían ni uno ni otra. Dicho de manera más cruda, que se acuse a la «agobiante presión fiscal» de ser la principal responsable de la opacidad de una parte importante de la actividad económica europea, obligada a blindarse en la oscuridad. Si otros empresarios y trabajadores no se sumergen en la aguacha es porque están condenados a comportarse éticamente toda su vida; no les queda más remedio.

Apóstoles no le faltan al minimalismo ético, o moral de frontera, que justifica la desatención de los deberes fiscales sin que disminuya un ápice la autoestima. Milton Friedman, uno de los paladines del neoliberalismo, cree que el empresario no tiene más responsabilidad que el beneficio económico y, a lo sumo, el cumplimiento de la ley; pero también se ha escrito que «dirigir éticamente la empresa no quiere decir estar siempre dentro de la legalidad». A esta corriente cosmética pertenece también el presidente de la CEOE, experto en convertir a Kafka en adjetivo, que en un alarde de intuición ha culpado de la existencia de la economía sumergida en España a «la enorme ineficiencia del conjunto de los gastos sociales» y a las presiones en favor de la ocultación que los trabajadores ejercen sobre los empresarios. O sea, manzanas traigo y tinta de calamar.

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La literatura económica de los setenta sobre los modelos de agencia inició los análisis sobre los comportamientos oportunistas, pero no hace más de una década que los economistas han empezado a reflexionar sobre las consecuencias de algunos fenómenos relacionados con la corrupción, de la que la economía formal es sólo un componente y no el más importante. La opinión mayoritaria cree que los pagos ilícitos, el fraude, el insider trading y la corrupción toda minan las instituciones democráticas, distorsionan los mercados, malean el comercio y las inversiones directas internacionales, entorpecen la cooperación, reducen la calidad de los servicios públicos y atentan contra la función redistribuidora del Estado.

Uno de estos economistas, A. Heidenheimer, separó precursoramente hace unos años la corrupción negra de la gris y blanca. La primera resulta unánimemente condenada en nombre de los principios, y la blanca goza de la comprensión que rodea los actos que parecen tolerables, mientras la corrupción gris es la que concita la mayor división de opiniones. Según esta escala de color, la economía golfa ocuparía un espacio en la banda gris de la apreciación social, sobre todo cuando responde a una conducta defensiva de reducción de costes ante la imposibilidad de alterar las condiciones externas (los talleres del hambre del sector de la confección, la elevada obsolescencia técnica, la baja capitalización, etcétera), que impiden la competencia. En estos y otros casos en los que impera la inequidad y la injusticia, la sociedad y los gobiernos miran para otro lado o practican esa diversión del ánimo que es el distraimiento. Con lo cual ayudan al insolidario a desinhibirse de los eventuales sentimientos de culpabilidad (o responsabilidad) que la explotación del sudor anónimo pueda acercarle.

El problema grave se plantea cuando triunfa un sistema de valores egoísta que subraya la importancia del beneficio económico personal por encima de cualquier otro tipo de criterio. Porque la falta de ética puede ser rentable para algunos a corto plazo, pero la ética es siempre provechosa para el conjunto de la sociedad a largo; el pragmatismo del primum vivere deinde filosofare es ave de vuelo corto, estilo gallinácea. ¿Se extrañará alguien de que los países de la UE con menos economía sumergida sean los más desarrollados? Por otra parte, más allá del utilitarismo de J. Stuart Mill, la honestidad de los comportamientos es un supuesto teórico de la funcionalidad del mercado. No se trata de una armonía nolens volens entre mercado y ética, sino de un requisito para que el primero pueda cumplir su misión de asignar correctamente los recursos.

En definitiva, aunque no necesitamos conocer el nombre del poeta para leer el poema, es de agradecer el periplo subterráneo del equipo del comisario europeo Pradaig Flynn. Como dice un proverbio chino, es siempre mejor encender una vela, por pequeña que sea, que maldecir la oscuridad.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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