_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Espérame en Santiago, vida mía

La Cumbre de las Américas que se celebrará esta semana en Santiago de Chile tiene una agenda visible y otra invisible. El libre comercio y la educación encabezan el temario aceptado. Cuba y la carrera armamentista, la orden del día oculta.Los jefes de Estado que habrán de reunirse en la capital andina son todos fervorosos partidarios del libre comercio, convencidos de que un creciente intercambio de capitales, bienes y servicios en un mundo interdependiente no constituye un juego de suma cero, dado que ni la inversión ni la producción en el mercado están fijados de una vez por todas. La conclusión es que, mediante el libre comercio, las economías deberían prosperar juntas, no unas a expensas de las otras.

El libre comercio es un juego de suma positiva. Ésta es la filosofía que ha estimulado el Tratado de Libre Comercio entre Canadá, México y los EE UU, así como el Mercosur entre Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay. En Santiago, el presidente Bill Clinton haría muy mal en forzar el ritmo de ambas asociaciones a fin de llegar cuanto antes a una zona continental de libre comercio, "de Alaska al cabo de Hornos", como dice el inquilino de la Casa Blanca.

El hecho es que tanto el TLC como el Mercosur están apenas encontrando sus amarres y corren aún el peligro de navegar al garete. A ambas asociaciones les falta descubrir la medida de las cargas que deben compartir y los obstáculos que deben superar. El TLC tiene como epicentro la poderosa economía de EE UU. Éste no es el caso del Mercosur, una asociación mucho más diversificada que el TLC, ya que comparte más de la mitad de su comercio con África y Europa. Nada se gana, en la etapa que vivimos, con añadir los problemas particulares de la relación comercial México-EE UU a los desequilibrios, por ejemplo, de la relación Brasil-Argentina.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

El presidente Clinton, por lo demás, llega a Santiago con una muleta distinta de la que trajo a México. Su actual rengueo se lo debe a un Congreso notoriamente provinciano y carente de visión internacional que le ha negado al presidente una facultad que parecería inherente al privilegio ejecutivo de concluir tratados internacionales: la de presentarlos al Congreso como una sola pieza legislativa, lo que en la jerga jurídica norteamericana se llama fast track authority. Desprovisto de esta autoridad, el presidente Clinton mal puede prever su grandioso esquema "de Alaska al cabo de Hornos". Bien haría, más bien, en escuchar las buenas razones del presidente brasileño, Fernando Henrique Cardoso, a favor de una integración más cauta, más lenta, pero más firme, al cabo.

Más allá de estos argumentos, lo que debería preocupar a los estadistas reunidos en Santiago es la flagrante ausencia del factor humano en los debates sobre el libre comercio. Nos hemos acostumbrado, dañinamente, a hablar sólo de cosas y nunca de personas. ¿Cuándo empezaremos a preocupamos seriamente por la gente, los trabajadores, el medio ambiente?

Es en este punto donde la educación, el otro tema estelar en la junta cumbre, hace su aparición y nos propone unir, finalmente, la educación y el trabajo. De acuerdo con Jeremy Rifkin, el mundo desarrollado se enfrenta al dilema de producción creciente y empleo decreciente. No es un dilema nuevo. Lo conoció la primera revolución industrial y dio lugar al movimiento ludita, la violencia de los seguidores de Ned Ludd, que destruían las máquinas acusadas de arruinar el trabajo agrícola y artesanal. Al cabo, se logró, en el siglo XIX, un cierto equilibrio, como acaso se logre entre la tecnología y el empleo en el siglo XXI.

Mientras tanto, los índices de desempleo en España, Francia y Alemania son alarmantes y, en EE UU, aunque bajo, el factor desempleo se presenta -todos lo sabemos- disfrazado. ¿Es digno trabajo que un egresado universitario dedique su juventud a calentar hamburguesas en un Macdonald's? Esto, lo digo de paso, no puede disfrazar tampoco la necesidad del trabajo migratorio, que cumple tareas que no está dispuesto a aceptar ningún ciudadano de EE UU. Es más: sin la contribución del trabajador mexicano la economía de EE UU sufriría escasez de alimentos, aumento de precios e inflación creciente. No hagamos, pues, pleitos rateros a costillas del trabajador mexicano.

Más bien, preocupémonos de que la ecuación de Rifkin -mayor producción y menos empleo- no contagie de un pesimismo fatal al proceso de la educación. ¿Para qué educar a los ciudadanos si no se les puede emplear? Latinoamérica, región de baja productividad y alto desempleo, debe preguntarse ya si puede lograr, en las condiciones actuales de las economías locales y de, la economía global, crecimiento económico con más educación y creciente empleo. Si este tema no es encarado en la cumbre, sus protagonistas habrían cometido una grave falta.

El hecho mismo de que todos en América Latina vivamos en dos naciones -lo que los brasileños llaman "Belindia", mitad Bélgica mitad India- quizá nos ofrezca la oportunidad de desarrollar nuestras hinterlands -al sur de México, al norte de Argentina, el techo andino, el noroeste brasileño- con programas funcionales que rehúsen divorciar el crecimiento de la educación y la educación del trabajo otorgándoles un destino inseparable. Crecimiento, educación y trabajo.

Por fortuna, la educación ocupa un primerísimo lugar en el programa del presidente Clinton. Su muy inteligente secretario del Tesoro, Robert Rubin, ha enfatizado varias veces que, sin educación, más y mejor educación, EE UU -todos los Estados de EE UU- dejará de prosperar.

La cultura es otro asunto. Latinoamérica y EE UU son culturalmente diferentes. Pero la invasión de chatarra consumista y de espumosa diversión norteamericana es acaso sólo una chapa transparente que nos permite observar mejor la fuerza subyacente de la cultura indo-afro-ibérica que se extiende de México al cono sur, pero también más allá del río Bravo a Tejas y California, a Chicago y Nueva York.

La cultura de EE UU es, cada vez más, una multicultura definida, cada vez más, por el componente iberoamericano. Aprovechemos lo que cada parte le puede dar a la otra. Faulkner es tan parte de la cultura latinoamericana como García Márquez lo es de la cultura norteamericana. Después de todo, las civilizaciones crecen gracias al contacto con otras civilizaciones. Cultura aislada es cultura muerta. El chovinismo y la jenofobia nos han conducido a las terribles catástrofes humanas del siglo XX.

El huésped no invitado a la Cumbre de Santiago, una vez más, es Cuba. Sólo EE UU, poseído de una roñosa arrogancia, mantiene cerrada esa puerta. El resto del hemisferio cree que es la empecinada oposición de EE UU la que le renueva y prolonga al poder a Fidel Castro. Gracias a EE UU, Fidel, durante cuarenta años, ha podido presentarse ante el mundo como el defensor de Cuba contra el imperialismo yanqui.

Poner fin al embargo, desechar la ridícula ley Helms-Burton no sólo significaría un golpe contra el autoritarismo castrista, sino que. daría luz verde al propio pueblo cubano para generar cambios democráticos internos sin temor a ser denunciado como "traidor" a la patria.

El otro fantasma que revoloteará sobre la mesa de los presidentes en Santiago es la renovada carrera armamentista latinoamericana. Los ejércitos latinoamericanos no se pelean entre sí. Combaten a sus propios ciudadanos. Y arruinan las economías. Un solo avión de caza para una fuerza aérea latinoamericana cuesta tanto como ochenta millones de libros de texto para las escuelas primarias. No importa. Nadie se tomó el trabajo de alfabetizar a Pinochet o a Videla.

La Administración de Clinton, pretextando que los Gobiernos latino americanos adquirirían armas de los vendedores europeos, dañando a los mercaderes de armas norteamericanos, ha derogado la sabia disposición del presidente Carter que prohibía la venta de armas de alta tecnología a América Latina. Antes de viajar a Santiago, el presidente Clinton haría bien en escuchar los consejos del ex presidente de Costa Rica y premio Nobel de la Paz Óscar Arias. EE UU debería proponer una moratoria de dos años a una carrera armamentista que no sólo desviaría recursos mejor empleados en la educación y el desarrollo económico, sino que resucitaría los consabidos apetitos de una clase castrense latinoamericana acostumbrada, al cabo, a ejercer mayores poderes que los que nuestras nuevas democracias les conceden.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_