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Tribuna
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La palabra y el miedo

Las relaciones entre los ciudadanos y el poder público se establecen sobre un principio de libertad o sobre el miedo. Entre esos dos polos se ha desenvuelto buena parte de la historia de la política y de las ideas. Cuando la libertad es el criterio rector, queda entendido que los derechos pertenecen a los ciudadanos, que libremente designan, de un modo u otro, a los que están en las instituciones. El poder se articula desde abajo y sus auténticos titulares tienen el derecho de controlar su ejercicio. En ese caso, se expanden de modo natural las libertades de expresión y crítica. Los ciudadanos y los mediadores de sus inquietudes públicas, los periodistas, pueden (deben) hablar de lo que hacen los que manejan las diferentes parcelas de gobierno. Es la manera de formar una de las opiniones más decisivas en democracia: cómo se debe mandar y, en su caso, cuándo es conveniente mantener o desalojar del poder público a unos u otros. En el extremo opuesto, donde impera el miedo, el poder expropia los derechos a los ciudadanos. La expropiación es mantenida con una exigencia lógica: el silencio o la palabra cómplice o acrítica.Los sistemas penales traducen, como es lógico, los opuestos que se acaban de describir. En el corazón del sistema penal democrático ha de estar la idea de la defensa de las libertades, y por ello la convicción de que sólo debe ser aplicado cuando se produce un conflicto real y relevante entre ellas. En otras palabras, cuando se produce un ataque grave a bienes o valores esenciales de las personas. No puede ser de otro modo, ya que la sanción penal consiste, precisamente, en la privación de la libertad (la cárcel y los espacios análogos de represión) o en serias restricciones de derechos fundamentales. Además, la pena está orientada por la finalidad, imperfecta pero solidaria, de resocializar al autor del daño. Es decir, de convencerle para que respete la vida y las libertades de los demás.

En España empezamos a notar claramente la influencia del modelo penal alternativo (Luhmann, Jacobs), de raíz fundamentalmente autoritaria, en el que la idea central no es la de resolver conflictos mediante la tutela de las libertades. Se trata, en cambio, de construir un aparato de leyes y sanciones que aseguren la cohesión social e institucional, convertida en el objetivo supremo. No importan los contenidos ético-normativos que pueda esconder tal cohesión. Llegado el caso, los derechos (humanos) ceden ante el monolito social, que es defendido aunque sea materialmente injusto. Es decir, aunque actúe en contra de esos derechos. Lo que vale es el poder establecido, no el modo y la finalidad con que se ejerce. Como ha ocurrido tantas veces en la historia, el argumento para tal desvalorización es el sujeto colectivo (la sociedad, sus estructuras políticas) construido ideológicamente al margen del individuo. A éste se le exige disciplina y obediencia axiomática. Eventualmente, que calle, si sus palabras han de cuestionar la cohesión social y el aparato institucional de cobertura.

El desacato, eliminado como delito por el vigente Código Penal, estaba explícita y exclusivamente construido para la defensa cerrada del principio de autoridad, como dogma, cuando éste fuese cuestionado por la palabra. Un repaso a la pequeña historia judicial nos dice que, en muchas ocasiones, fue utilizado por la jurisprudencia en claves duras de interpretación. A ello ayudaba la notable indeterminación con que se describía la conducta castigable (¿qué es injuriar o insultar?). Si fuese reintroducido, con ese nombre u otro, lo que por fortuna no parece vaya a ocurrir por el momento, la propia lógica de cualquier sistema normativo nos dice que podría volver a ser utilizado, según circunstancias, en contra de las libertades de expresión e información. Este delito nos remite, sin duda, al modelo penal autoritario, al que acabo de referirme. Cualquier sensibilidad democrática ha de ver en él un serio inconveniente para la articulación razonable de las reglas y los espacios de la convivencia en libertad. Pero hay que añadir algo.

Con unos u otros planteamientos, el liberalismo político ha de encarar un tema inquietante. En su proceso de constitución, el Estado expropia a los particulares la decisión de los conflictos entre derechos para eliminar la venganza privada. Se crea un presupuesto sin el que la convivencia civilizada es difícilmente imaginable. De lo que se trataría, a partir de ello, es de impedir que el Estado (o lo que le sustituya, en ese futuro que se anuncia global) expropie a los ciudadanos algo más: los propios derechos y libertades. Sin embargo, el círculo quedaría peligrosamente incompleto si no atendiéramos un problema análogo. Por varias razones, la función teórica de parte de ese conglomerado que llamamos prensa, la mediación comunicativa y a través de ésta -por qué no- la influencia en el poder, está siendo claramente desplazada en favor de otra función muy distinta. La de su constitución en poder real, en directa competencia, a veces en alianza, con los poderes institucionales, pero con la diferencia capital de que los que manejan estos últimos (políticos, jueces) pueden ser removidos o controlados. El mensajero se queda con el mensaje, que es otro modo de expropiar las libertades. La competencia se define con una ecuación simple: cuanto más débil sea el poder público más fuerte será el poder social-mediático.

Hace unas fechas, el Consejo General del Poder Judicial expresó una preocupación noble, aunque ofreciera el desacertado remedio de la vuelta al desacato o a una regulación parecida. El Judicial es y debe ser un poder pasivo (sólo actúa para resolver conflictos que le vienen dados) y atomizado (repartido entre los diversos jueces, perfectamente identificados por las reglas de competencia). En tal medida, se trata de un poder débil. Además, resulta muy vulnerable en términos de autodefensa frente a agresiones ilegítimas, porque el juez o tribunal concentra todo el poder judicial en relación al asunto de que está conociendo, al margen de cualquier otra estructura de gobierno. La concentración y la exclusiva del poder en el asunto en concreto constituyen, paradójicamente, su mayor debilidad, ya que permiten una correlativa concentración del ataque sistemático e injusto. Es decir, montado con la finalidad de manejar la decisión del proceso e instrumentalizando a través de argumentos que nada tienen que ver con la racionalidad de las leyes, al punto de llegar, a veces, a la infamia en un discurso de destrucción personal del juez. ¿Qué hacer?

La misión constitucional por excelencia del Consejo General del Poder Judicial es la de amparar la independencia de los jueces, sea atacada ésta desde estructuras políticas o sociales. Ante los ciudadanos, el prestigio y la confianza en el sistema judicial, y por tanto la fortaleza genérica de éste, depende de que se tenga o no el convencimiento de que los procesos son decididos por los jueces, no por otros, con calidad y sin dilaciones temporales. Cuando se produce una campaña de ataque sistemático e interesado, lo realmente racional, posible y útil, de parte del CGPJ, es la defensa puntual y persistente de la posición constitucional del juez que lo merece, con declaraciones y actuaciones político-judiciales proporcionales a la magnitud de un ataque que es necesariamente político (quiero decir: no fundado en razones jurídicas). Al margen de la negatividad intrínseca del delito de desacato, la huida al derecho penal significa remitir al hipotético futuro un problema del presente y provocar un estado de peligrosa indiscriminación. En efecto, cuando la solución del problema es referido a la abstracción de una futura ley, se nos está diciendo que por ahora no se produce diferencia alguna entre los jueces y periodistas que usan sus respectivas funciones de manera democrática y los que actúan al margen y/o en contra de esos parámetros. Son estos últimos los que ofician siempre las ceremonias de confusión, donde se crean las condiciones objetivas para las expropiaciones de los derechos.

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En lo que he planteado late la preocupación por salvaguardar lo que, a mi juicio, es más importante. Que las instituciones judiciales puedan funcionar para lo que están previstas constitucionalmente. Para resolver los conflictos con arreglo a las leyes. No debe perderse de vista este horizonte. Pero también hay que tener claro que los jueces, en tanto que personas, tienen honor. Ni más ni menos que cualquiera. Es un derecho que nace de lo que nuestra Constitución llama dignidad humana y que debe ser reivindicado personalmente, ante los tribunales de justicia, cuando sea atacado de modo injusto. En tal caso, el juez afectado puede ejercer acciones civiles o las penales de calumnia o injuria de que dispone todo ciudadano, aunque debe elegir cuidadosamente el momento en que lo hace, para no incurrir en motivo de abstención o recusación. Por, tanto, más nos vale dar a cada uno lo suyo y, para ello, distinguir lo que hay de institucional y lo que hay de personal en el sujeto-juez, establecer cuidadosamente los espacios de protección y mantener la tutela diaria en favor de un sentido constitucional de la independencia de los tribunales: el que nos dice que es un valor instrumental establecido para la defensa de los derechos de los ciudadanos, sus auténticos titulares. No para la autoritaria complacencia del poder.

José Antonio Alonso es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia.

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