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Reportaje:

El 'octubre rojo' ya es sólo historia en la nueva Rusia

A los 80 años del alzamiento bolchevique, muchos rusos se sienten traicionados por los nuevos dueños del país, pero no quieren oir hablar de otra revolución

Trabajó como costurera hasta jubilarse a los 55 años, y luego otros 17 como vigilante en un museo. Tatiana, que vive en la Gran Calle Comunista de Moscú, tiene 76 años, un hijo de 49 en el paro y una mísera pensión de 320.000 rublos (8.000 pesetas). Con eso puede pagar los gastos de su minúsculo apartamento, 10 barras de pan, otros tantos litros de leche, 2 kilos de carne, 2 litros de aceite de semillas, 10 kilos de patatas y alguna medicina barata.

No es de extrañar que votase al comunista Guennadi Ziugánov, que eche pestes del presidente Borís Yeltsin ("nos traicionó"), que crea que "esto nunca pasaba con el poder de los sóviets" y que asegure con rabia: "Hay que ver cuántos muertos se cobró la revolución y ahora esta gente lo borró todo". A Tatiana no le queda siquiera la esperanza en otra revolución como la que, mañana hace exactamente 80 años, cambió Rusia y el mundo. De esas jornadas de octubre de 1917 (noviembre según el calendario actual) había de surgir en 1922 la Unión Soviética, que pretendía poner la justicia por delante de la libertad, dio aliento al pensamiento izquierdista, se degradó en el terror estalinista, se elevó hasta el heroísmo contra el invasor alemán, se tragó a buena parte de Europa central, se enzarzó en una guerra fría y en varias calientes, convirtió al mundo en un frente de batalla global en su pugna con EE UU, se transformó en una superpotencia nuclear, se adormeció en la burocracia, la corrupción y el totalitarismo, se abrió a la libertad y el pluralismo con la perestroika, se hundió tras un golpe de Estado y se fragmentó en 15 pedazos o países mientras agonizaba en 1991.

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Nada de revoluciones

Para esta anciana pasó la hora de otro octubre rojo, pero "esos canallas tienen que dimitir". El propio Ziugánov, que el pasado 25 de octubre visitó en San Petersburgo los lugares sagrados de la insurrección bolchevique, se mostró moderado cuando lanzó su arenga, con la nieve empapándole la calva, desde la cubierta del crucero Aurora, uno de cuyos cañones disparó el proyectil de fogueo contra el Palacio de Invierno zarista que marcó el inicio de una nueva era. "Rusia está al borde de una situación revolucionaria", aseguró el líder comunista, "pero ya no es momento de levantamientos revolucionarios". La mayoría de los cuadros de su partido opina lo mismo, aunque haya una minoría radical que le considere un traidor porque se ha acomodado a la nueva situación y se ha sometido al régimen que encarna Borís Yeltsin. Los comunistas tienen programadas para mañana manifestaciones en todo el país, pero lo más probable es que ni sean masivas ni degeneren en enfrentamientos graves. Nada parecido al otoño caliente con el que Ziugánov amenazaba.Yeltsin mantiene como festivo el 7 de noviembre (25 de octubre según el calendario juliano) y, el año pasado, lo declaró Día del Acuerdo y la Reconciliación. Empeño inútil. Incluso para los más acérrimos anticomunistas sigue siendo el Día de la Revolución, aunque ya no haya los grandiosos desfiles en la plaza Roja.

Para bien o para mal, la posibilidad de una marcha atrás es remota. Sólo los minoritarios comunistas ortodoxos se atrevieron, en un congreso celebrado el pasado fin de semana, a lanzar un llamamiento a "derribar el régimen de ocupación" y a la "restauración de la dictadura del proletariado encarnada en los sóviets". Pocos les hacen caso. Ni siquiera cuentan con el apoyo de Guennadi, un obrero de 52 años que trabaja en la emblemática fábrica La Hoz y el Martillo, donde cobra, a veces con meses de retraso, un millón de rublos (unas 25.000 pesetas). Su esposa está en el paro y el menor de sus hijos vive con ellos.

Votó por Ziugánov porque se cerró la fábrica aeronáutica en la que trabajaba como técnico y cobraba sin retrasos un buen sueldo, porque se ha visto obligado a emplearse como peón, porque sabe que no tiene garantizada una buena pensión, porque se las ve y se las desea para llegar a fin de mes, porque "lo que pasa ahora no tiene nombre", porque "puede que alguien esté mejor ahora que en tiempos de la URSS, pero no los trabajadores", y porque Yeltsin "engañó a todo el mundo". Y, sin embargo, cree que "no hace falta otra revolución porque ya hay demasiada sangre en Chechenia, en Georgia o en Moldavia".

Los cambios a los que abrió la puerta Mijail Gorbachov y que se han consolidado con Borís Yeltsin en los últimos seis años han cambiado a Rusia de manera casi tan espectacular como los anteriores 70 años de régimen comunista. Hay Mercedes y BMW en las calles de Moscú, los supermercados están a rebosar de productos extranjeros, se disfruta de libertad de expresión (aunque un grupo de magnates hagan y deshagan a su gusto en los medios de comunicación) y se puede viajar sin problemas al extranjero, con tal de que se tenga dinero para pagar el billete. También hay miles de grupos criminales organizados, 30.000 muertes violentas al año, más de 600 asesinatos por contrato (la inmensa mayoría impunes) y diputados, altos funcionarios y gobernantes corruptos. Por algo un informe de la consultora privada británica Grupo de Control de Riesgos, elaborado a partir de entrevistas con financieros y hombres de negocios de europeos, coloca a Rusia a la cabeza de la lista de países más corruptos del mundo.

Este es un país mejor o peor que la Unión Soviética, según el cristal con que se mire. Pero el nuevo sistema, el capitalismo, la economía de mercado y la lógica de la igualdad de oportunidades que engendra unos pocos privilegiados y una mayoría de perjudicados no está de paso. Ha echado raíces profundas. Alexandr, de 39 años, ingeniero en una fábrica de suministros eléctricos, cree que "no existe un sistema político, porque no puede llamarse así al dominio de una banda de ladrones". Pese a todo, votó a Yeltsin como un mal menor y considera muy positivo el clima de libertad existente: "Me alegro por mi hija, porque ya no le dictan lo que tiene que decir, aprender y pensar. Y eso vale más que un trozo de mortadela barata".

Alexandr, con el que hablo en la plaza Ilichá (por el patronímico de Lenin, Ilich), junto a una estatua de cuatro metros de altura del fundador de la URSS, cobra unas 60.000 pesetas al mes, a veces con algún retraso, y está convencido no sólo de que Rusia no necesita otra revolución, sino de que tampoco le hacía maldita la falta la de de 1917.

El 48%, mejor antes

Una reciente encuesta refleja que la mayoría de los rusos piensa que la mejor manera de hacer dinero no es la educación o el trabajo duro, sino las malas artes y las buenas relaciones, y el 48% cree que se vivía mejor bajo el socialismo real. De otro sondeo se desprende que sólo el 15% apoyaría activamente a una revolución como la bolchevique, y que otro 16% colaboraría "en alguna medida". El 27% intentaría quedarse al margen, el 7% lucharía contra la insurrección y el 15% abandonaría el país. El 40% de los entrevistados en otro trabajo demoscópico asegura que la revolución trajo a Rusia más ventajas que inconvenientes, casi el doble que los que opinan lo contrario.Sin embargo, la única encuesta válida, la que se efectúa en las urnas, demostró que los rusos pueden convertir a los comunistas en el partido de mayoría relativa en la Duma, pero no quieren ver a uno en el poder real: el Kremlin.

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