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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte alpina

LA MUERTE de cuatro alpinistas españoles en las faldas del Mont Blanc ha puesto al día una trágica estadística. Sólo en el macizo alpino, durante este inacabado verano ya han fallecido 30 escaladores. Lo que resulta más tremendo en este dato es que no se trata de una cifra insólita. Las autoridades locales están acostumbradas a estos índices de mortalidad. En el montañismo de alto nivel se sabe que uno de cada treinta alpinistas muere al intentar subir un ocho mil. Tan sólo en el Everest, al menos 160 personas han perdido la vida desde los años veinte.El alpinismo, pues, está en la cumbre de los deportes peligrosos. De entrada sorprende porque en este lastimoso hit-parade sería aparentemente más esperable encontrar toda la gama de deportes violentos o de alta velocidad mecánica, aunque el auge de su práctica hace más fácil que suba la estadística de tragedias en el alpinismo de élite que en el selecto mundo de la Fórmula 1. Una idea falsamente lírica sobre la naturaleza hace que muchos ciudadanos se acerquen a los deportes de montaña confiados en una acogida benévola de la madre Tierra, incapaz de hacer daño. La montaña no mata, pero sí lo hace el error de quien la desafía. Sin equipos adecuados, sin preparación técnica suben a las alturas sin conciencia real de los peligros. No es el triste caso de los cuatro alpinistas andaluces, cuya muerte entraría en la posibilidad de quien se arriesga sensatamente y puede sucumbir tristemente al peligro. Pero ese mismo Mont Blanc ha engullido a más de un excursionista porque iba insuficientemente protegido contra el frío.

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La mortandad del alpinismo se debe, pues, a los riesgos que entraña, pero también a la imprudencia de unos practicantes insensatos. Si la montaña es capaz de vencer trágicamente a cuatro expertos alpinistas... ¿que pasará con el incauto que se mueve por emulación sin tomar las más mínimas precauciones? Las estadísticas domésticas sobre accidentes de montaña también se incrementan de año en año. La frecuencia con que las autoridades han de movilizar costosos equipos de rescate ha llevado, por ejemplo, a la Generalitat de Cataluña a plantear que la víctima de su imprudencia deba costear parte del precio de su propio salvamento. Es decir, que los montañistas no encuadrados en una federación o que no hagan sus pinitos debidamente asegurados o bajo el cobijo de las crecientes empresas de deportes de aventura estarían obligados a sufragar su propio rescate. No se trata de una política recaudatoria, sino disuasoria.

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Indudablemente, no se trata de lanzar un anatema sobre el montañismo. El buen deportista asume un riesgo que no es suicida si sabe acometer retos adecuados a su nivel. El peligro se presenta cuando alguien se aventura por rutas que exigen más técnica o simplemente confunde una excursión con la práctica de un deporte que pide un paciente aprendizaje. Si el jugador de golf, que no arriesga su vida, conoce su handicap, el montañista ha de tener muy presente lo que puede hacer y lo que no. Hay cuantiosas guías que catalogan las dificultades de cualquier ruta. Subir un cuatro mil no es hacer turismo, y ahí las autoridades deberían ser muy prudentes en las promociones sobre los encantos de un paraje que puede albergar peligros para un simple paseante. Un cambio repentino de tiempo en la cima, a la que se ha llegado sin resuello, puede obligar a un vivac mortífero. Es preciso, pues, informarse antes de dar un paso que, lamentablemente, puede ser en falso: el último.

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