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La cita del euro y los estados de ánimo nacionales

Hace poco un amigo me decía que España es el único país de la Unión que se encamina al euro con buena disposición. Creo que lo mismo le ocurre a Portugal, Irlanda, Holanda y otros países, pero, en lo esencial, mi amigo tenía razón. Si se compara el estado de ánimo que prevalece en España respecto a la cita con la moneda única con el que domina en Francia, el Reino Unido, Italia o Alemania, es decir, con los otros grandes países de la Unión Europea, España marca una diferencia positiva.El Reino Unido no puede ni abordar el tema. Una historia no dedicada precisamente a unir la Europa continental, sino a lo contrario, un regusto de gran potencia todavía fresco en la memoria y la herencia thatcheriana de desgarros sociales tienen el país tan dividido al respecto que tomar una decisión le va a resultar difícil y doloroso. Tony Blair se ha comprometido a someter la cuestión a un referéndum. Esto significa que, si quiere que de la consulta salga un resultado positivo, tendrá que esperar a que el euro exista y lleve un cierto tiempo funcionando satisfactoriamente, que sitúa el momento más allá del año 2000.

Francia vive una profunda malaise. No contra el euro ni tampoco sólo por el paro. Su raíz está en que al final de la guerra fría se ha encontrado en una posición muy diferente a la que confiaba alcanzar. Dicho en breve, la grandeur de Francia es hoy menor que ayer. Y a los franceses, sus dirigentes de derechas e izquierdas les habían prometido que Francia estaría en el centro de la Europa de la posguerra fría y que la Unión Europea se construiría en tomo a ella. Quien hoy ocupa un papel más parecido a ése es Alemania. Francia tampoco consigue mejorar su estado en el sistema de seguridad europeo y está viviendo un final deprimente de su papel en África. Son muchas cosas ingratas (hay más), y los franceses se resienten, lo que lleva a algunos de ellos a votar contra los inmigrantes y a otros a destrozar productos agrícolas españoles. Entretanto, la mayoría utiliza sus votos para cambiar el Gobierno cada vez que le ofrecen la oportunidad de hacerlo, y esos cambios, más que giros a la izquierda o a la derecha, reflejan, sobre todo, un malestar nacional del que se responsabiliza a ambas. Francia puede superar su malaise de mil formas, pero no va a lograrlo pidiéndole a la Unión Europea lo que, hoy por hoy, no puede dar.

Italia se acerca al euro con el enorme temor de poder quedarse fuera, de verse descolgada del grupo que firmó el Tratado de

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Sabe que los alemanes y otros no la quieren dentro, desconfía de que los franceses le ayuden y teme (equivocadamente) que los españoles jueguen a su contra para desplazarles en los rankings europeos. Pero no es fuera, sino dentro, donde Italia tiene tanto sus problemas como sus soluciones. Problemas: un sistema político deshecho e interferido por lo mafioso y por lo sagrado en el que también hay pescadores en río revuelto que no se recatan en amenazar la unidad del Estado. Soluciones: una economía dinámica y una sociedad activa y creativa más que capaces de sanear la contusa vida política del país siempre que, a diferencia de lo que hicieron durante los tiempos de la guerra fría, dediquen a la tarea mucha más atención y sus mejores gentes.

En resumen, lo que les ocurre a Francia, al Reino Unido y a Italia es que están llegando a la cita del euro cuando la historia presiona a la baja relativa las posiciones que venían ocupando en Europa y en el mundo. Se acercan incómodos al euro porque están viviendo malos momentos, pero no viven malos momentos porque se acerquen al euro. Aunque pueden terminar pensándolo si la demagogia convierte al euro en chivo expiatorio de los cambios históricos ingratos.

La mención a Alemania es por razones muy diferentes. Alemania es el país europeo en alza por antonomasia. Y sus reticencias al euro tienen que ver, efectivamente, con el euro. La preocupación de Alemania es consumar la unificación del país en términos sociales y culturales, algo que seis años después de la unificación política y económica sigue pendiente. Los alemanes del Este quieren que eso se haga concediéndoles la consideración que. hasta ahora no han recibido, y los del Oeste no quieren que la unificación les cueste pagar más impuestos o perder ventajas sociales. Este problema es todo menos menor, y de su solución depende el futuro estado de ánimo de los alemanes, un estado de ánimo que cuenta con una dramática historia de cambios.

Con este problema pendiente, desprenderse del deutsche mark (que es un símbolo de identidad) y aceptar un banco europeo en el que, junto a los miembros del casto Bundesbank, se sienten manirrotos representantes sureños, les parece a muchos alemanes (a los del Bundesbank, por supuesto, pero también a muchos alemanes sencillos) aventurero. Sin embargo, lo más solvente de la clase política alemana, empezando por Kohl, piensa que lo verdaderamente aventurado puede resultar que Alemania cocine sus problemas internos y se adentre en unas nuevas relaciones con sus vecinos del Este y con Rusia sin haber fortalecido los vínculos de intimidad económica y política que mantiene con los principales miembros de la Unión Europea. Este punto de vista también merece una consideración a muchos alemanes. Nadie mejor que ellos sabe por qué. El resultado es que Alemania se acerca al euro con sentimientos contradictorios.

Ahora volvamos a España. Se dice que De Gaulle decía que en el continente europeo sólo hay tres Estados -Rusia, Francia y España- y que el resto ne sont que des parvenus. Por su parte, Margaret Thatcher manifestó más de una vez su convicción de que, llegado el momento, el sentido nacional español prevalecería sobre las pretensiones supranacionales europeas. El hecho es que a mediados de los noventa el europeismo español, aunque ha perdido algo de la fuerza que mostraba a final de los ochenta, sigue vivo, y su leve retroceso no parece haber sido ocupado por el nacionalismo. Lo primero es natural, pues había mucha ingenuidad en aquel europeísmo, y lo segundo indica que Franco abusó tanto del nacionalismo tradicional español que lo dejó desfondado.

Con la transición a la democracia, España inició una redefinición de su sentido nacional y, como otras veces en la historia, en ese proceso están incidiendo fuertemente dos asesores: la relación con Europa y las relaciones entre las diferentes nacionalidades y regiones españolas. La novedad histórica es que ahora la relación de España con sus vecinos europeos se desenvuelve en el seno de la Unión Europea, y la participación de los nacionalistas catalanes y vascos (y otros) en la vida política española discurre en el marco de la Constitución de, 1978. Ambas cosas vienen funcionando razonablemente bien, y el esfuerzo de transigencia política y de cohesión social y territorial realizado en los pasados decenios ha dado resultados. España es hoy, y así se siente, un país más libre, más rico, más justo y más influyente que hace veinte años. Esto da cuenta del estado de ánimo con que se acerca al euro.

Los españoles no espetan del euro ningún milagro, pero comprenden que participar en la moneda única reforzará su posición en Europa y en el mundo. En cuanto a la situación en casa, tampoco temen que el euro y la disciplina fiscal que llevará asociada produzcan ningún desastre. Con altos y bajos, desde los años ochenta están viendo que se puede abrir el comercio, liberalizar los movimientos de capitales y luchar contra la inflación, al tiempo que aumenta la riqueza del país, se crea un Estado de bienestar, se reduce la pobreza y el país se cohesiona territorialmente. Como consecuiencia de esas esperanzas y experiencias, España se acerca al euro con comodidad.

Lo que no significa desconocer que el futuro encierra retos y riesgos. Saben que el euro no impide, pero que tampoco garantiza, que se prosiga una política de protección del jubilado, del enfermo, del parado y de apoyo a las regiones atrasadas. Los jóvenes españoles, que han sido el sector social menos favorecido comparativamente por los cambios de los pasados veinte años, aguantan la amenaza del paro y han tenido en los años noventa vivencias turbadoras: el descubrimiento de que ser un país comunitario exige tanto como ofrece; la visión de que nacionalistas catalanes y vascos, es decir, españoles reticentes, influyen poderosamente en la gobernación del país; la evidencia obvia, pero no por eso menos agria, de que en los negocios no es oro todo lo que reluce y de que en política ninguna ideología inmuniza contra la corrupción. ¿Qué conclusiones sacarán? ,

No lo sé. Durante las pasadas décadas la recomposición del sentimiento nacional español se ha hecho en Europa, contando con los nacionalismos periféricos y haciendo, avanzar la cohesión social y territorial del país. El resultado es un sentimiento nacional que poco tiene ya que ver con aquel viejo nacionalismo español centralista en casa, resentido con los vecinos. y oliendo a imperio fracasado. Puede que durante los próximos años los españoles continúen aliviando el peso acomplejante de unos siglos XIX y XX, en su. mayor parte, de triite historia, que continúen desechando intransigencias domésticas y alentando sentimientos solidarios. Si es así, se harán unos europeos razonables, lo que quiere decir comprometidos con la construcción de la UE, no a través de un sentimiento pasajero, sino en base a una apreciación clara del interés nacional español y de su engarce con intereses y valores compartidos con los otros inquilinos del continente.

Pero también pueden ocurrir otras cosas. El miedo al paro y la reiterada impotencia de los Gobiemos para superarlo han generado en la juventud un egoísmo económico y una apatía política tan comprensibles como miopes. La inclinación a la improvisación y a la picaresca, fuentes de una bella literatura, son tradiciones nefastas prestas a ponerse de moda en la primera ocasión. También acechan otros demonios familiares como el arbitrismo de los ignorantes atrevidos y la arbitrariedad de los ansiosos de poder. Quizá, lo peor, y brotes hay a la vista, son los intentos de introducir en la vida política el odio y la calumnia so pretexto de regenerarla. Éstas y otras cosas conspiran contra el europeísmo razonable y pueden resucitar el nacionalismo español replegado y reforzar los localismos excluyentes, incluyendo los violentos.

No lo tienen fácil las nuevas generaciones de españoles. Pero, al mismo tiempo, tienen en su horizonte vital la mejor perspectiva que la historia ha ofrecido a España desde hace más de dos siglos.

Carlos Alonso Zaldívar es diplomático, autor de Variaciones sobre un mundo en cambio.

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