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Inmondo cane

En el mes de mayo de 1808, el alcalde de la localidad madrileña de Móstoles se levantó en armas contra la invasión francesa; en mayo de 1997, 1.800, quizá 1.808 vecinos de Móstoles y propietarios de canes domésticos se rebelan contra un bando de su alcalde que dictamina que los chuchos deben hacer sus necesidades en las bocas de las alcantarillas.Esta mínima y pacífica rebelión cívica no tendría mayor trascendencia si no fuese síntoma de un problema a mayor escala: la convivencia pacífica de cánidos y homínidos en espacios urbanos concebidos únicamente para uso y disfrute de los más nobles descendientes del simio, capaces de controlar sus esfinteres en público, sin duda uno de los logros más asombrosos de la evolución de nuestra especie.

El improductivo y molesto estercolamiento canino de asfaltos y pavimentos públicos ha sido fuente de cientos de inspirados bandos municipales que, por supuesto, no se dirigen contra los inocentes perros, sino contra sus propietarios, presuntamente dotados de raciocinio.

Hay una mutua ceguera entre los dos bandos y sus abanderados.

Los amos de los canes no comprenden cómo a alguien puede molestarle los regalos que generosamente distribuyen por las aceras sus encantadoras criaturas.

Tampoco conciben cómo alguien puede sentirse incómodo *por tener que esquivar, el ojo listo y el paso ligero, estos obstáculos depositados a su paso, un ejercicio que para ellos representa una especie de deporte, una salutífera gimnasia que les mantiene en forma y les entretiene.

A favor de su opción argumentan, además, que pisar por despiste un excremento canino es augurio de buena suerte en el terreno económico según una superstición muy extendida y aceptada.

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A esta postura irracional le corresponde la irracionalidad municipal mostoleña, que pretende que unos animales irracionales controlen sus bajos instintos defecatorios hasta llegar a las alcantarillas por más que tiren de ellos sus desolados propietarios, advertidos de la correspondiente sanción gubernativa que les aguarda en caso de transgredir la norma.

Hay una guerra de nervios desatada entre estas dos facciones irreconciliables, una guerra mínima y pacífica, como digo, pero nunca se sabe cómo pueden terminar estas cosas, y más aún cuando hablamos de un pueblo que un día se echó a la calle por un recorte de capas y alas de chambergo para morrocotuda sorpresa y enorme disgusto del infeliz Esquilache.

Hacer a cada amo de perro responsable de la recogida de sus excrementos vertidos fuera de las zonas habilitadas al respecto parece la opción más equitativa y razonable.

Sin embargo, como en el citado caso de Esquilache, esta noble pretensión choca con las más acendradas tradiciones históricas, con siglos de tolerancia en los que tanto animales domésticos como humanos asilvestrados han hecho sus aguas mayores y menores a su libre albedrío en calles y plazas, buscando ambas especies discretos rincones a los que les conducía infaliblemente su especializado olfato.

Pero el olfato es el más castigado de los cinco sentidos en la sociedad contemporánea, donde se le considera como uno de los más ingratos vestigios de la irracionalidad, guía de oscuras pulsiones propias de mamíferos sin evolucionar.

El hombre es el único animal que se perfuma, y lo hace para borrar las huellas olfativas que le emparentan con un pasado genético del que se avergüenza.

Reflexiones olfativas aparte, cualquier paseante de perros debería pensar acerca de los terribles efectos que puede desencadenar un pisotón imprevisto.

El aplastamiento matutino de una de estas minas orgánicas puede hacer que el damnificado enfrente un nuevo día a cara de perro.

Si la víctima es, por ejemplo, un político, este pequeño incidente podría desatar el doberman que casi todos llevan dentro y propiciar una crisis ministerial, una ruptura de consenso, un corte de mangas a la tolerancia, e incluso una declaración de guerra (Alfonso).

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