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Operación Chavín de Huantar

Los detalles y las incógnitas del asalto de Fujimori a la embajada tomada por Néstor Cerpa

Juan Jesús Aznárez

El pasado domingo, día 20, de madrugada, 140 militares peruanos con licencia para matar recibieron la orden de vestir el uniforme de combate y moverse con celeridad y en silencio hacia los túneles de acceso a la residencia diplomática tomada el 17 de diciembre por un coman do del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). Distribuidos en pelotones, ocuparon sus puestos en los escondites y pasadizos asignados, en tanto que artificieros de las tres armas colocaban en las bocas de salida las cargas explosivas que 30 horas después habrían de reventar el suelo del salón principal de la planta baja y paredes de la vivienda asediada. Los marinos, aviadores e infantes encargados de convertir en ceviche a Néstor Cerpa Cartolini y a sus 13 jóvenes acompañantes se acercaron sigilosamente a la residencia del embajador japonés en Lima, uno de los 72 rehenes en manos del Comandante Evaristo. En casas alquiladas por el servicio de espionaje, o a tres metros bajo tierra, en galerías excavadas por mineros de Pasco y zapadores del ejército, esperaron el toque de trompeta. Para entonces el padre jesuita Juan Julio Wicht, imbatible al ajedrez durante el cautiverio, ya había repartido los rosarios y estampas de la Virgen y del Señor de Luren solicitados por los centinelas más novicios del MRTA. -Promo, ¿me copias? ¡Eh, promo! ¿me copias? Responde. -Perfecto -¿Cómo está el panorama? ¿Dónde están los angelitos? -Ocho se encuentran jugando fulbito. Entre ellos Cerpa, Árabe, Tito y Salvador... -¿Tienen para largo? -Unos 30 minutos. -¿Y los demás? -Las chicas, en el primero [piso]. Era la última comunicación entre un militar-rehén provisto de un transmisor y la jefatura del mejor grupo de asalto de las Fuerzas Armadas peruanas, 140 soldados y oficiales de las tres armas. Todos altos y fuertes, felinos, rápidos de reflejos y salvajamente adiestrados. "Verdaderas máquinas de matar", dice el analista Fernando Rospigliosi. "Parte de su entrenamiento consiste en criar perros desde cachorros, después matarlos personalmente y comerse sus intestinos. Es una manera de deshumanizarles". Aproximadamente treinta minutos después de aquella comunicación, los rehenes escucharon el sobrevuelo de un helicópero, estremecedoras detonaciones y gritos terribles. "De pronto se abrieron las puertas de escape y entraron los comandos", recuerda el embajador de Bolivia, Jorge Gumucio. A 30 centímetros de la cabeza del jesuíta caían los casquillos de alguien que disparaba a ráfagas. En quince minutos terminó el rescate a satisfacción del Gobierno, de las Fuerzas Armadas y de la gran mayoría de los peruanos: un rehén y dos oficiales muertos. Aniquilado el comando del MRTA. Y 23 heridos. Y 71 de los 72 rehenes liberados. La situación. política se había enrarecido en Perú al filo de los cuatro meses del espectacular secuestro de Navidades, y arreciaba la contestación política porque las torturas y asesinatos denunciados por a Prensa y la oposición demostraban nuevamente la criminal catadura de algunos gentes de los servicios de espionaje, dirigidos por un hombre de maltrecha reputación, VIadimiro Montesinos. El presidente Alberto Fujimori, su defensor a ultranza, perdía puntos, y la crisis de los rehenes parecía eterna. El benefactor liberalismo de años atrás enseñaba los dientes, y se sublevaba en masivas cuerdas los despedidos de las empresas públicas privatizadas. Convenía actuar contra Cerpa Cartolini y recuperar la iniciativa política. Los riesgos eran muchos, pero el Chino siempre presumió de no arredrarse ante nada. Entre tanto, el Comandante Evaristo pugnaba por mantener la disciplina de un comando de cuatro hombres que se jugaban la vida a sabiendas y de diez niños con armas, procedentes de la marginación y de los campamentos de la selva central,

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asombrados por el menú japonés y las cosas ricas servidas por un restaurante cercano, muy atentos a los relatos sobre playas doradas y mulatas de algunos rehenes interesados en transimitirles la conveniencia de su partida hacia el asilo ofrecido por Fidel Castro. Dos eran mujeres adolescentes, de 16 años, aleladas con el culebrón televisivo María la del barrio, y llorosas si algún cautivo hacía lo propio derrumbado por la ausencia de la esposa e hijos. "Una de las chicas lloraba todas las noches y llamaban a su mamá rezando", relató después el coronel Marco Miyashiro, uno de los rehenes liberados. Cerpa no era de emocionarse, y demostraba un aguante de sindicalista recio. Lo fue años atrás, y sostuvo siempre que al empresariado sinvergüenza y explotador sólo se le doblega por las bravas. Aplicó esa fórmula en los secuestros de hombres de negocios, y la ensayaba ahora con Fujimori para tratar de arrancarle la excarcelación de sus más de 440 compañeros presos. Pinchó en hueso. El Comandante Evaristo nunca manifestó prisas, y de vísperas preparaba nuevas pancartas, entre ellas la conmemorativa del Primero de Mayo, Día del Trabajo. Néstor Cerpa, 44 años, con un hijo de 10 al cuidado de la abuela Felícitas, asoció su destino al de los presos del MRTA, encarcelados en condiciones penosas, y juró también no abandonar la sede diplomática hasta no ver libre a su esposa, Nancy Gilvonio, condenada a cadena perpetua por una justicia más ajustada al escarmiento que al derecho. ""También estoy aquí porque la amo", admitió a este corresponsal en una entrevista por onda corta realizada a finales de enero, cuando ya llevaba cuarenta días dentro de la sede diplomática. Futbito en el salón Fujimori descartó desde el primer día la liberación de/un solo preso: no lo permitían ni la legalidad, ni el pueblo. Así las cosas, estéril la débil mediación de la Santa Sede, Canadá y el Vaticano, el autoritario jefe de Estado amartilló los cañones y acabó cediendo ante los halcones militares que le pedían tralla. La hubo de sobra. El comando del MRTA, mientras tanto, había encontrado un modo de matar el aburrimiento y levantar la moral de los más jóvenes: desde hacía veinte días disputaban por las tardes un partido de futbito en el amplio salón donde 126 días antes habían departido amigablemente la mayoría de los 800 invitados a la recepción por el cumpleaños del emperador Akihito. "Doctor, uno de los chicos me ha dado en el pie derecho", se quejó Cerpa a un médico tras uno de los partidos. "Es un pequeño golpe. Aguanta, Néstor". En ocasiones, la forzada convivencia llevó a crispadas situaciones, y la bronca pudo llegar a las manos cuando Gumucio llamó maricones a quienes insultaban a Bolivia por no liberar a los tupacamaristas presos en La Paz. Los rehenes rechazaron el compadreo, y sólo jugaron una vez con sus captores. "Cuando celebraba misa escuchábamos el ruido de los terroristas jugando al fútbol, los pelotazos", recuerda Wicht. "Generalmente a las tres o cuatro de la tarde, era su rutina diaria. A esa hora ya no rezamos". Aprovechando la amenaza de Cerpa de no permitir más visitas médicas, se aceleró la operación Chavín de Huántar, inspirada en los corredores subterráneos de unas ruinas peruanas milenarias. Fue ejecutada durante la hora de la modorra. Hacia las 15,20 del martes pasado, se dio la orden. Antes se procesaron los datos del Servicio de Inteligencia (SDIN), y los suministrados por los radares y sistemas de escucha. La coordinación establecida con un jefe militar secuestrado, a quien se habría hecho llegar un pequeño transmisor-receptor, fue fundamental. Cómo llegó el micrófono ni se sabe. Abundante la literatura fantástica en las crónicas, ganó cuerpo la tesis de que entró oculto en los quicios de una guitarra, o en el marco de un cuadro de la Virgen María. El Himno de la Marina, a todo volumen en los altavoces gigantes del exterior, anticipó al topo castrense el comienzo del zafarrancho de combate. A él sólo le quedó confirmar al comando conjunto que "Ios angelitos" aún jugaban al fútbol. -Promo, luz verde. Tienen diez minutos- escuchó el espía militar en la embajada. ¿Entendiste? -Entendido. -¡Ojo: todos ropa clara! -Copiado. -A la primera explosión, protegerse y ayudar. Los jefes y oficiales en el cautiverio corrieron la voz hasta donde les fue posible: dentro de diez minutos empieza el baile; todos tranquilos y al suelo. El padre Wicht se lo tomó a broma hasta escuchar el estruendo de los cuatro kilos de composita que reventaron el suelo del campo de futbito, y levantaron por los aires a dos miembros del MRTA. Así murió Tito. "Fue tremendo. La polvareda me impedía ver a dos metros. Silbaban las balas", explicó el religioso, que en diciembre rechazó su liberación. "Me pregunté quién les daría la Eucaristía a los que se quedaban.Además me dije: 'Ah, no; Cristo estuvo preso, así que me quedó". ' Este padre solidario agotó las hostias entre los rehenes ateos. Simultáneamente a la tremenda crepitación de abajo, que mata a dos y atonta a seis, estallan otras cargas, y desde los túneles y boquetes abiertos en la azotea y flancos, irrumpen los comandos comehombres. La puerta principal de la destruida mansión cae destrozada por el explosivo, y por la pérgola del jardín sube a toda prisa otro despliegue de fusileros. En zapatillas, Cerpa Cartolini, Rolly Rojas (el Árabe) y dos más alcanzan la escalera hacia el primer piso. "¡Nos jodimos, nos jodimos", se escuchó gritar al jefe. Fueron acribillados en las escalinatas por quienes habían expugnado la residencia desde arriba, y apretaban los gatillos de metralletas de culatín móvil y gran cadencia de disparo. No parece probable que el Comandante Evaristo o el Árabe hubieran podido empuñar sus armas, tal fue la rapidez de una operación sin cuartel. En la primera planta, la confusión era grande: un centinela del MRTA ametralla a un capitán, que cae muerto, y otro abre una de las habitación de los rehenes; desencajado, les encañona y duda. "Salió sin matar a nadie, ni lanzar una granada", recuerda el ministro de Agricultura, Rodolfo Muñante. "Me dio la impresión de que el muchacho estaba arrepentido". Cuando escapaba protegido por el coronel Juan Valer, el ministro de Relaciones Exteriores, Francisco Tudela, recibe un tiro en la pantorrilla. El mando a su vera, instructor del hijo de Fujimori, cae rendido por siete balazos. En el extremo opuesto de la casa en llamas, avanza otro ariete con explosivos que separan obstáculos y derriban la puerta de la habitación donde se protegen con colchones o esconden la cabeza cinco magistrados de la Corte Suprema. Carlos Giusti se encerró en un armario y corrió después hacia la puerta de salida. Fue detenido por un proyectil que le seccionó la vena safena, disparado al parecer por militares que le confundieron con el enemigo a batir. En esa posición cayó chorreando sangre el apreciado juez, y se le fue la vida muy cerca de un veinteañero del MRTA, a quien testigos citados por el diario La República recuerdan lanzando gritos de rendición, cruzándose en el camino de Giusti para caer con varios plomazos en el cuerpo. La secuencia del rescate, las graves imputaciones del diario limeño y datos recogidos por este enviado avalan una grave conclusión: al comando conjunto de las Fuerzas Armadas no le interesaron los prisioneros aunque pudo hacerlos. "Las chicas se asustaron tanto que sólo atinaron a gritar que se rendían, que no las mataran", público el periódico. Aterrorizados aún, los 71 rehenes liberados huían a gatas y algunos se fracturaron huesos al saltar desde las ventanas. "Avancen nomás", les apremiaban los soldados del rescate. Generales del mando antiterrorista y Gilberto Siura, congresista del partido gubernamental, sufrieron lo suyo. Cerpa no olvidó la activa participación del parlamentario en la promulgación de las leyes que perdonaron a los militares sentenciados por el asesinato de nueve alumnos y profesores en la Universidad de la Cantuta. "A veces nos despertaban y rastrillaban sus armas, apuntándonos a la cabeza. 'Todos ustedes van a morir si entran los militares', nos decían". Seguro de haber emprendido un viaje sin retorno, el evangélico Siura se refugió en la Biblia, que leía a diario. En sus palabras de regreso al hemiciclo se mostró sensible con los padecimiento ajenos y, sin pretenderlo, se alzó revolucionario: que los pobres del Perú tengan justicia, porque la paz es siempre hija de la justicia. Una tumba de 150 soles Tambien lo pidió Cerpa, a punta de pistola, consecuente con una rebeldía turbulenta y antigua en el sindicalismo, la guerrilla o el terrorismo. El comandante murió jugando a futbito con una pantaloneta hasta la rodilla, y zapatillas chinas negras. Le había crecido una barba hirsuta, y su cadáver con dos balazos en la cabeza miraba al techo. La expresión de dureza recordaba su retrato en los pasquines despachados para prenderle. Quedó enterrado en un cementario de arrabal, previo pago de 150 soles (unas 4.000 pesetas) por una tumba de circustancias. Una cruz de madera y la imagen del Sagrado Corazón de Jesús señalan su sepultura. "Nestor Cerpa Cartolini. Presente", escribió alguien. Técnicamente el rescate fue audaz y brillante aunque empañado por órdenes sumarias. ¿Qué respeto puede haber en un combate? "En el combate las cosas se dan como se dan", justifica el almirante y ex rehén Luis Giampietri. Hubo choques a muerte y las cosas se dieron también como lo relatan, en privado, varios rehenes. Algún respeto mereció, dicen, el emerretista con la cabeza bajo un boto militar, el otro sin guerrera, ni granadas, tumbado boca abajo, o quien se rindió brazos en alto. En el primer piso se escuchó un grito de mujer: "¡No lo maten!". Pedía clemencia una de las dos chicas de la jungla peruana, quizás la interesada en saber sí de Cuba podría regresarse por tierra.

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