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Nuevas y sagradas rutas tabernarias

El itinerario del vino y el tapeo por el Madrid de los Austrias se renueva

Madrid es una de las ciudades del mundo con mayor tradición de tertulias asociadas al tintorro y el tapeo. Ello no quita que a lo largo de la última mitad de este siglo los templos tabernarios, sin dejar de ser refugios de tertulianos heterodoxos y eclécrticos pertenecientes a círculos más o menos artísticos, que compartían lo que tocara con la parroquia del barrio, cedieran protagonismo en la vida madrileña a otros locales con aromas no necesariamente menos etílicos, pero sí menos contundentes.El Madrid de los años cincuenta acogía en cafés como el Teide o el Gijón, aún hoy vigente, a los inquietos de la época, adscritos a movimientos intelectuales del mundo del cine a literatura, la plástica o la verborrea. Los mismos prototipos sumaron a sus espacios, en la década de los sesenta, locales como Las Cuevas de Sésamo. Los setenta, más liberales ellos, se abrieron a nuevos templos del noctívago como el café Oliver, el popular Avión o incluso sucedáneos de discotecas que acogían a degustadores de la palabra, como el Bocaccio.

La década pasada fue un boom, y una nueva generación, relevadora de degustadores de la tradición madrileña de darle a la mui, con el bolsillo menos depauperado, se perdió noches y noches por el barrio de Malasaña y alrededores. Las populares tabernas casi quedaron adscritas a horas diurnas y aperitivos, a excepción de rutas fijas como las marcadas en la costa Mauri (tabernas situadas en torno a Menéndez Pelayo), con populares tertulias como la capitaneada por el filósofo Carlos Gurméndez, hasta su fallecimiento hace escasas semanas, o las de la Cruz Blanca de Goya, en aquel entonces apadrinadas por el cómico Tip (Luis Sánchez Polack) o el farmacéutico Abilio Villena. Junto a estos centros de bebercio y comercio también subsistían otros diurnos y populares grupúsculos cantineros.

Pero los noventa madrileños han resucitado, rabiosa e inteligentemente, la pasión por la barra, el chato y el picoteo, mientras se arregla el mundo, se descalifica a gobernantes y se critica el estado de obras de la capital. Las rutas del vino y la caña (con tapa, claro) del viejo Madrid han gozado, más que sufrido, de una importante transformación. Esta circunstancia viene marcada por varios hechos. No estamos ante una nueva forma de ocio, sino ante un ocio con nuevas formas. Éste no ha desplazado a las cantinas de toda la vida. Convive, nuevamente, con los parroquianos del barrio, pero lo más llamativo viene dado porque este nuevo fenómeno está marcado espacialmente, ya que se ha producido en el área central del Madrid de los Austrias, con unas fronteras muy delimitadas por la calle de Toledo, calle de Bailén, calle del Arenal, calle de las Postas e Imperial. Claro que otras son sus gracias. Las nuevas rutas pasan por un nuevo concepto de cantina o taberna que convive con los clásicos locales, que, ciñéndonos a esa zona, serían Casa Paco (plaza de Puerta Cerrada), Tomás y su vermú (en la calle -cómo node Tabernillas), El Anciano Rey de los Vinos (Bailén o La Paz) o el Once (Calatrava), donde, posiblemente, pueda degustarse el mejor bonito en escabeche.

Todas ellas ya no se limitan a ofrecer el chato de Valdepeñas con una escueta tapa, sino que han abierto su carta a las exigencias de los paladares más exquisitos, y en algún caso podemos hablar de cocina de palabras mayores, como en la recientemente abierta Taberna Bilbao de la plaza de la Paja, en la que Gotxo, un cocinero vasco de altos vuelos y grandes pesos, exhibe orgulloso sus muchas especialidades en bacalao o sus exquisitas tapas cocinadas.

Las nuevas tabernas han tenido la virtud de descubrir a muchos jóvenes el valor de la tapa de recio chorizo, sabrosa mojama o clásica pringá, frente a la hamburguesa o el perrito de aguado gusto. Además, los caldos -jóvenes, crianzas o reservas- provienen de las mejores bodegas españolas.

El nuevo tabernero respeta, cuando se acoge a un viejo local, la estética antigua, limitándose a lavados de cara y renovación luminaria. Dos casos claros se pueden encontrar en La Escondida, con un buen surtido de embutidos y quesos, y Casa Antonio (ambas en Puerta Cerrada, enfrente de otro clásico, Revuelta), que ofrece una cuidada selección de tapas y platos, fríos y calentitos, algunos de los cuales han alcanzado gran popularidad entre su ecléctica clientela. Ambas tabernas son mantenedoras de la estética primigenia. Antonio conserva todo el sabor y las piezas originales de esta popular y secular taberna, y en el caso de La Escondida han añadido toques que de tan antiguos y barrocos llegan a ser modernos.

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Cuando se ha tratado de empezar de la nada, los nuevos cantineros han creado espacios sugerentes, con aires de bodegas de toda la vida, maderas nobles y toques de nuevo diseflo, pero no a la catalana, sino a la madrileña. Claros ejemplos los encontramos en Díaz y Larrouy, los decanos de esta nueva ruta (Cava Baja, 6); El Desahogo (plaza de San Miguel, 8); Bilbao (plaza de la Paja); El Almendro (calle del Almendro,13); La Taberna de los Cien Vinos (calle del Nuncio); La Atrevida (calle de Santiago); El Mordisquito (calle de la Pasa); El Tempranillo (Cava, Baja, 38); La Estupenda (calle de Segovia); La Salamandra (calle de Alfonso VI); El Bonano (plaza de San Andrés); La Canalla, La Santa (ambas en la calle de Segovia); La Concha (Cava Baja, 7); Xentes (calle del HumilladeIro) o La Atrevida (calle de Santiago). En las próximas horas abrirán otras nuevas. Viene siendo así en los últimos tiempos.

Posiblemente el cambio más profundo haya que buscarlo tanto en la renovación y ampliación de sus caldos y viandas como en el concepto que de la profesión tienen los nuevos taberneros. Amables, jóvenes y pacientes -salvo contadísimas excepciones-, quienes se han colocado al otro lado de la barra han hecho del muy noble oficio de expendedor de vinos una forma de ver y degustar la vida, aunque sea a través del color de un vino, que es de lo que se trata.

Palique a la carta

Además, la mayoría de ellos, antes ejercían otros oficios, y también dan palique a la carta. En El Desahogo entienden de teatro y fotografía; en Díaz y Larrouy, de arte, y Luis, uno de los camareros más interesantes de la nueva ruta cantinera, está considerado por la parroquia como un gran especialista en cine, cosa que demuestra en su programa semanal en Onda Verde. En Casa Antonio tienen un economista con delantal, y otro de los socios es paleógrafo musical, licenciado en Cremona (Italia), la única universidad con esta especialidad medieval. Y Chicho, de La Escondida, ofrece como punto a tener en

cuenta su propio personaje, uno de los más curiosos del barrio.

Vamos, que cada una de las tabernas tiene su propia gracia o, cuando menos, su peculiaridad. Si en El Desahogo la tapa reina de la casa, la pringá, es sólo una excusa para discutir del último estreno escénico mientras se mata el hambre antes de recogerse, en El Almendro los pálidos finos y las roscas o los almendritos han ayudado a más de uno en la alta noche a terminar diciendo la palabra que ha estado dudando en salir afuera. Si en Los Cien Vinos no hay más remedio que hacer amistad con la pareja de al lado, en Antonio uno juraría que aún ronda por las lustrosas banquetas, la sabiduría de los viejos habitantes del barrio que todavía acuden ante su mostrador de zinc a mediodía.

Y si en La Salamandra lo mejor es dejarse aconsejar en, los magníficos quesos o en los imaginativos platos de sus cocineros, en Díaz y Larrouy lo bueno de verdad es dejarse llevar por las horas mientras se paladea un sabroso paté o un jamón de ¡Ave María Purísima! y se escucha, sin aviso previo, cantar a Camilo Sexto o un aria de Montserrat Caballé. Que, a fin de cuentas la diferencia, si la hay, la marca en todo caso la hora y el estado de ánimo de cada uno, que allí es difícil que sea mohíno por la contagiosa juerga que se suelen traer entre manos los camareros. En cuanto a la clientela, hay de todo. De verdad; en edad, condición y gobierno.

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