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Desprecio de funcionarios

Un gobernante que se precie no intenta sacudirse el peso de sus decisiones. Las explica las razona, las rectifica, si preciso fuera; pero no balbucea excusas por haberlas tomado. Sobre todo, no descarga en hombros ajenos la responsabilidad propia. José María Aznar no pertenece definitivamente a esta raza de gobernantes. Lo acaba de confirmar bajando al patio de la escuela para armar barullo acusando con el dedo a los verdaderos y únicos culpables de la decisión política de congelar los sueldos a los funcionarios.Por lo visto, el secretario de Estado de Hacienda acaba de descubrir que la inspección tributaría dejó dormir 600 expedientes que, de haber llegado a buen puerto, habrían aportado a las arcas del Estado los 200.000 millones de pesetas necesarios para mantener el nivel adquisitivo de los empleados públicos. Así, pues, nos enteramos ahora de que la culpa de no subir ni una peseta los salarios de los trabajadores al servicio de las administraciones públicas no recae sobre los políticos que decidieron congelarlos, sino sobre la herencia en este caso no recibida de otros políticos, que habrían condonado subrepticiamente sus deudas a unos cientos de amiguetes.

Desde 1982, el funcionario es un sujeto bajo sospecha. Los socialistas, además de introducir una fuerte dosis de confusión en la Administración del Estado, inventaron una fórmula destinada a politizarla, creyendo que así la, podían convertir en instrumento dócil del Gobierno: la libre designación con convocatoria pública para aparentar que se trataba de un concurso. Liquidaron la carrera administrativa y la sustituyeron, como ha escrito Miguel Beltrán, por "un remedo de spoils system entre funcionarios". Excelentes funcionarios fueron marginados por el solo hecho de no ser políticamente adictos o no saber aparentarlo, y no pocos recién llegados subieron por encima de su nivel de competencia por el solo hecho de ser adictos o aparentarlo.

Aquellos grandes reformadores no cayeron en la cuenta de que sentaban un precedente catastrófico: que cualquier cambio de Gobierno implicaría algo similar a la tradicional cesantía de Ios añorados tiempos de la Restauración. Por supuesto, el Estado es hoy mucho más rico que a principios de siglo y el nuevo Gobierno sé ha podido permitir el lujo de mantener en nómina a una' legión de cesantes deambulando por los pasillos. De. todas formas, que funcionarios competentes y con experiencia vaguen por los pasillos o vayan de patitas a la calle tiene idéntico efecto: un desastre para la administración racional del Estado.

Aparte de ese masivo retorno de la entrañable figura del cesante a la espera de un nuevo Galdós, desde que llegaron los populares no hemos oído más que estupideces respecto a los funcionarios. La primera, que en, su proliferación radicaba la causa del despilfarro y que era preciso cercenar no se sabe ya cuántos miles de altos cargos para sanear la Administración. Luego, un funcionario tan ejemplar como el profesor Barea, sale a, la palestra a decir el primer disparate que se le ocurre: que si no trabajan, que si hay que despedir a la *mitad y cosas por el estilo. En fin, lo último es el consabido de qué se quejan si tienen trabajo seguro. Tanta tontería no podía conducir más que a una decisión: la de rebajarles. la paga con la excusa de que había que apretarse el cinturón para sacar a España adelante.

Hasta ahí, como somos patriotas, no hemos tenido más remedio que aguantarnos, los funcionarios de ventanilla, que no son tantos, como los de la calle y asimilados, que somos un montón entre jueces, policías, militares, docentes, sanitarios... Pero que el jefe del Gobierno se chive ante la opinión pública de que los culpables de lo decidido por él y por sus ministros no son ellos, sino los que estuvieron antes, comienza la verdad a ponernos de los nervios. Más que nada, porque, aparte de congelarnos el sueldo a la vez que nos acusaban de no trabajar y cobrar un pastón, nos han tomado por tontos de capirote.

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