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El deber de la memoria

Antonio Elorza

Las dos noticias han estado separadas por sólo una hoja del calendario. Primero ha sido un tribunal militar romano el que ha pronunciado una absolución encubierta del nazi alemán Erik Priebke, responsable directo de la matanza de las Fosas Ardeatinas en la capital italiana, durante la II Guerra Mundial. La decisión judicial desencadenó una inmediata movilización social y política contra lo que representaba una concesión de impunidad al comportamiento criminal observado por el Ejército hitleriano de ocupación frente a la población civil italiana.Pasadas unas horas, dos resoluciones convergentes, una de la Audiencia Nacional y otra del Gobierno español, ponen inequívocamente de manifiesto la intención solapada de alcanzar un punto final en el esclarecimiento y condena del terrorismo de Estado actuante en la pasada década frente a la acción asimismo terrorista de ETA. Todo empezó, en cuanto a la excarcelación del acusado Galindo, con uno de esos rocambolescos episodios de los que las autoridades españolas parecen tener el secreto, a partir de una orden oral de un fiscal general casi cesado, y en cuanto a la negativa del Gobierno Aznar a colaborar con la justicia, con una serie de vacilaciones que dejaban al descubierto el carácter pura mente electoralista de las anteriores miras justicieras del Partido Popular. El ministro del Ejército - la autoridad militar, por supuesto- ha colocado el broche de oro a la chapuza, ensalzando el rigor de la actuación del Gobierno en el caso, y advirtiendo que lo que la sociedad española pide es dejar de mirar al pasado y afrontar el futuro. Los posibles comportamientos criminales de unos servidores del Estado que dan entretanto a cubierto de la acción judicial, porque no otra cosa supone la negativa a efectuar la compulsa -o la invalidación- de unos documentos ya conocidos, a través de los microfilmes, y que, por consiguiente, mal podían ser considerados como atentatorios a la seguridad nacional (a no ser que ésta resida en comprar silencio). Ante tales decisiones, y salvo la inevitable reacción favorable de los amigos de echar tierra sobre el caso GAL, que no son pocos, ha prevalecido la perplejidad, con la excepción de los demócratas vascos, como Anasagasti o Garaikoetxea, conscientes de lo que el enterramiento del caso representa, no para el pasado, sino para el futuro de Euskadi.

En ambos episodios, la justicia parece haber encallado, y, como contrapartida, formas criminales de comportamiento político obtienen injustificadamente una patente de corso. A pesar de la distancia temporal existe un hilo rojo que une las represalias nazis con los comportamientos del aparato de seguridad del Estado en la España franquista -ahí está, todavía caliente y también impune, el caso Ruano-, cuya herencia más evidente es la actuación de los GAL.La clamorosa violación de los derechos humanos de los detenidos no se inventó en España para luchar contra ETA forjada en el siglo XIX y convertida en pauta habitual de comportamiento en cuartelillos y centros policiales desde la guerra civil, sirvió tanto de instrumento para obtener in formación y confesiones como para ejercer una efectiva intimidación sobre la sociedad española. De ahí que en esta trágica y prolongada secuencia de los GAL, no sólo cuente la dimensión más espectacular de una posible implicación de Felipe González y de otros altos cargos del Gobierno socialista del periodo, sino una exigencia profunda de cortar para siempre la trayectoria siniestra que ya en el pasado siglo ilustraron los episodios de la Mano Negra o los procesos de Montjujïc, y que bajo el franquismo alcanzó en los casos Grimau y Ruano sus momentos culminantes, entre tantos otros torturados y asesinados.

A pesar de encontramos en régimen democrático, ahora como entonces se teje una tupida red de alianzas en tomo a los inculpados, identificando las personas con las instituciones a las que pertenecen, y a éstas, con la Patria con mayúsculas. Es como si los grupos conservadores de nuestra sociedad sintieran instintivamente la exigencia de contar con instrumentos de protección dispuestos a todo, y, por supuesto, a dinamitar el Estado de derecho con tal de ver garantizada la plena salvaguardia de sus intereses. El comportamiento del PSOE de González a lo largo de estos años ha contribuido de modo impagable a la adecuación de tal propensión histórica de la derecha española a las nuevas circunstancias políticas. Para esta, el recorrido no pudo ser más fácil, y ni siquiera tuvo que cambiar de órgano de prensa: han transcurrido casi 30 años, pero desde la estrategia de cieno, capitaneada por Fraga Iribarne, en la represión de 1969, a la exaltación de los nuevos defensores el orden, hoy amenazados, las ideas de base son las mismas. Mal podía el Partido Popular de osé María Aznar, por mucha pintura de modernización que se eche encima, escapar a lo que son sus raíces, reforzadas por la verosímil presión corporativa de jerarquías del Ejército y de la Guardia Civil. Claro que se esfuma de este modo su pretensión de neutralidad y respeto hacia la acción judicial: al negarse a compulsar los documentos del Cesid -o a probar su inexistencia o falsedad- se convierte consciente, y casi vergonzantemente, en un encubridor de cuanto ha ocurrido. Felipe González puede sentirse satisfecho. A eso se le llama "política de Estado": cuando en Euskadi los voceros de ETA proclamen satisfechos de cara a la sociedad vasca que el Gobierno de España protagonizó primero y encubrió más tarde unos actos innegables de terrorismo de Estado, podrá estimarse el coste de esa actitud que otorga prioridad al pragmatismo sobre la justicia.

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Es la divisoria infranqueable que separa a los episodios italiano y español, por encima de sus coincidencias. En Italia, la memoria histórica sigue desempeñando, a pesar de todo, un papel en la fundamentación de la democracia y, llegado el caso, suscita la coincidencia de los más diversos actores políticos en su defensa. Por encima de las polémicas, la resistencia antinazi es un valor compartido, que hace al propio Berlusconi secundar las actitudes de Romano Prodi y del presidente de la República, desolados como tantos ciudadanos por un veredicto que vulnera el postulado de que sólo manteniendo la voluntad punitiva ante los crímenes contra la humanidad se ahogarán los gérmenes sociales de su reproducción. Este sentido de la memoria falta entre nosotros. En España, la "reconciliación nacional" fue una necesidad histórica -la derecha tenía el poder y los medios de represión en sus manos-, pero tuvo que apoyarse en una amnesia colectiva que supuso dejar en pie demasiados residuos del franquismo. No es casual que falte en la democracia española una filmografía en que ese pasado haya sido recuperado u objeto de debate. Y a fin de cuentas, José María Aznar fue el promotor de que un pueblo dé Valladolid siguiera llamándose Quintanilla de Onésimo, en evocación del más reaccionario de los fascistas españoles. ¿Por qué había de alterar las normas de "defensa del orden" que han constituido el patrimonio histórico de nuestra derecha?

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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