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Tribuna
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El gran momento de Ana Botella en la tribuna de apoyo

Siempre me han fascinado las mujeres que jamás muestran sus emociones. La mismísima Isabel Tocino -que, parece, será ministra de Medio Ambiente porque, gracias a sus excesos con la laca del pelo en aerosoles, hemos profundizado nuestra relación con la capa de ozono- exhibía tremenda expresión de triunfo ayer, cuando ya sabía que iba a estar en el Gobierno. Ana Botella, no. Otros, lloraron. Ella, no. Ana Botella posee, casi, el mismo don para saber estar que Su Majestad la Reina Soria exhibió cuando fue capaz de resistir un recital con bises de Isabel Pantoja, que duró más de dos horas, con todas las canciones dedicadas a Paquirri y, encima, sacando al niño.La esposa del nuevo presidente, también, muy bien. Ayer por la mañana llegó tarde, como todo el mundo, excepto el propio señor Aznar y poca otra gente, que quizás fueron puntuales por el hábito de la misa temprana -por cierto: nadie ha sabido decirme si hay capilla en La Moncloa, debido a que hace tiempo que no se usa, pero siempre que dará el recurso de incorporar una Moreneta a la Bodeguiya-, e hizo bien, porque así se ahorró la intervención del portavoz del Grupo Canario, José Carlos Mauricio, que una vez más llegó sin papeles, y cuando digo sin papeles quiero decir sin papeles. Es decir, al albur.

Sin orden cronológico

Iba el señor Mauricio por las consecuencias de la guerra fría y se disponía a introducirse -habla sin orden cronológico- en las próximas elecciones rusas, momentos antes de proponer a la comunidad canaria como mediadora nata en los conflictos africanos, cuando servidora, que temía una incursión en la guerra de los boers, miró a la tribuna y vio al presidente del Senado, Juan Ignacio Barrero, condenado por protocolo a permanecer solo en el asiento de en medio, de los tres destinados a los infantes, con el reloj debajo y las manillas dando en ese momento las doce en punto, señalándole salva sea la parte. Por fortuna, su esposa, llamada en tiempos Chelo la China -como ven, me voy imponiendo en el tema conyugal-, por tener sus padres un comercio de telas llamado El Palacio de la China, en Mérida, y que fue Miss Mérida en los 60, se encontraba también a solas en la tribuna a la que llegaría la señora Botella de Aznar. Solidaria.Después, cuando mi nuevo presidente decidió contestar al representante de Coalición Canaria, y lo hizo prolija y sensiblemente -le gusta mucho más contestar que echar discursos, y ayer estaba especialmente suelto ante el momento histórico-, ya se encontraba el señor Fraga Iribarne sentado en la tribuna de invitados con otros presidentes de autonomías, sujetándose la cabeza en actitud de aquí aguanto lo que sea. Entonces llegó Alberto Ruiz Gallardón y se acercó al presidente del Senado, y yo pensé, qué bien, va a hacerle compañía, pobre, pero todo lo que vi es que le pidió los periódicos, que repartió entre sus compañeros de banco, mientras él se dedicaba a averiguar qué películas pasaban por televisión esa noche. Me encantan los presidentes de autonomías caseros, a la vez que cultos.

Para que quede claro, confieso que el susodicho momento histórico me tiene democráticamente contenta por la madurez y el bien del pueblo español etc., pero a continuación añado que toda la noche última he experimentado un desasosiego indescriptible, porque había algo que no me cuadraba. Al despertar, e ingerir los kellogs de efecto evacuatorio rápido, he comprendido: me desazona la abismal diferencia que existe -en el bloque popular- entre las palabras elogiablemente moderadas y centradas que pronuncian y el concienzudo trabajo que la genética ha ido realizando en su apariencia durante generaciones. Por eso agradezco que las jornadas históricas hayan sido dos, porque en la primera una se va haciendo a todo, y ayer mismo ya estaba en disposición de que entraran al hemiciclo varios nazarenos descalzos. Es más: Trillo, encajado en esa especie de mascarón de proa en procesión de la Virgen del Carmen que es el mueblazo de la presidencia, me parecía no sólo una consecuencia lógica de la genética sino, incluso, un milagro: ha logrado silenciarse a sí mismo y, además, que su segundo, Enrique Fernández Miranda, le sustituya cuando va al baño, pero nunca durante bastante tiempo como para constar en el diario de sesiones aunque sea diciendo "cedo la palabra"... Ver a Fernández Miranda hijo en el estrado es un trippie hacia atrás de los que incrustarían la cinta del sostén en bustos menos avezados que el mío.

Aunque escéptica, llegué verdaderamente convulsa al momento en que José María Aznar fue investido presidente por mayoría absoluta, admiré el estilazo con que Ana Botella no sólo no aplaudió a su marido, sino que recibió con naturalidad los aplausos y las enhorabuenas destinados también a la mujer que siempre estuvo al lado de su marido, y luego, en la cafetería, brindé por el futuro, que tantas ocasiones me brindará para extenderme sobre los usos y costumbres de la nueva sociedad y sus sacerdotisas de nariz operada. Además, he emprendido una cruzada -onda Peluqueros Sin Fronteras- para que las diputadas socialistas que van de frasco rubio se pasen al castaño de Rosa Conde o Carmen Romero. La propia Amparo Rubiales -a quien, en mi anterior crónica, llamé Soledad Becerril, creo que he sido abducida por el Maligno-, me han prometido opacarse la melena, en un afán de distanciamiento del estilo Amira Yoma / Ivana Trump que nos invade.

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