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EXCURSIONES

Caldo de ave

Cientos de ánades se concentran en una charca del Tajuña ceñida por las huertas de Titulcia y Chinchón

Hace 20 millones de años -año arriba, año abajo-, lagos desaforados cubrían el hipotético sur de Madrid. Entonces, comenzaron a secarse. Sobre sus lechos se depositaron yesos, margas y calizas: afloraron páramos deleznables. Sobre los páramos, los ríos labraron fértiles vegas. Y sobre las vegas, los hombres, en cuanto supieron organizarse, fundaron repúblicas huertanas como Titulcia, consagradas al cultivo de los ajos, los espárragos y las judías blancas.Cada invierno, cuando arrecian las lluvias, renace de entre los limos de la vega del bajo Tajuña un humedal que es casi como una reliquia de aquella era lacustre. Le llaman la laguna de San Juan, y de su riqueza edénica da cuenta el hecho de que a su arrimo se reproducen 43 especies de vertebrados. 44, por mejor decir, si incluimos a los hortelanos. Excepto ellos, poca gente sospecha de su existencia en nuestra comunidad.

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Los avatares de la historia adjudicaron esta charca al término de Chinchón, a pesar de que Titulcia quedaba (y sigue quedando) mucho más a mano. Fueron esos mismos avatares los que arrebataron a Titulcia su primacía sobre la comarca, cuando fuera sobresaliente mansión en el camino militar de Emérita Augusta (Mérida) a César Augusta (Zaragoza) y las vías Carpetana y Galiana la comunicaban con otros lugares de Hispania y con Roma.

Algo de aquella arcadia ribereña, poblada por legionarios jubilados, le queda todavía a esta localidad en la que, hasta hace un par de bisiestos, podía verse a los paisanos "labrar las dulces entrañas de la tierra con yunta de mulas y arado romano" (Isabel Montejano, II Crónica de los pueblos de Madrid).

Y aunque ahora impere el tractor, el excursionista, que no ha perdido la fe en las cosas elementales, se echará a caminar por la carretera de Villaconejos para -a eso de 600 metros más allá del puente sobre el Tajuña- zambullirse a mano izquierda en los extensos campos donde arraigan el maíz y la vid, los cereales, las hortalizas y otros cultivos primordiales.

Dos desvíos a mano derecha le saldrán al paso y ambos los desechará. No así el tercero, que le conducirá hasta la pared del cantil donde limita la joven vega con el anciano páramo. Siguiendo hacia levante por la pista que discurre al pie de está muralla geológica, el excursionista se topará, tres kilómetros más adelante, con la laguna de San Juan.

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Diversas instalaciones de la Agencia de Medio Ambiente revelan el carácter protegido del enclave, que por decreto comunitario 5 / 1991, de 14 de febrero, se titula Refugio de fauna de la laguna de San Juan y su entorno. Cerrado a cal y canto, como el resto de los locales, el observatorio ornitológico sólo parece cumplir. una función: indicar cuál es el mogote -el que se alza a su vera-, desde el que mejor se domina la lámina de agua. Menos da una piedra.

Encaramado, pues, al vecino cerro, el excursionista abarcará de un solo vistazo las 46 hectáreas del espacio protegido, más de la mitad correspondientes a la superficie de la laguna. Una maraña de carrizo y espadaña ciñe sus cuatro kilómetros de orilla y es refugio apetecido por ánades reales, pollas de agua, porrones comunes, zampullines chicos y fochas, que mantienen una notable colonia.

En época invernal, procedentes de latitudes frigoríficas, acuden aquí en busca de templanza la cerceta común, el pato cuchara y los ánades friso, silbón y común, entre otras aves. Y si el excursionista ha tenido la prevención de portar un catalejo o unos prismáticos, las verá y se solazará como Dios el séptimo día.

Pero las obras de la naturaleza no son eternas. No lo es, desde luego, la laguna de San Juan. Si el hombre no lo remedia -como ya hizo al dragarla en 1981-, los sedimentos acabarán colmándola. Después de todo, mayores lagos había hace 20 millones de años, y se secaron.

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