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Por la fuerza de las cosas

Corría el mes de julio de 1977 y un grupo de dirigentes socialistas se había reunido en Sigüenza para preparar la propuesta constitucional de su partido. Al terminar las jornadas, Felipe González entregó a Alfonso Guerra un sobrecito alargado que contenía un papel muy pequeño en el que le decía: "Te quiero anunciar, y quiero que quede constancia por escrito, que yo no pienso presentarme a la reelección como secretario general del PSOE". Unos años antes, en Suresnes, González había tenido buen cuidado de aclarar que su candidato era Nicolás Redondo y luego, cada vez que ha recordado aquel congreso fundacional, fuente y origen de su poder futuro, ha insistido en que él fue elegido por exclusión, porque no había otro, no porque él lo deseara. Y así volvió a ocurrir cuando, tras la algarabía de la renuncia al marxismo, el cetro -como escribió Alfonso Guerra en la primera hagiografía de, su jefe- quedó abandonado encima de la mesa, sin que nadie se atreviera a recogerlo. No se atrevió Tierno, que coqueteó con la idea y luego se excusó culpando a las fuerzas del capitalismo internacional; tampoco los muy combativos dirigentes de la izquierda socialista, que pretendieron obligar a González a doblar la cerviz en el terreno ideológico, pero no supieron prescindir de él en el terreno práctico. En todo caso, y como había comunicado dos años antes a su amigo, González no se presentó a la reelección en el congreso de 1979: el destino, en forma de clamor general, se encargó de devolverle todo el poder.Quienes han interpretado al pie de la letra las reiteradas manifestaciones, siempre privadas, del secretario general del PSOE en el sentido dé que no volvería a presentarse como candidato a la presidencia del Gobierno en unas futuras elecciones han perdido de vista que Fefipe González esgrime, desde marzo de 1973, el anuncio de su dimisión o de una inminente retirada como arma para reforzar su poder siempre que percibe alguna grieta en sus cimientos. Cuando alguien va dejando caer por ahí, con mucha antelación, venga o no venga a cuento, pero siempre en la intimidad de la confidencia personal, nunca en público, que quiere irse, lo que de verdad quiere es medir los apoyos con que cuenta para quedarse. Si uno ha decidido retirarse de verdad, y sabe que todavía no es tiempo de anunciarlo, se lo calla para sus adentros, y cuando el fruto está en sazón, lo pregona a los cuatro vientos, con objeto de que cada cual se sitúe en el terreno sin miedo a que le explote una mina bajo los pies. Felipe González ha hecho todo lo contrario: lo ha repetido en privado, no se ha comprometido en público, ha bloqueado el debate sobre la cuestión, ironiza sobre quienes se habían creído que esta vez iba en serio, les obliga a descubrir su juego y, finalmente, se planta ante los suyos y les dice: si tenéis alguien mejor, me retiro. Lo ha hecho siempre así, ¿por qué no habría de hacerlo otra vez mañana?

Sobre todo, porque desde siempre la inversión en anuncios de retirada le ha proporcionado el más sabroso dividendo que puede soñar un político de raza: recibir el poder porque así está escrito, porque ése es su destino, de tal manera que nadie le pueda exigir responsabilidades por el uso que de él haga en el futuro. Así lo recibió en Suresnes; así lo recuperó en el congreso extraordinario; así lo reforzará mañana. Ahí radica todo el secreto de su enésimo recurso a la misma táctica: Felipe González ha sufrido desde 1993 un contumaz y persistente asalto a su poder que esta vez ha llegado a afectar al apoyo invariable con que contaba dentro de su partido. La mejor vía para reconstruir la unanimidad consistía en anunciar la retirada, pero hacerlo de tal modo que todos se sintieran empujados por la fuerza de las cosas a confirmarle su incondicional apoyo. Lo ha conseguido: quiere irse, no es candidato pero, si nada se tuerce, volverá a recibir el encargo de encabezar las, listas del PSOE en las próximas elecciones.

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