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Tribuna
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Código Penal del Parlamento

El 8 de noviembre de 1995, fecha de aprobación del nuevo Código Penal, "hará historia", según el ministro, porque marcará un antes y un después en las reglas de convivencia de los españoles. Este artículo también se publica hoy en otros seis diarios.

El Parlamento acaba de aprobar un nuevo Código Penal tras un debate que se ha extendido durante casi un año y medio. Resulta ocioso resaltar la importancia que un Código Penal tiene en el ordenamiento jurídico de cualquier nación libre. En él se establecen la estructura y los límites del poder punitivo del Estado junto a la estructura y los límites de los derechos individuales, algo pues que importa absolutamente a todas las ciudadanas y ciudadanos, porque afecta a la vida de cada uno y al conjunto de la vida social. Por perfilar los límites más importantes de los derechos y libertades ha recibido el calificativo de "Constitución negativa". La necesidad de la reforma penal había sido ya reconocida y demandada por amplios e importantes sectores sociales y jurídicos. Tal necesidad ha sido admitida y compartida por todos los grupos políticos, que es tanto como decir por toda la sociedad. Y sin duda este convencimiento ha sido el motor que ha impulsado el duro trabajo preciso para conseguir llegar hasta la definitiva aprobación del nuevo Código Penal.Desde la aprobación de la Constitución democrática en 1978, los sucesivos Gobiernos han venido estudiando y proponiendo la aprobación de un nuevo Código Penal. Era sin duda una tarea difícil y compleja, dado que requería ciertas condiciones materiales y formales, y que su contenido había de conciliar principios difícilmente ajustables. Por ello, algunos pensaron que éste no era el momento más propicio para afrontar esta empresa, pero muchos otros tuvimos la convicción de que, pese a las apariencias formales, sí lo era. Precisamente era el tiempo de ponerse de acuerdo, de debatir, de acercar posiciones y de definir no sólo los principios aplicables en la elaboración de la ley penal, sino la forma de conciliar los mismos. Y esta difícil tarea exigía no obtener un consenso aparente, sino real y de fondo. En definitiva, el Código Penal debía cimentarse en un consenso profundo y racionalmente fundado.

Y así se ha hecho: por primera vez en España un Código Penal ha sido aprobado por el Parlamento democráticamente elegido por sufragio universal directo tras un debate en totalidad de su articulado. Las distintas concepciones posibles en un Estado democrático sobre el ejercicio del poder penal se han enfrentado racionalmente, argumentando con responsabilidad y mediante el debate y la dialéctica, ofreciéndose soluciones razonadas y ampliamente aceptadas. Por ello, más que un día histórico, el día 8 de noviembre de 1995 es "un día que hará historia", porque se fijaron las reglas de convivencia futura marcando un antes y un después.

Nuestra Constitución proclama en su artículo 1 que "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho". Pues bien, tales notas configuran nuestro modelo de Estado y consecuentemente han de orientar nuestro ordenamiento punitivo.

Todos hemos coincidido en que la idea que suministra los criterios para resolver y superar la pugna entre legalidad y proporcionalidad, entre individuo y sociedad, entre libertad y seguridad, entre garantías y prevención, esto es, la solución para armonizar Estado de derecho y Estado social, y así poder construir un derecho penal coherente, eficaz y consensuado, se decanta en la idea de democracia.

La democracia es la única forma de gobierno apropiada para garantizar el Estado de derecho. La democracia es en realidad un método para decidir y no apunta a un qué, sino a un cómo se ejercita el poder.

El Código Penal que ha sido aprobado toma como premisa la idea de democracia como única idea desde la que es posible armonizar Estado social y Estado de derecho, y que posibilita la construcción de un derecho penal equilibrado y racional.

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Desde una idea de democracia debe ser y ha sido respetado el principio de legalidad, y, por ello, el Parlamento no podía dejar la creación del derecho en manos del Poder Judicial, sin perjuicio de sus facultades de interpretación que son inherentes al momento aplicativo.

Una vez el Parlamento ha pronunciado su última palabra, al Poder Ejecutivo y al Poder Judicial les corresponde encaminar sus esfuerzos a hacer viable y eficaz este nuevo texto legal, sin que sea posible oponer a su aplicación discrepancia alguna -por más legítimas que éstas sean desde una óptica individual-.

Este Código Penal debía respetar y ha respetado la idea de certeza que permite a los ciudadanos distinguir lo prohibido de lo que no lo está. Por ello son baluartes del Código el principio del hecho, que regula la exigencia de un acto que constituya la exteriorización material del delito, y el principio de culpabilidad por el acto aislado, y nunca por el carácter o la condición del autor. Siempre conviene recordar la expresiva asertación de Thomas Jefferson: "Los gobernantes no tienen autoridad sobre los derechos de conciencia porque nunca se los cedimos y nunca podríamos hacerlo".

También el Código recoge una determinada concepción de la pena, ya que la legalidad en un Estado social y democrático de derecho no se identifica sólo con retribución: legalidad y retribución son cosas distintas. El artículo 25 de nuestra Norma Fundamental no configura el principio de legalidad como un deber de castigar, sino como un límite del ius puniendi del Estado, exigiendo además que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad [estén] orientadas hacia la reeducación y reinserción social".

Desde la idea de democracia debe también afirmarse que toda interferencia en la libertad de los ciudadanos ha de justificarse en razón de la tutela de otro bien, para cuya protección ha de ser necesario, adecuado y proporcional el recurso a la pena. No en vano "todo Gobierno debe tener como único fin la preservación de los derechos del hombre". Es verdad que existe una especie de reflejo condicionado en la opinión pública que se manifiesta en una petición de elevar las penas -normalmente en momentos de conmoción- como reacción frente a los atentados más frecuentes, no ya sólo los más graves. Debemos ser conscientes, sin embargo, de que no es de la gravedad de las penas, sino de su proporcionalidad y de la seguridad de su aplicación de lo que depende la eficacia de un sistema penal.

No podemos ya concebir que toda conducta injusta deba ser sancionada penalmente. De la misma manera, el papel promocional que el Estado se autoasigna, unido a la aparición de nuevos bienes jurídicos dignos de tutela -el medio ambiente, la debida ordenación del territorio, la salud pública, la seguridad del tráfico, los intereses de los consumidores, los derechos de los trabajadores, etcétera-, obliga a tipificar conductas que hasta ahora nunca fueron delito. Ahora bien, ese papel promocional que algunos quieren dar al derecho penal podría habernos llevado por el camino de la excesiva intervención penal en la sociedad.

Sin embargo, creo firmemente que la sociedad española tiene fortaleza y mecanismos suficientes para resolver los conflictos sociales sin acudir en primera instancia al derecho penal.

El Parlamento, en suma, ha fijado a través del Código Penal unas mínimas normas para ordenar la convivencia social, para resolver los conflictos más graves que se produzcan en su seno, para responder adecuadamente al delito, como expresión de la "negación del Estado y de la sociedad", de forma que quede el más amplio campo para la libertad, la solidaridad, la igualdad y la justicia. No se trataba de hacer una norma perfecta sino útil. Pero tampoco ha de magnificarse en el sentido de creer que es un texto perfecto, intangible o inmune a los cambios. Como toda obra humana, el Código es una obra perfeccionable que se limita a formular un conjunto de propuestas para afrontar con decisión los problemas penales que afronta España de aquí al futuro.

El Gobierno no ha tenido aquí la última palabra, sino solamente la primera. Se limitó, pues, con el proyecto, a pronunciarla, invitando a todas las fuerzas políticas y a todos los ciudadanos a colaborar en la tarea de su perfeccionamiento. Mi gratitud a todos ellos.

A tal efecto, deseo concluir con una nueva cita de Thomas Jefferson: "Ninguna sociedad puede hacer una Constitución perfecta, o siquiera una ley perpetua: lo contrario supondría entregar a los muertos el reino de los vivos". Seguiremos trabajando por construir una sociedad más justa, más libre y, en definitiva, más habitable.

Juan Alberto Belloch es ministro de Justicia e Interior.

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