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Reportaje:

Tierra de nadie

Junto al parque de Berlín, que delimita los territorios urbanos de Chamartín y La Prospe, existe una pequeña colonia alemana que consta de colegio, cervecería y restaurante típico, una tienda de productos alimenticios autóctonos y una librería especializada en prosas germánicas. Desde hace unos años se han incorporado al acervo algunos fragmentos del arrumbado muro berlinés, que, a modo de columnas, emergen en el centro de un estanque artificial a la entrada de los jardines. Los inhóspitos bloques, humanizados por los grafitos originales que en ellos fijaron los amantes de la libertad, ocultan a la vista el surtidor principal que presidía el diseño original. Esta vez ha prevalecido la seguridad ante la estética: se trataba de aislar, de situar en un islote tan históricos vestigios de la incomprensión y de la estupidez humanas, rodearlos de agua para que ningún insurrecto local aportara nuevas inscripciones que emborronaran las pintadas testimoniales con nuevos mensajes.La estética no parece ser la mayor preocupación de los responsables municipales del parque. Aunque el ajardinamiento original fue realizado con cierta armonía, delimitando con pequeñas ondulaciones del terreno diferentes zonas de arbolado y de recreo, hay quien se ha preocupado por dotar al parque de una variada colección de adefesios supuestamente ornamentales o utilitarios. Empecemos con los monumentos: un piadoso seto está creciendo para preservar a los paseantes sensibles del granítico piano a escala reducida que pretende homenajear a Beethoven, pero le insulta gravemente, y donde debía estar el busto de un héroe cívico madrileño contemporáneo, el joven Álvaro Iglesias, que perdió la vida tratando de rescatar a las víctimas de un incendio en 1982, no queda más que el mínimo pedestal con las huellas del vándalo que lo guillotinó. Sigamos con las instalaciones y los servicios: frente al sórdido caparazón de un pretendido auditorio de hormigón, flanqueado por dos inútiles y desafortunados cobertizos, se alza un incomprensible bosque de postes metálicos que al parecer tienen como único objeto colgar farolillos y guirnaldas entre ellos cuando llegan las fiestas de San Miguel. Son muchos los vecinos que temen la llegada de las fiestas, cuando una alegre multitud copa los jardines y, a falta de urinarios, desahoga sus urgencias fisiológicas junto a los setos o bajo los árboles. Los servicios higiénicos están construidos, pero permanecen herméticamente cerrados, según el concejal, para evitar el vandalismo, o quizá para desanimar a los posibles toxicómanos, que no suelen tener el menor empacho de buscarse la vena bajo la copa de un pino, a la vista de todos. Pero el ingenio de algunos usuarios del parque ha dado una nueva utilidad a las bocas de acceso a los clausurados urinarios, que se han convertido en improvisados contenedores de toda clase de basuras y desperdicios. Terminemos con el mobiliario urbano, que incluye una variada selección, hasta tres modelos diferentes, de papeleras -dos de ellas, del tipo preferido por los niños-, fáciles de volcar y muy adecuados para autolesionarse. Eso sí, el parque cuenta también con una biblioteca pública y con una docena de mesas de ajedrez que sirven de merendero o para jugar a los naipes.

Al llegar el buen tiempo, los bosquecillos del parque acogen a una plétora de vagabundos sin techo que acampan alegremente bajo las copas de los árboles en sana convivencia y camaradería, compartiendo sus cartones de vino y sus experiencias, generalmente sin meterse con nadie. La incuria municipal tiene su excusa y su coartada en estos nómadas, a los que es fácil achacar cualquier desmán vandálico. Para proteger la seguridad de los viandantes, la policía efectúa sus rondas motorizadas invadiendo con sus automóviles los senderos peatonales, con grave riesgo para niños despistados o perros retozones. Los perreros son legión y forman animadas e instructivas tertulias canófilas, mientras los canes, liberados de ataduras, juegan, copulan o estercolan a su antojo sobre los parterres.

El parque de Berlín es una zona de alta ocupación, utilizada para el recreo, el descanso, el deporte y la comunicación por niños y jubilados, paseadores de perros, parejas de novios, pandillas juveniles, vagabundos, lectores de periódicos y deportistas. Abundan los jugadores de baloncesto con atuendos del Bronx y pertrechos de la NBA, y sobreabundan los corredores solitarios, atletas urbanos que hacen penitencia por sus excesos gastronómicos, etílicos y sedentarios, resoplando por todas las veredas, con camiseta y Walkman o en chándal.

En el parque de Berlín, una noche, desde la ventana de su estudio, el escritor Alberto Porlan, documentado cronista del enclave, asistió a un fantasmal partido de baloncesto, cinco contra cinco, diez jugadores perfectamente uniformados que competían con toda seriedad y ágiles movimientos en la cancha. No había nada de anormal en ello, salvo el pequeño detalle de que el partido se jugaba sin balón, o, mejor dicho, con un balón imaginario que rebotaba sin ruido sobre los tableros, y muchas veces, a juzgar por los gestos de desánimo de los contendientes, se negaba a entrar en la red. Un partido en el que sin duda le hubiera gustado ejercer de árbitro a Juan José Millás, que un día encontró, sentados en los bancos del parque, a los protagonistas de su novela El desorden de tu nombre, y que debe andar todavía por allí, a la caza de nuevos personajes, o tal vez ensimismado en una de sus inquietantes e íntimas ensoñaciones, en una de esas meditaciones tan suyas que bucean en las más recónditas simas interiores y convocan a los pálidos y pavorosos espectros que yacen en los pliegues de lo más cotidiano, anodino e ínfimo.

En el parque de Berlín, al caer la noche, guitarristas adolescentes inclinan su cabeza sobre el instrumento y de vez en cuando interrumpen la ejecución para desenredar sus largos cabellos de las cuerdas. En el parque de Berlín, como en todos los parques, las parejas buscan los ángulos oscuros y se protegen a la sombra de las estatuas. En el parque de Berlín viven su segunda existencia algunos de los plátanos que un día sombrearon los desaparecidos bulevares madrileños.

Estos jardines, conmemorativos de la amistad hispano-alemana, fueron costeados con la colaboración de la República hermana y comunitaria.

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