El chueco de cobre
Igual que algunos grandes lugartenientes, Donato no pasará a la historia como una lumbrera, sino como una sombra. Acostumbrado a escoltar a las grandes estrellas, suele actuar en la cara oculta del equipo; vive en esa zona verduzca, matizada de hierba y barro, que el fútbol reserva a los jugadores auxiliares. Seguramente la fama no será justa con él: cuando se vaya, los contadores de oro tardarán un par de horas en olvidarle. Dirán "era un buen jugador de club", y le enviarán al archivo para su oportuna clasificación en el casillero de ídolos subalternos. Desde entonces, la suerte estará echada: si su destino se cumple, se convertirá pronto en material amarillento; sus fotografías comenzarán a virarse a sepia, y allí se quedarán, calladas como su personaje, esperando que algún memorialista las busque para ilustrar alguna efeméride, o quizá que algún reportero en prácticas las pida para acompañar uno de esos obligatorios fósiles de verano.
Y, a pesar de todo, Donato habrá sido un gran futbolista. Su crédito está en su repertorio. Por describirlo en pocas palabras, pasa bien, conduce bien, y tira como un pistolero. Sin embargo, tiene además una de esas cualidades extremas que distinguen a los jugadores excepcionales: sabe manejar los hilos del partido. Desde su espíritu de subordinado interpreta estupendamente los códigos de la maniobra; dispone de la agudeza visual necesaria para detectar los espacios que suelen abrirse en la cancha por las sorpresas del juego; explora con la minuciosidad de un viejo minero esas zonas de transición en las cuáles hay que tejer y destejer sin prisa y con pausa, y tiene una medida exacta de las dosis que la ocasión necesita: aquí, un toque; allí, dos y una finta; ahora, un recorte de hojalatero para ganar espacio y dar tiempo; a continuación, una pared exacta; luego, un amago de pase y dos zancadas bien medidas para en contrar el perfil del tiro.En su trabajo de campo, Donato cumple una misión adicional: la de pasar inadvertido. Se esconde en la penumbra de la jugada. Cede la cabecera de cartel a Fran, Aldana y Bebeto. Acepta que se adornen con un servicial espíritu de ayudante; recibe y devuelve sin recelo, y al final del partido se pierde en el túnel de vestuarios como el barquito de papel se pierde en la boca del sumidero.
A veces, su propia pericia le vale la emoción del gol y la gloria del goleador. En ese caso hace un gesto de resignación después de una tímida sonrisa de victoria.
A este crack de interior sólo le falta pedir perdón.
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