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Tribuna
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El precio de ser moderno

Mario Vargas Llosa

En enero de 1983, ocho periodistas y un guía de la región fueron asesinados, en las alturas de Huanta, en los Andes peruanos, por una enardecida muchedumbre de indios iquichanos que los tomaron por terroristas de Sendero Luminoso. Terrible y cruel, el crimen de Uchuraccay, sin embargo, no fue gratuito, sino la culminación de un proceso que se había iniciado tiempo atrás, con exacciones cometidas contra esas remotas comunidades por destacamentos senderistas a los que aquéllas debían hospedar, alimentar, entregar animales y que, además, habían asesinado a varios campesinos. Hartos de estos abusos y alentados por el Ejército, los iquichanos decidieron defenderse. Para ello, procedieron de acuerdo a sus tradiciones: convocaron un cabildo de todas las comunidades de ese grupo étnico, en el curso del cual discutieron y votaron la declaratoria de guerra a Sendero Luminoso. Y, en los días siguientes, emboscaron, capturaron y asesinaron a reales y presuntos senderistas en distintos lugares de aquella región. Éstas eran las muertes que venían a investigar los ocho periodistas asesinados en las afueras de Uchuraccay aquella mañana aciaga de enero de 1983.

La comisión que investigó estos hechos, de la cual formé parte, nombró como asesores a un grupo de sociólogos, antropólogos, juristas y un psicoanalista, cuya ayuda nos fue muy valiosa a la hora de evaluar lo ocurrido dentro del complejo contexto político y cultural peruano. Las conclusiones de la comisión fueron rechazadas por los sectores llamados progresistas, ya que no coincidían con su propio veredicto, cocinado ideológicamente y con una alegre manipulación de los hechos, que responsabilizaba exclusivamente a las Fuerzas Armadas de la muerte de los periodistas.

La campaña periodística y política de estos sectores paralizó al Gobierno y al Ejército, los que se negaron a dar a los indios iquichanos las armas que pedían para defenderse de las represalias de Sendero Luminoso. Las columnas senderistas pudieron así entrar cómodamente a Uchuraccay y tomar venganza asesinando ¿a decenas?, ¿a centenas de campesinos? Nunca se sabrá cuántos, pues las estadísticas oficiales no abarcan a esos hombres primitivos de la sierra peruana. El genocidio cometido en Uchuraccay apenas fue mencionado por la prensa y nadie perdió su tiempo en investigarlo. Entre los sobrevivientes de aquella matanza colectiva, las Fuerzas Armadas entregaron al Poder Judicial a tres iquichanos, a los que el tribunal que ventilaba el asesinato de los periodistas condenó a 25 años de cárcel, para calmar a una opinión pública excitada por la campaña periodística. Al poco tiempo uno de aquellos infelices chivos expiatorios murió en su celda, los pulmones roídos por la tuberculosis.

El antropólogo Juan Ossio, que fue asesor de la Comisión de Uchuraccay y que salvó el honor de las gentes de su oficio en aquellos días, tratando de abrir los ojos de la opinión pública sobre la verdad de lo ocurrido, publica ahora un libro de ensayos, Las paradojas del Perú oficial, en el que aquella desgraciada historia aparece de manera recurrente, contrastada con lo que ha sucedido después, y como punto de partida de una reflexión polémica sobre la suerte que espera, en el Perú del futuro, a los varios millones de peruanos que, como los indios iquichanos, viven al margen de la modernidad y del mundo occidental, inmersos en una cultura cuyas fuentes y claves entroncan con las del mundo prehispánico.

Lo que ha sucedido después es muy sencillo: lo que intentaron hacer los campesinos de Uchuraccay en 1983, defenderse de los ataques terroristas, y que, debido al trágico malentendido que causó la muerte de los ocho periodistas, provocó un repudio general, pasó a los pocos anos a ser una política oficialmente promovida y universalmente aprobada por una sociedad a la que los extremos demenciales de la violencia terrorista llevaron a las puertas de la desesperación. Hoy día, todos reconocen que las rondas campesinas han desempeñado un papel fundamental en los duros reveses sufridos por el terrorismo en los Andes, y sobre todo en la región ayacuchana.

Sin embargo, el problema que hizo posible aquel malentendido -el de la existencia en el Perú de dos culturas, una moderna, occidentalizada y urbana y otra tradicional, rural y primitiva, y separadas, además, por enconados prejuicios y astrales diferencias económicas se conserva intacto y constituye un desafío intelectual y político formidable. ¿Por qué es así? Porque en este asunto no hay ningún buen ejemplo que seguir, ningún modelo válido que imitar.

Todas las sociedades que han resuelto estos problemas de dualidad cultural lo han hecho a un precio que, como repite Juan Ossio sin cesar, parece moralmente inaceptable: un mestizaje que, en verdad, significa la absorción de la cultura más débil y arcaica por la más poderosa y moderna, es decir -en todos los casos-, la occidental. Que a los indios del Perú pueda ocurrirles lo que les ocurrió a los de Estados Unidos -o a los de Chile o Argentina-, que desaparecieran sacrificados en el altar de lo moderno, no sólo le parece un intolerable crimen de lesa humanidad, sino también un desperdicio estúpido, pues, pese a su aparente primitivismo, en el acervo cultural de esta sociedad andina de quechuas y aymaras hay, dice, sinnúmero de elementos que pueden coexistir con la modernidad y enriquecerla considerablemente.

Su libro es una interesante refutación de inveterados mitos respecto al ayllu, o comunidad agraria andina, presentada durante mucho tiempo como un ejemplo del sistema socialista de los incas, y que, en realidad, dice Ossio, concilia tradicionalmente las formas de trabajo cooperativo con la propiedad individual de la tierra y que por lo mismo, podría adaptarse fácilmente y aun prosperar en un sistema de economía de mercado. Esto, desde luego, no es imposible. Hay casos, como se ha visto en Japón con el espíritu de cuerpo de los clanes atávicos que ha contaminado a las empresas modernas, de instituciones tradicionales que no sólo se han adaptado sino convertido en un precioso instrumento de la modernización.

Sin embargo, no son estas aclimataciones de detalle las que constituyen el eje de su argumentación. Su tesis, o, más bien, su alegato, es a favor de una sociedad futura en la que, de acuerdo a las teorías multiculturalistas en boga, los quechuas y aymaras del Perú puedan modernizarse sin renunciar a su identidad cultural -sus lenguas, sus creencias, sus costumbres, sus instituciones-, y participar en todas las ventajas de la técnica, la ciencia y la economía contemporáneas, a la par con los peruanos occidentalizados.

¿Es esto posible? Juan Ossio cree apasionadamente que sí, como lo creía José María Arguedas, quien escribió también muy bellas páginas sobre este anhelo, y yo quisiera poder compartir esta hermosa convicción. Pero, muy a pesar mío, debo confesar mi total escepticismo al respecto. Francamente no veo cómo podría subsistir una cultura mágico-religiosa con las prácticas cotidianas de una sociedad industrial moderna. La supervivencia del quechua es sin duda posible, y ojalá se generalizara la educación bilingüe que Ossio propone y surja en el futuro, por ejemplo, una rica literatura en esa lengua. Pero si la sociedad andina se moderniza, aun si. continúa hablando quechua, esa identidad cultural preservada hasta ahora gracias al semiinmovilismo histórico en que la explotación y la marginación han mantenido al

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pueblo indio, habrá irremediablemente cambiado de fondo y de forma y adquirido esos rasgos comunes que son, en todas partes, los de la modernidad.

Por otra parte, tengo la convicción de que -ya sé que esto es una herejía para muchos antropólogos, incluido ese antropólogo desprejuiciado y vacunado contra los estereotipos ideológicos por la buena escuela pragmática de Oxford que es Juan Ossio- la famosa identidad cultural que se ha puesto ahora otra vez de moda es, en el mejor de los casos, una ficción. Y, en el peor, una cárcel de la que conviene escapar cuanto antes si se quiere ser un hombre libre y contemporáneo.

Porque la identidad cultural es una categoría gregaria que presupone una suma de características -raciales, culturales, religiosas, sociales- que una comunidad entera comparte y que la definen en el todo y la parte: el conjunto social y los individuos que separadamente la componen. Esto es verdad sólo para muy escasas sociedades tribales que viven en el aislamiento más absoluto, ajenas al proceso de internacionalización de la vida contemporánea. En el instante mismo en que estas sociedades se contaminan de la modernidad, aquella idiosincrasia colectiva comienza a desagregarse gracias a un proceso de diferenciación individual que va arrancando a hombres y mujeres de esa placenta común -la tribu- y abriéndoles la oportunidad de elegir sus propias identidades. Ese proceso, que desde un cierto punto de vista es trágico, pues significa la desaparición de costumbres, creencias, ritos y mitologías atávicos, tiene, sin embargo, una contrapartida feliz: la de la libertad individual, la posibilidad de elegirse cada cual un destino y no tener que asumir fatalmente el del grupo social.

Leyendo los estimulantes ensayos de Juan Ossio uno descubre que, para un país como el que produjo la tragedia de Uchuraccay, la primera prioridad es poner al alcance de todos sus ciudadanos las mismas oportunidades para vivir en paz, dentro de la ley y a salvo de aquella marginación y desamparo que permitió no sólo el atroz asesinato de los periodistas, sino también la matanza de toda una comunidad indígena ante la indiferencia (para no decir el desprecio) del resto de la sociedad supuestamente civilizada.

Copyright: Mario Vargas Llosa, 1994.

Copyright: Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

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