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La batalla de Montevideo

Dos muertos y 75 heridos en las violentas protestas contra la entrega de los terroristas

Juan Jesús Aznárez

Complacidos por el repliegue de los manifestantes ante la contundencia de sus cargas, siniestras las siluetas de fusiles y bastones entre la neblina de los gases lacrimógenos, jinetes e infantes del Cuerpo de Coraceros uruguayo se felicitaban entre ellos y daban bríos con marchas y voces de academia militar. "¡Hip, hip, hurra!", gritaban algunos pelotones. Los choques con las vanguardias más agresivas de las concentraciones callejeras contra la extradición de tres etarras concluyeron de madrugada con un trágico balance: dos muertos, 44 policías y 31 civiles heridos y 28 detenidos.Uruguay vivió el miércoles una jornada de violencia que sus habitantes no conocían desde las movilizaciones de los 70 en apoyo de la democracia. Dos hombres murieron por disparos de bala: Álvaro Fernando Morrone, de 24 años, empleado de una empresa dedicada a la poda de árboles, y Carlos Roberto Facal, dirigente universitario. El fallecimiento de Facal, que sufria pérdida de masa

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encefálica, fue confirmada anoche oficialmente. Pero algunas emisoras de radio incluso elevaban el número total de muertos a cuatro.Poco después de las cuatro de la tarde del miércoles, Rosario Delgado Iriondo llegaba al restaurante Gure Trainera llorando. Todo estaba perdido. Las caras eran largas en el restaurante de Montevideo montado por la colonia de etarras. El avión de la Fuerza Aérea española aterrizaba en la base militar de Carrasco, a 16 kilómetros de la capital, y la extradición de Jesús Goitia, Luis María Lizarralde y Miguel Ibáñez se efectuaría en las próximas horas.

Los últimos esfuerzos legales del abogado Gustavo Puig por evitarla habían sido inútiles. "No me han dejado ni despedirlos", comentaba a este diario. En el comedor del local de la calle de Churrúa, en una mesa con la ikurriña como faldón, Amaia Araquistáin, esposa de Miguel Ibáñez, acompañaba a los dirigentes de Herri Batasuna Jon Idígoras y José Luis Elkoro en conferencia de prensa. "Algo que hace pocas semanas parecía impensable ha ocurrido. Después del viaje del presidente Lacalle a España hubo cambios fundamentales y un pacto político", denunciaba Idígoras.

Araquistáin, con los ojos enrojecidos, aguantaba las lágrimas. "Como comprenderán ustedes, no puedo hablar mucho". "Siempre llevaré en mi corazón al pueblo uruguayo".

Motivos había para la satisfacción. La mayoría de la sociedad uruguaya asistió perpleja y desde sus casas al proceso, pero el debate político y la polémica fue amplia e intensa, y las manifestaciones de solidaridad, promovidas por las fuerzas políticas y sindicales de la izquierda, habían congregado a dos mil personas en el centro de la capital; hubo paros y huelgas, y desde hacía cuatro días, día y noche, doscientas personas permanecían de retén frente al hospital Filtro dispuestas a impedir la entrega. Los extraditables cumplían allí 13 días de huelga de hambre y cuatro de sed. Un funcionario del Gobierno, desencajado, decía: "Nos han provocado". ¿Qué ocurrió en los aledaños, de las calles de Artigas y Quesada de Montevideo?

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"Se los quieren llevar"

Decidida la entrega el mismo día en que llegaba el avión, víspera del Día de la Independencia, y sin prensa, el Ministerio del Interior reforzó la vigilancia del recinto hospitalario y todas las bocacalles fueron tomadas por granaderos a caballo y con porras largas, y otras unidades policiales con bastones de madera, escudos y armas de fuego. Se intentó distanciar a los manifestantes a la brava, y fue logrado momentáneamente, no sin resistencia y lanzamiento de objetos por los grupos más radicalizados. Poco antes de las siete de la tarde se precipitaron los acontecimientos con la llegada de tres ambulancias. "¡Se los quieren llevar, se los quieren llevar!", alertó alguien. Las piedras y cascotes lanzados contra la columna desde varias calles alcanzaron ambulancias y policías. "¡Asesinos, asesinos!", gritaban algunos. Desencadenada la batalla campal, los coraceros cargaban a caballo desde otro flanco y algún jinete rodaba por el suelo al resbalar la montura sobre el asfalto. Los descabalgados fueron pocos porque el resto del escuadrón golpeó a fondo y sin tregua. "Me dieron en la espalda sin piedad", protestaba una señora de 61 años.

Anochecía, y los gases lacrimógenos ocupaban plazoletas, calles y portales mezclándose con el humo de varios cócteles mólotov. Lo peor vino después. Las detonaciones se hicieron más secas. Disparaban con fuego real, pero algunos pensaban que eran cohetes. "Yo estaba con la policía, y hubo disparos que procedían de, los manifestantes", aseguró a este diario un cámara de televisión. Otras versiones afirmaban lo contrario.

La mayoría de las bajas por heridas de bala se registró, sin embargo, entre el bando de civiles concentrados en el área. Un enfermero que atendía a una víctima recibió tres impactos en la espalda. A un joven muerto la bala le entró por la barbilla y le salió por la nuca. No es fácil determinar la procedencia de todos los disparos entre aquel pánico, las histéricas carreras, los gritos y la confusión que sacó de quicio a los uruguayos, pero todo hace pensar que entre las filas de quienes se animaban con gritos guerreros y preparaban fieros la próxima carga hubo también tiradores a matar.

La operación montada por el Ministerio del Interior para entregar a los etarras, a la vista de los resultados, más pareció torpe que bien dispuesta para esquivar la permanente guardia de los manifestantes dispuestos al asalto.

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