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Tribuna
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Vecinos

Se supone que los buenos vecinos como los buenos arbitrajes son los que no se hacen notar. Y no hay mejor modo, en las relaciones vecinales, de pasar inadvertido que la amabilidad. Por eso la gente insignificante, pero ambiciosa, suele mostrarse tan poco amable, como único sistema de no pasar inadvertida. Como vecinos somos sombras fugaces, presencias transitorias. Alguien que aparece instantáneamente en un recodo de la escalera y se perfila y desaparece a tu espalda. Voces amortiguadas como psicofonía indescifrable al otro lado de la pared. Siluetas evanescentes que aparecen y desaparecen en las ventanas como imágenes fugitivas a través de una secuencia de fotogramas de cristal. 0 sea, una metáfora de lo que somos en realidad: inquilinos de paso, vecinos de la nada.¿Pero quiénes son en realidad nuestros vecinos? Lejos de mi ánimo alentar una curiosidad entrometida y policial. Aunque no se pueda negar que toda curiosidad proyectada sobre el prójimo esté promovida en el fondo por cierto instinto lamentable de control inquisitorial. Mi condición de inquilino trashumante me ha hecho conocer diversos y variados ambientes vecinales. Recuerdo -uno, en el norte de la ciudad, cuando se puso de moda lo de Europa; como ellos estaban más cerca, se debieron de sentir más afectados e inmediatamente dejaron de saludar en la escalera como signo distintivo de independencia y modernidad. En realidad, estábamos tan cerca del campo, que creo que se sentían de nuevo amenazados por la vida rural donde todo el mundo se conoce, y reaccionaban en consecuencia. Eran gentes de clase media acomodada que durante el día servían como herramientas de alta precisión profesional en industrias con tecnología punta. Así que en cuanto pude me declaré en retirada hacia vecindarios más acogedores. Así fue como descubrí en el centro de la ciudad la proverbial cordialidad del pueblo de Madrid. Cuando escribo frases como la anterior siento nostalgia por el brillante porvenir despilfarrado como redactor de guías turísticas. Disquisiciones aparte, volvamos con los vecinos. Mi preferido, en mi largo periplo inmobiliario, fue Valentín. Era como Proust en edición rústica: una verdadera carcoma verbal. Una metástasis. Capaz de minar el gigantesco árbol de las horas con su sonido monótono y tenaz. Puro realismo sucio, su conversación recorría meandros infinitos a través de todos los temas, sin que yo fuera capaz, en cada ocasión, de encontrar los puentes de paso, la ingeniería verbal que hacía posible aquellos desplazamientos. Un misterio, el verdadero misterio del don de lenguas. Sí señor Valentín.

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