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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jueces y corrupción

LA JUSTICIA acaba de pronunciarse definitivamente sobre un sonado caso de corrupción política (el de la construcción de Burgos) y se apresta a hacerlo sobre otro que no lo es menos (el caso Hormaechea). Son dos hechos significativos de la saga de escándalos que salpicaron la anterior legislatura y que finalmente provocaron una reacción -aunque tibia y tardía- de los partidos, con abstractas invocaciones regeneracionistas y promesas aún no cumplidas de impulso democrático.Sobre la intervención de los tribunales en los comportamientos venales de políticos y cargos públicos -sea en provecho propio o en el de sus formaciones políticas- se han producido en estos años contradictorias y a veces pintorescas opiniones. Los mismos responsables públicos que, en ocasiones, han denunciado la excesiva judicialización de la vida pública no han dudado, llegado el caso, en invocar a la justicia como única instancia legitimada para terciar en los escándalos derivados del mal uso del poder. Salta a la vista el oportunismo interesado de quienes así piensan: usar a los tribunales como coartada de su pasividad o su impotencia en una tarea de limpieza de la vida pública que, en primera instancia, le corresponde a ellos.

Frente a la corrupción política, todos los mecanismos de control democráticos -los internos de los partidos y los institucionales- están obligados a actuar de consuno. Ninguno sobra y todos tienen algo que decir y hacer en sus respectivos ámbitos. Cuando los tribunales se convierten en la única defensa de la sociedad frente a los desvíos y abusos del poder -de ahí el fenómeno de la judicialización-, ello es síntoma de que el sistema político e institucional en su conjunto no funciona como debe. Es, justamente, el caso de Italia.

En cualquier caso, es una garantía que los tribunales de justicia actúen, como ha sucedido en el caso de la construcción de Burgos, o estén a punto de hacerlo, como en el caso Hormaechea, por más que el protagonista de este último maniobre para retrasar ese momento. Una de las características del funcionamiento de los tribunales es que, más pronto o más tarde, siempre llegan a tiempo de pronunciarse. Y en el caso de la construcción de Burgos su pronunciamiento hay que valorarlo especialmente por dos motivos: por la gravedad de los hechos declarados probados y por la inconcebible renuencia del Partido Popular a conderiarlo políticamente en su momento.

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La gravedad de los hechos salta a la vista en todas y cada una de las 300 páginas de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso: toda una corporación municipal (la de Burgos durante los años en que fue alcalde José María Peña, elegido como independiente en las listas del PP) poniendo los intereses urbanísticos de la ciudad al servicio de los particulares del constructor Antonio Méndez Pozo. Una frase de la sentencia describe cabal mente este clima de corrupción instalado en el gobierno municipal de la ciudad al atribuir toda una serie de resoluciones injustas dictadas por el alcalde y los concejales condenados a su decidido y unívoco propósito de favorecer al constructor Méndez Pozo, "cuyos deseos en el campo urbanístico da la impresión de que no tenían fronteras ni limitaciones legales o reglamentarias". "De tal manera eran obedecidos" apostilla la sentencia.

Esta última también es importante por la doctrina jurisprudencial que sienta sobre el delito de prevaricación. A partir de ahora no sólo podrán ser condenados por este delito los funcionarios o cargos públicos que dicten resoluciones injustas, sino los ciudadanos que inducen a que se adopten, presionando o prometiendo algo a cambio. Es decir, se acabó la impunidad legal de todo ese mundo oscuro de intermediarios que se mueve en los aledaños de los centros de poder que deciden sobre las obras y contratas públicas. Es posible que esta doctrina jurisprudencial alcance todavía al caso Juan Guerra, si llega al Supremo, y es inevitable que produzca sus efectos en el caso Hormaechea. Sin duda, ampliar el concepto de uno los delitos más definitorios de la corrupción política constituye una buena aportación judicial a la lucha contra una de las peores lacras de la vida pública española.

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