Lo que Mandela significa para nosotros
Nelson Mandela es uno de los hombres famosos de nuestro tiempo. Uno de los pocos hombres que, al contrario de los que han hecho que nuestro siglo XX se caracterice por el fascismo, el racismo y la guerra, lo marcarán como una era que logró avances para la humanidad. Así, su nombre perdurará en la historia, el contexto en el que él pertenece al mundo.Por supuesto, los surafricanos formamos parte de ese contexto y compartirnos esta percepción de Mandela. Pero él nos pertenece a nosotros y -sobre todo- nosotros le pertenecemos a él en otro nivel de experiencia.
Algunos de nosotros le conocimos en su infancia en su lugar de origen, Transkei, y vemos, bajo el rostro envejecido por las extraordinarias experiencias de la vida clandestina y la cárcel, los suaves contornos de un adolescente vivaz que desconocía sus propias cualidades, aparte de unas normales ganas de vivir. Existen también luchadores por la libertad que sacrificaron sus vidas y no están ya entre nosotros para comparar la imagen del líder, en la lucha común, con el estadista que la ha llevado a término. Otros ven, superpuesto sobre sus apariciones en público, sobre su imagen actual en los periódicos y en la televisión, el recuerdo de su rostro, su figura y su porte cuando habló ante el tribunal que le condenó a cadena perpetua por sus acciones contra el apartheid y expresó un compromiso al que se ha mantenido fiel desde entonces, a través de muchos peligros: "He abrazado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Espero vivir para poder lograr ese ideal. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir".
Es fácil caer en la anécdota a propósito de Mandela, hablar -todos los que hemos tenido contacto, por pequeño que sea, con él- del placer de ser recordados además del placer de recordar. Y es que este hombre, que como Atlas lleva el tremendo peso de nuestro futuro sobre sus erguidos hombros, tiene aparentemente una capacidad casi telepática de captar la identidad de las personas, algún tipo de sistema nemotécnico (tal vez desarrollado durante los largos años contemplativos que pasó en prisión) que le permite reconocer a gente que puede no haber visto en años, o a la que tal vez ha conocido de pasada en estas últimas semanas de reuniones y apretones de mano. Y no es un truco del espectáculo político. Aunque parezca insignificante, es signo de algo muy profundo: un alejamiento del egocentrismo, una capacidad de vivir para los demás que es una característica básica de su carácter.
Ahora, Mandela viaja por nuestro país y constituye una presencia en carne y hueso para millones de personas. Estuvo preso durante 27 años; entre nosotros -porque la isla de Robben puede verse desde Table Mountain, en Ciudad del Cabo, y la cárcel de Polssmore es parte de la ciudad-, pero socialmente enterrado. Silenciado. Incluso su imagen desapareció: estaba prohibido reproducir su fotografía en los periódicos u otros medios de comunicación. Podría fácilmente haberse convertido en una leyenda, y sus rasgos reconstruidos en un icono de esperanzas que nunca se realizarían y de una libertad que se alejaba a medida que cada oleada de resistencia en nuestro país era aplastada y parecía ser derrotada, ante la indiferencia del mundo exterior. Pero la gente tenía la sensación de que él estaba soportando lo que ellos conocían bien: las duras humillaciones de la cárcel eran experiencias cotidianas para los negros bajo las leyes segregacionistas de pases y otras muchas restricciones civiles que durante generaciones crearon una gran población penitenciaria no criminal en Suráfrica. Al mismo tiempo que pusieron a él y a sus compadres a picar piedras y sacar algas del Atlántico, las autoridades penitenciarias estaban contratando a gente corriente de la población negra para realizar trabajos agrícolas de esclavos. Su gente le mantuvo en las letras de sus canciones y cánticos, en los ejemplos de formas de resistencia que Mandela les había transmitido, y en las peticiones para que le liberaran que formaban parte del programa de liberación que mantenían tanto los líderes en el exilio como el propio pueblo en Suráfrica. A través de las pocas noticias suyas que salían de la cárcel, nos sabíamos que su sentido de sí mismo siempre formaba parte de todo ello, que lo vivía con su gente: les recibía a través de los muros de la cárcel, del mismo modo que ellos le mantenían junto a sí.
Este doble sentido era intrínseco a la propia esencia de la resistencia. Nunca se planteó la posibilidad de aceptar las altas probabilidades de que muriera en prisión. Nunca existió la derrota psicológica que, para el movimiento de liberación, hubiera supuesto el que se convirtiera en una figura mítica, un Che Guevara que sólo podría reaparecer un día, resucitado místicamente, montado en un caballo blanco, ya que una vez que un personaje se convierte en mito desaparece para siempre como un líder que pueda enfrentarse al presente con su cuerpo vulnerable.
Sigue siendo difícil escribir sobre un fenómeno como Mandela en términos no hagiográficos. Pero no es una figura semidivina, a pesar de su enorme popularidad; y esta popularidad, en la era en que blancos y negros negocian con éxito, se extiende en todas direcciones más allá de la confianza y admiración que sienten por él los negros y aquellos blancos que participaron activamente en la liberación del apartheid. Mientras escribía esto, oí en las noticias que un sondeo entre empresarios surafricanos indicaba que el 68% desea ver a Nelson Mandela como futuro presidente de Suráfrica. Lejos de convertirse en un personaje celestial, la cualidad de Mandela es, por el contrario, total y absolutamente humana, la esencia de un ser humano en todo lo que este término debe y puede significar, aunque pocas veces lo haga. Pertenece totalmente a una vida real vivida en un lugar y una era concretas, y en relación con el mundo. Está en el epicentro de nuestro tiempo: el nuestro en Suráfrica, y el suyo, lector, donde quiera que usted esté.
Porque existen dos tipos de líderes. Está por un lado el hombre o la mujer que crean su identidad, su vida, movidos por la ambición personal, y por otro, el hombre y la mujer que crean su identidad en respuesta a las necesidades de la gente. Para los primeros, el impulso es algo limitado que les viene del interior, mientras que para los segundos es una carga de energía que proviene de las necesidades de los demás y de las exigencias que suponen. El dinamismo del liderazgo de Mandela se debe a que posee la cualidad altruista de recibir esa carga de energía y actuar en respuesta a ella. Ha sido un líder revolucionario de enorme valor, es un negociador político de extraordinaria habilidad y sabiduría, un hombre de Estado que sirve a la causa del cambio pacífico. Ha sufrido y sobrevivido en la cárcel durante más de un tercio de su vida, y ha salido de ella sin pronunciar una sola palabra de venganza. Debido a su encarcelamiento ha sufrido numerosos problemas familiares. Es evidente que ha soportado todo eso no sólo porque la causa de la libertad para su pueblo en Suráfrica ha supuesto su aliento vital, sino porque es una de las poquísimas personas para las que la familia humana es su familia. Cuando habla de Suráfrica como la tierra de todos los surafricanos, negros y blancos, está siendo totalmente sincero. Igual que lo fue cuando se levantó ante el tribunal y juró que estaba dispuesto a morir por ese ideal.
En el rendez-vous de la victoria hay sitio para todos. Los actos y las palabras de Mandela demuestran que sabe que, sin esa condición, no habrá victoria para nadie.
Nadine Gordimer es escritora surafricana, premio Nobel de Literatura 1991.
Copyright: Nadine Gordimer, 1993.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.