Sobre jíbaros y otras costumbres selváticas
Desconozco si el fenómeno tiene parangón en otros países de eso que se ha venido en llamar nuestro entorno sociocultural. Pero si es así, mi consuelo sería escaso. Y, de todas formas, seguro que la cosa tiene aquí rasgos específicos y genuinos, raciales incluso, que le diferencian a buen seguro de otros similares que se puedan dar allende las fronteras. Me refiero a ese proceso -¿cómo lo llamaría?, ¿acaso jibarización?- que sufre la vida pública española de manera especialmente acelerada en los últimos tiempos. Por jibarización entiendo la reducción de una cabeza desde su tamaño normal a otro mucho más reducido. Como se sabe, ésa era una práctica de algunas tribus amazónicas de las que no existe constancia que consiguiesen cruzar el charco. De modo que resulta fascinante averiguar cómo han conseguido arraigar con tanta fuerza sus costumbres entre nosotros. Sin embargo, personalmente me interesa menos saber cómo lo han conseguido que estudiar sus efectos. Y, por supuesto, sus consecuencias. Que no son pocas.No consta que el verbo jibarizar exista en castellano. Pero, al paso que vamos, la Real Academia no tendrá más remedio que admitirlo. Y pronto. ¿Si no, cómo definir ese curioso fenómeno, al que estamos asistiendo todos los días, de reducir un colectivo formado por casi cuarenta millones de personas a una nómina de no más de cien personajes omnipresentes y pontificantes en todo momento, en cualquier lugar, ubicuos en los medios de comunicación, endogámicos y autocontemplativos? Como Dios, están en todas partes: en las portadas de las revistas, sean éstas de información general o de las conocidas como del corazón; en las tertulias radiofónicas, en las páginas de los periódicos de ámbito nacional; en los talk-show de las televisiones; en los cursos de verano de las universidades; en las mesas redondas y en los debates organizados por tales o cuales organismos; en las presentaciones e inauguraciones de todo aquello que se pueda, presentar o inaugurar; en las entregas de premios y en los estrenos de media docena de películas y de un par de obras de teatro al año. Su procedencia es heterogénea: media docena de políticos, unos cuantos columnistas, varios directores de revistas, de periódicos y de programas de radio, diversas estrellas televisivas, cuatro o cinco empresarios, lo que queda de la jet marbellí y de la movida ' tres o cuatro alcaldes, algún estrambótico personajillo, alguna fólclórica, cierto sector de la Universidad, una decena de escritores / as forman esta singular compañía con riguroso derecho de admisión, en la que ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Se premian a sí mismos, debaten entre ellos, todos se conocen de siempre, si tienen algo que decirse nunca emplean el correo, sino que utilizan sus columnas en los periódicos o las cámaras de televisión, organizan cursos académicos con los colegas más cercanos y se mueven en grupos, nunca solos, en los meandros de la gran ciudad. Por supuesto, se tutean y están encantados de conocerse. A sí mismos y al resto de los elegidos. Son los protagonistas, los famosos, los creadores de opinión, miles de páginas y de fotografías en los periódicos los contemplan, las cámaras les persiguen. A decir verdad, el espectáculo resulta un tanto claustrofóbico. Pero, a juzgar por su reiteración, es lo que a la gente le gusta, y el que manda, manda.
Desconozco cómo se ha llegado hasta aquí, y el porqué de esa jibarización de un país que los manuales dicen rico, amplio y variado. Y que, efectivamente, debe serlo, a juzgar no por las apariencias, que son las descritas, sino por lo que se ve y se oye en otros ámbitos, incluidos los anaqueles de las librerías, y en la mismísima calle, fuera de los circuitos transitados por esa autocomplaciente fauna de divos, la mayoría de ellos de tres al cuarto. Porque, eso sí, su capacidad de creación es inversa al espacio que ocupan en esa actualidad que constantemente invaden haciengo gala de su palmito y de su falta de ideas. Y con la agresividad a flor de piel para los que se sitúan fuera del cotarro. Porque ésa es otra. Los elegidos distribuyen o retiran credenciales a quienes simplemente consideran ajenos o contrarios a su propio círculo. Por si fuera poco, y para terminar de arreglarlo, aparecen la política y el síndrome de Robin Hood. Que quiere decir, más o menos, que unos autoproclamados adalides de las libertades tienen que salvar todas las mañanas a este país de la ola de corrupción que nos invade (con Franco había menos) y de los entuertos en que nos meten esos necios políticos que no hacen otra cosa que malgastar el dinero de nuestros impuestos. Los elegidos están por encima de cualquier veleidad partidaria, aunque naturalmente el poder, aunque lo legitimen las urnas, es siempre perverso. Por lo menos, hasta que los socialistas lo desalojen. Después resplandecerán la verdad, la luz y la justicia.
La vida intelectual española, para qué vamos a engañarnos, nunca ha rayado a gran altura. Pero pocas veces había volado tan bajo en su expresión pública. El monopolio que ejercen unos cuantos sirve, por un lado, de encubridor de la realidad cultural y, por otro, de permanente evasión, dado que los miembros, de número u honorarios, de este cotarro nacional tienen la habilidad, y eso hay que reconocérselo, de organizar constantes espectáculos para que el personal, a falta de otra cosa, hable de ellos. Van de programa en programa de las televisiones -públicas o privadas-, llenan columnas de los diarios y no hay emisora de radio que no se los dispute. En las pasadas semanas hemos tenido días realmente antológicos, con artículos matutinos en los periódicos, réplicas en esta o aquella emisora y colofón televisivo a la hora de acostarse. Y, al día siguiente, vuelta a empezar. De la profundidad de las polémicas da idea el que pocas fechas después resulte prácticamente imposible acordarse de cuál era el origen de tal despliegue. Aunque es seguro que no era de interés general, sino estrictamente particular. Lo que no obsta para que siga siendo pasto de tertulia.
Es posible que ese excluyente cotarro haya existido siempre, y que lo único que pasa ahora es que se hace sentir más, dado el auge que conocen los medios de comunicación. Sin embargo, precisamente por eso, cuesta trabajo entender ese proceso de reducción de un cuerpo social tan amplio a un grupúsculo, tribu más bien, que, por mucho que tuviera que decir, que no es el caso, nunca podría decirlo todo y sobre todo. Es decir, que habría, las hay, otras voces, otros ámbitos y otras realidades. Y, por supuesto, más puntos de vista, de mira y de observación. El que no los haya o que no tengan posibilidad de expresarse es lo que produce esa jibarización que, de cortarse a tiempo, derivará, y algún dato indicativo hay ya de ello, en canibalismo. Puestos a practicar costumbres selváticas, ¿por qué quedarse sólo con una de ellas? Si, como parece, la tendencia continúa, el siguiente paso es sólo cuestión de tiempo. Lo veremos.
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