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Tribuna
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Una sospecha de corrupción generalizada planea sobre la política, con el efecto, entre otros no menos negativos, de determinar los graves problemas que: tenemos planteados. En medio de dificultades crecientes para orientarse en el escenario internacional, cuando hace agua por todos los costados el modelo económico hasta ahora en funcionamiento y se perciben señales inequívocas de un posible resquebrajamiento de la Comunidad Europea, los españoles, como una buena parte de los demás europeos, mantenemos la mirada fija en el fenómeno de la corrupción.El hecho es que en los últimos meses la sombra de la corrupción ha ido descendiendo a gran velocidad de los sectores sociales más altos y mejor informados, es decir, de aquellos que propenden a una mayor comprensión y tolerancia, hasta inquietar a las clases bajas más nurnerosas, que son, justamente, las que en este punto se muestran más inflexibles y contundentes. La corrupción se ha colocado en un segundo puesto -en el primero, sin duda alguna, permanece la recesión económica, con el consiguiente aumento del paro- entre los factores que van a decidir el resultado de las próximas elecciones.

Pero antes de hilvanar especulaciones sobre el impacto que seguramente ha de ejercer en los resultados electorales, es preciso diferenciar distintos tipos, de corrupción. Desde que el 20 de octubre de 1981, en este mismo periódico, ensayé una Sociología de la corrupción -de la que luego, lamentablemente, me he tenido que ocupar con una periodicidad creciente-, en esta rama del saber hemos hecho bastantes progresos.

Conviene empezar por recordar que nada favorece tanto a la corrupcion como el que se exagere su alcance. Afirmar que "todos los políticos son corruptos" es lo mismo que decir que ninguno lo es en particular. Si se maneja un concepto universal de corrupción que incluya todas las debilidades humanas, ocultos en el guirigay pasan inadvertidos los políticos corruptos. Con generalizaciones indiscriminadas del tenor de que tan corrupto sería el que roba como el que miente; el que acepta una comisión como el que calla, a sabiendas de lo que ocurre a su alrededor; el que obedece contra su conciencia como el que no conoce el menor escrúpulo. Cuanto más ampliemos el concepto de corrupción, menos operativo su uso y más fácil el que se diluya en la retórica de O tempora! O mores!

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Para crear una mínima claridad en torno al concepto de corrupción es indispensable utilizarlo en un sentido restringido, que abarque tan sólo aquellos actos por los que el que detenta un cargo público, o tiene la suficiente influencia sobre las decisiones que toma la Administración, percibe un precio a cambio de favorecer al pagador. Este concepto restringido de corrupción está lo suficientemente tipificado en lo penal y no necesita, en principio -todas las leyes son mejorables- de una revisión legal. En consecuencia, el que proponga luchar contra la corrupción, exclusiva o fundamentalmente, a partir de establecer nuevas leyes, o endurecer las existentes, en el fondo, nada quiere cambiar y es cómplice de la corrupción.

Ya dentro de este concepto restringido de corrupción, penalmente tipificado, cabe, desde un punto de vista sociológico, distinguir, por lo menos, tres tipos principales. El primero se refiere a la corrupción individual Alcanza al político o al funcionario que, a riesgo propio y con sólo ganancia personal, aprovecha su posición para enriquecerse. En una sociedad en la que los mejores negocios se encuentran casi siempre en el limúte de la legalidad, o traspasándola un pelín, y en la que, por otro lado, se considera el mejor reconocimiento la cantidad de dinero que se logra acumular, se comprende, dada la fragilidad de la naturaleza humana, que no hayan faltado en el pasado ni, desde luego, vayan a faltar en el futuro los que se sientan tentados a aprovechar las ventajas que les ofrece el cargo. A este respecto, la calificación del suelo es, y continuará siendo, una tentación perpetua.

En este primer tipo de corrupción individual, lo importante es su cuantía. Puede ser un fenómeno marginal, que encontramos hasta en las sociedades más avanzadas, o bien puede estar muy extendido, formando parte de la cultura política establecida. El grado en que se extiende depende en gran parte del ambiente de corrupción existente, es decir, de que converja o no con alguno de los otros dos tipos de corrupción que aún tenemos que describir; en segundo lugar, de los controles sociales, sobre todo de la existencia de unos medios de comunicación capaces de denunciar el menor síntoma.

Entre el bien social de unos medios que denuncien la corrupción desde sus inicios y por insignificante que parezca, y el riesgo de que en determinados casos suponga una injusticia, el interés general se inclina claramente a favor del primero. Ya hay canales legales suficientes para perseguir la injuria y la calumnia, y además al final suele prevalecer la verdad, casi siempre en perjuicio del que se consideró perseguido y difamado. Los que están empeñados en tipificar un llamado delito de difamación, al construir murallas protectoras para los cargos públicos que entorpezcan la acción denunciadora de los medios de comunicación anteponen sus intereses de clase política a la lucha contra la corrupción.

Un segundo tipo de corrupción es el que se podría denominar patrimonial, y que es propio de sociedades económica y políticamente subdesarrolladas, en las que el poder político, sin control democrático, maneja las finanzas estatales y la economía del país como si fuera patrimonio personal de la cúspide del Estado. La Nicaragua de Somoza o el Marruecos de Hassan son buenos ejemplos de este tipo patrimonial de corrupción del que en España, si quedan, sólo hay residuos poco significativos.

Un tercer tipo de corrupción, harto extendido en la Europa comunitaria y que amenaza con vaciar de sentido las instituciones democráticas, es aquella vinculada a la financiación de los partidos. Para aumentar sustancialmente sus recursos, los partidos políticos organizan un sistema de financiación ilegal, bien participando en empresas que reparten beneficios únicamente por contar con el apoyo oficial, bien por exigir "donaciones", disfrazadas de servicios, que no son más que el precio por mantener una cierta benevolencia con la empresa en cuestión. Obsérvese que esta última forma es una práctica claramente mafiosa.

En contraste con la imagen que quieren transmitir los políticos elegidos en campanas, en parte financiadas con dinero proviniente de la extorsión, este tipo, lejos de ser más excusable que la corrupción individual, cala más hondo en la sociedad con consecuencias perversas más amplias. En primer lugar, la financiación irregular de los partidos vulnera el principio de legalidad, básico en un Estado de derecho, precisamente por aquellos que debieran de servir de intermediarios entre la sociedad y el Estado. Más grave aún, este tipo de corrupción cuestiona la credibilidad democrática del sistema, arrebatándole su legitimidad. En fin, si los partidos se financian con la corrupción, en cierto modo ésta queda Iegitimada"; al amparo de lo que se recolecta para los partidos, no pocos se enriquecen. No se puede organizar una red ilegal de financiación para el partido y además ser inflexible con los casos de corrupción individual que vayan surgiendo.

Los políticos tienen un deber de ejemplaridad que conlleva el que se juzgue su comportamiento con una severidad muy superior a la que se aplica al resto de los ciudadanos; exigencia que, por otro lado, viene compensada con los muchos privilegios de que gozan. El político se separa del resto de los ciudadanos por una serie considerable de privilegios -da vergüenza enumerarlos, ya que relativizan el principio de igualdad que informa el orden democrático establecido-, pero luego, en cuanto su comportamiento permite la más ligera sospecha,

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Viene de la página anteriorpide que se le trate como a un ciudadano cualquiera: presunción de inocencia. En cuanto a la responsabilidad penal, el político debería estar protegido como cualquier otro ciudadano -de hecho lo está mucho más, lo que ya no es de recibo-, pero sólo a él cabe exigirle una responsabilidad política, que ha de ser tan estricta como corresponde a su deber de ejemplaridad.

Importa poner énfasis en que no se está dispuesto a acabar con este tipo de corrupción mientras no se saque a la luz pública las causas que lo originan: los partidos recurren a la corrupción para financiarse, sencillamente, porque mantenerse en el poder demanda mucho más dinero del que disponen. Desde el interior de losaparatos, el dilema que se presenta es compulsivo, o bien para mantenerse en el poder se consigue dinero, y entonces poco importa cómo, o bien se es tan estúpido como para perder el poder ante un partido capaz de acarrear más. Las elecciones se ganan gracias a los votos marginales que se obtengan de los indecisos; de ahí la importancia de disponer de una financiación extra que permita gastar más que la competencia.

El que se indigne de la financiación irregular de los partidos sin enfurecerse por un sistema político que reparte el poder en relación directa con el dinero que se invierta no quiere en el fondo cambiar nada. La corrupción ligada a la financiación de los partidos pone de manifiesto no pocas lacras de nuestro sistema democrático. No cabe hablar en serio de eliminar la corrupción, mero síntoma, sin establecer una estrategia para corregir estos defectos. El que hable de combatir la corrupción sin enumerar las insuficiencias de las actuales democracias occidentales es que quiere que todo permanezca como está. Con los partidos burocratizados dominados por unos pocos, con una ley electoral que castiga a los innovadores y prima la continuidad de los establecidos y que, aún peor, deja en manos de las cúspides políticas la selección de los candidatos, una vez cegados todos los canales de participación, tanto en el interior de los partidos como fuera de ellos, la corrupción parece hasta un mal necesario.

Que nadie se indigne de la corrupción de los partidos sin poner el dedo en la llaga de una corrupción inherente a las formas establecidas de democracia. Repensar y regenerar la democracia es la tarea que impone la lucha contra la corrupción. Hay que desconfiar de todas las propuestas que no subrayen esta conexión sin ofrecer una vía para democratizar las democracias establecidas.

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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