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Tribuna
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¿Un truhán beatificable?

A Miguel Fisac y su entereza humanaHacia mediados de 1938, el Gobierno republicano español, que presidía Juan Negrín, movilizó nuevas quintas, incluidas las de algunas generaciones que ya habían sobrepasado las edades militarizables o que no las habían alcanzado por su juventud. Entre los que fueron destinados al ejército de Andalucía, cuya sanidad yo dirigía, llegaron dos ilustres neuropsiquiatras de Murcia, los profesores Alberca y Valenciano, a quienes, previo asesoramiento al jefe de Estado Mayor, Eugenio Galdeano, devolví a los centros de su trabajo médico.

En la misma leva venía un tipo cuya rareza no pasaba inadvertida ni a sus compañeros. Tez morena un tanto grisácea, como la del que no ha visto la luz del sol largo tiempo, pelo negro, barba sin afeitar de varios días, gafas con montura de concha y cristales muy gruesos y algo oscuros de intensa miopía y un gesto inexpresivo, nada simpático a primera vista. Terminada la presentación oficial del grupo, se me acercó muy correcto pidiendo hablarme privadamente. Así lo hice de inmediato, y me confesó ser sacerdote.. Por entonces las iglesias permanecían cerradas, después de haber sido saqueadas o incendiadas por quienes antepusieron la revolución a ganar la guerra. Pero el Gobierno quería reanudar el culto a pesar de la actitud de los comunistas y por conveniencias internacionales, y así se decretó por Negrín y Orujo. Aquel cura podía ser uno de los pioneros de tal restauración.

El recluta en cuestión, de labia fácil, algo afeminada y con cierto acento extranjerista, me hizo saber que tenía un doctorado en Teología por Bolonia y que manejaba los idiomas italiano, francés y alemán, como comprobé personalmente. Ante este caso poco frecuente, pues los sacerdotes supervivientes solían estar escondidos, pensé que el destino que más nos podía convenir, a la sanidad y a él, no estaba en el frente, sino en el hospital de Baza, ciudad donde radicaba la Jefatura del Ejército, donde serviría como intérprete de los internacionales, enfermos o heridos, y aplicar los auxilios espirituales a quienes los solicitaran, republicanos o prisioneros. En la alta dirección del ejército aceptaron mi propuesta. Pero el día anterior a su toma de destino fue extrañamente interrogado, de no pude, saber qué cosas por un jefe ruso que en la Sección de Operaciones del Estado Mayor ejercía alguna rara misión, llamado Comandante Carlos, que nada tenía que ver con mi buen amigo Vidale, organizador del Quinto Regimiento en Madrid, salvo su pertenencia al partido comunista y su procedencia de la URSS. El curita sobrepasó aquel inesperado pero tamizante obstáculo, y se le facilitó una pequeña habitación para él solo en el hospital, quedando allí como soldado perteneciente a la nómina de la Jefatura de Sanidad, en calidad de intérprete, como se le ordenaba en el pertinente documento.

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Pocos días más tarde, otro sanitario del mismo centro, con quien yo tenía confianza, puso en .mi conocimiento que, a hora muy temprana de la mañana y en su habitación, el cura solía decir misa clandestinamente, a la que asistían las antiguas monjas del hospital transformadas en muy buenas enfermeras, tras de breves cursillos de enseñanza. Ellas mismas le habían proporcionado un misal y un cáliz que habían conservado escondidos en un trastero del edificio que había sido su convento con anterioridad. Hice la vista gorda, hasta que una de ellas, a la que llamábamos Mamachica en prueba de simpatía, vino una tarde a mi residencia particular con el pretexto de charlar con mi esposa, y reservadamente me informó de algo que le preocupaba mucho. Aquel cura tenía siempre la habitación cerrada con llave (él mismo, y sin permiso alguno de la dirección del hospital, había puesto la cerradura); les parecía un cura muy desconcertante, pues vivía horarios extraños, llegando muchos días ya de madrugada y desmadejado o semiborracho. Tal confidencia y la noticia de que las tres o cuatro ex monjas se sentían avergonzadas, me obligó a tomar la decisión de montar la pertinente vigilancia y todo fue comprobado con creces. Como por aquellos días se "anunciaban en secreto" unas operaciones militares (Casilla de Antonio Moreno, Jaén) ordené que aquel cuartito pudiera servir para aislamiento de moribundos, con dos camas, y hubo que desalojar todo lo allí existente, en ausencia del huésped. Éste armó una zapatiesta al ver prohibida su presencia, por lo que fue arrestado. Al inspeccionar el habitáculo, en lugar de encontrar devocionarios u objetos sagrados (que solía guardar Mamachica), aparecieron seis u ocho libros de los escritores pornográficos de entonces (Joaquín Belda, Álvaro Retama, El Caballero Audaz, otro del Aretino), retratos dedicados de las prostitutas de Baza en pelotas, prendas de mujer sin lavar y envueltas en un jersey, cinco o seis cajas metálicas de preservativos alemanes, cada una con 50, y tapas con decoraciones descriptivas del modo de colocárselos. Tenía también una guerrera con insignias de capitán (tres estrellas) procedente de un prisionero con gravísima herida, allí fortalecido, que se la había dejado en acto de gratitud por haberle proporcionado sus finales atenciones religiosas. La investigación demostró, sin lugar a la más mínima duda, que el raro curita polígloto era nada menos que el introductor de los internacionales en las casas de prostitución. Vendía los preservativos a altos precios (incluso de segúnda... mano), cobrándolos en moneda extranjera y, para colmo, organizaba cuadros plásticos remunerados en los que él mismo se exhibía desnudo para jolgorio o estimulación de los asistentes. Repartía los ingresos con las encargadas de las mancebías. Ésa había sido su actuación durante varios meses, sin otro contratiempo que haber contraído una sífilis, que estaba tratando con bismuto y cuyas inyecciones le ponía una de las tipas; ni los preservativos, ni las famosas mañaneras, le salvaron.

Aunque aquel asunto sólo afectara tangencialmente a mi jefatura, hube de intervenir personalmente, porque el soldado pertenecía al Cuerpo de Sanidad y a la entidad de que yo respondía; porque muchos enfermos hospitalizados a quienes se daba permiso para salir por las tardes, iban a esos lugares previa confabulación con el castrense clérigo y algunos se habían infectado de gonococia, sífilis y chancros blandos; y, en tercer lugar, porque habiendo sido yo quien destinara al interfecto, tenía el deber de poner remedio a los latrocinios.

Cuando ya todo fuera puesto en claro, llamé al interesado para recriminarle; no denunciarle, pues en este caso y dados sus antecedentes sacerdotales le habrían fusilado o paseado. Me escuchó tembloroso, alternando gestos de bochorno y vergüenza con algunas hipócritas sonrisitas; y al callar yo, de pronto se sinceró como en una cruda confesión y me prometió un rotundo "propósito de enmienda", con infinidad de excusas, sacó a relucir hasta la pecaminosidad de san Agustín, soltando latinajos y dándose golpes de pecho. La cosa tenía bemoles cuasi de santidad. Su enfermedad era "castigo de Dios", y no había consultado con ningún médico por vergüenza. Prometió cumplir a rajatabla la penitencia que él mismo se impuso. Nunca olvidaré aquella esperpéntica entrevista, digna de una escena cinematográfica de Buñuel o de Summers. Pasados los años todavía la siento tan dramática como humorística y ridícula. Y no he relatado todos los puntos de la conversación...

Mas he aquí un bombazo final. El día que entraron las tropas nacionales vencedoras en Baza, al mando de un coronel creo que de caballería y apellidado Redondo, muy parecido a Alfonso XIII por el prognatismo (cuya saña y mala educación para los vencidos rayó con lo inconcebible), y cuando todos los jefes republicanos ya habían sido quitados de en medio, contemplé desde el balcón de mi casa, antes de fugarme, que en una explanada junto al parque se decía una misa al aire libre, en acción de gracias..., y que quien la decía era el benemérito curíta de las casas de prostitución que, además, pronunció una homilía supongo que de bienvenida y de agradecimiento a Dios y a la espada; su sacratísima mano impartió la comunión en la que, me consta, no participaron muchos bastetanos que conocían la historieta satírica y blasfematoria.

Pues bien, por exigencia de las depuraciones, nada más terminar la contienda mi esposa tuvo que desplazarse a Baza para obtener avales que acreditaran mi conducta y para recoger cosas abandonadas en mi domicilio. Cuando ya tenía 15 o 20 documentos y las promesas escritas de otros para asistir a mi juicio, se fue a ver al sacerdote (no quiero mencionar su nombre) por considerar seguro su agradecimiento, pero éste, con la sotana bien ceñida, se descolgó ofendiéndola, ofendiéndome a mí y diciendo, como otros sabuesos dijeron años más tarde, que a cada cerdo le toca su san Martín y que purgara mis "canalladas".

Mas como los servicios de información de la Iglesia nunca fallan, el retorcido cura fue sancionado por la autoridad eclesial competente, conocedora de las correrías, las fechorías, las promiscuidades y demás facecias del truhán. Quizá debieron expulsarle del sacerdocio, pero se redujeron a enviarle a uno de los pueblecitos más altos, fríos y bellos de Sierra Nevada a recordar sus juergas puteriles. Y allí creo que falleció, como consecuencia de la sífilis, llevándose al otro mundo sus idiomas, sus preservativos, sus libros, sus putas, su ingratitud y su experiencia humana (indiscutíblemente terrible) con algún jamón de Trevélez para congraciarse con el Señor.

¿Será también beatificado como mártir de venéreas-persecuciones sufridas durante la guerra civil, y como ejemplo de gratitudes pastorales? No oculto que me tienen sin cuidado las beatificaciones y las santificaciones. Pero he visto y tratado a personas -de carne, hueso y espíritu- con vidas en olor de santidad, que admiré, y presté casi devoción (un dominico y una carmelita descalza) -y contrastan de tal modo con otras beatificaciones (sin aceptación de testimonios dignísimos y con sendas mentiras en los expedientes) que no se sabe cómo reaccionar; aunque las reacciones tampoco interesen. Se está sustituyendo el ejemplo de la santidad como ejemplo incitante para los no creyentes, por beatificación para juerga de los adictos a una persona, y esto, por alta que la sociedad la haya colocado, no es de recibo. Con ello se está privando la hagiografía de interesantes leyendas contemporáneas que equivalgan a tantas bellezas como existen en ella. La beatificación del cura hoy comentado sería un buen colofón a tanta tontería.

Francisco Vega Díaz es médico.

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