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Megápolis

Sólo aquello capaz de producir impacto de masa cuenta como real en el horizonte de hiperrealidad que fabrican los media. Tanto más potentes sobre los ojos y oídos -sobre el entendimiento / imaginación- de sus masivos receptores singulares, tanto mayor será la socialización heterónoma -exteriormente dirigida- de tal masa de humanos, tanto menor la autonomía particular de cada quien dentro de esta "muchedumbre solitaria" (Resman) de individuos sin otros referentes sociales personalizados sino aquellos que componen la organizada formalidad de sus relaciones laborales y la alcanzada o quebrada cápsula familiar. En el lugar ausente de ancestrales o penúltimas relaciones comunales (vecindad y parentesco), la ascendente complejidad multimedia de la prótesis electrónica que a cada quien conecta / sintoniza con todos los demás, agitados urbanícolas del caótico atasco circulatorio de Megaciudad.Sinergia de los cinco sentidos (y de todos los otros que animan a cada quien), el entendimiento individual se ajusta como puede al ritmo cotidiano del ánimo frente a sus cotidianos escenarios sociales. De vuelta del trabajo, en casa, tras esa penúltima experiencia penosa que fue el embotellamiento del tráfico, la telepantalla ofrece su calmante ducha electrónida para entretener / distender el cansancio del día. Hace 15 años se hubiese dado -aquel provinciano- una vuelta por el bar del barrio. Ahora mismo su mujer, su amigo o su niño le hacen puntual adicto de televisión.

El discurso implosivo del supermedia lo conocen todos sus cavilosos consumidores. Una buena película en la gran pantalla de un cine genera al salir un plus de ánimo y charla entre sus espectadores. Reconvertido ese mismo filme a la hogareña telepantalla, el efecto expansivo del cine deviene agujero negro a rellenar paralela y sucesivamente de zapping. En esta suerte, la hiperversátil señora (con telemando a distancia) absorbe el posible excedente energético mental de todo ese día preparándonos, casi al bromuro, para el sueño. La fármacopea del insomnio, estratégicamente dispuesta entre el cuarto de baño y el dormitorio, nos asegura frente a cualquier posterior desvelo.

Desde Moloch a Tezcalipoca, una multitud de pistas nos informan sobre la deidad caníbal que rige el destino de Megaciudad. Tanto más altas sus pirámides, sus palacios-templo, sus rascacielos, tanta mayor ambivalencia en ese alternativo juego de furias y protectoras, Erinias y Euménides, con que la democracia ateniense ilustró a sus ciudadanos. Las viejas diosas, la arcaica deidad de la ciudad, pueden alcanzar el monstruoso horror de Coatlicue en Tenochtitlan o el inminente futuro civilizatorio, tipo Neo Yok, de esas megacorporaciones que asoman en Blade Runner y Freejack. Cada megaciudad sueña su imposible eternidad soñándose en sus presentes o ausentes dioses la infinita duración de un soberano poder sobre sus mortales humanos. Faraón no es sino el sueño viviente de la Gran Casa, deiforme cabeza de esa protociudad palacio templo que eternizó Egipto.

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El despertador quiebra el sueño. Nuestro urbanícola particular se ducha temprano, moviliza su adrenalina y marcha al trabajo de todos los días. La radio al despertarse es su oreja con la hiperrealidad que sobrevuela lo cotidiano: noticias del público-más-allá confirmando, modulando, prosiguiendo las que anoche mismo vio en el televisor. Estereoscópicamente, cada cual puede modular localmente esta tópica descripción: basta con ajustarse al espectro de frecuencias que ofrece la propia ciudad y el propio estado individual. Hay quien prefiere leer ya la prensa bien fresca con el veloz desayuno, y quien aguarda a la próxima pausa estratégica en el lugar de trabajo. Esa velocidad para consumir en letra impresa las noticias del día es un síndrome de clase media ascendente. Las fronteras de clase se han hecho ahora más fluidas: pongamos que más de un tercio de las ocupaciones que antaño fueron típicas de clase obrera se dispersan en flujos de estratificación transversales a la multiplicada novedad profesional de los penúltimos escalones de la sociedad informática.

Cualquiera que esté atento al número de ventas de los diarios de Megaciudad sabe la notable reducción de sus voraces consumidores, por referencia al grandioso cuantum alcanzado en las urbes hegemónicas del planeta. La radio y la televisión suplen ese deficitario consumo de prensa que la publicidad absuelve económicamente en las editoras. El modelo japonés ilustra sobre la rentabilidad marginal de las empresas de información. La letra impresa tiene su específico impacto ritual sobre su ilustrada clientela: da rigor y disciplina mental para saber de qué va, día a día, en el mundo, en la propia ciudad. Su hábito de lectura incluye automáticamente en el rango de los informados. Los columnistas preferidos modulan verbalmente las más particulares pasiones frente a esos fugaces olímpicos que protagonizan lo hiperreal: material estratégico para hablar entre ilustrados colegas y crónicos convictos. Los más sabrosos bocados se saborean en las reuniones más íntimas, con los más seguros próximos. Las noticias más potentes, en régimen multimedia, permean democráticamente Megaciudad. Sofisticados canales de oralidad reiteran ahora mismo la vieja pasión urbana del rumor y el chismorreo. Un ala de mariposa en el sur de la India puede acabar produciendo un temporal en San Francisco. La belleza de Helena, la guerra de Troya.

La velocidad de hoy mañana absuelve de inmediato la memoria de. ayer anteayer. La implosión del viejo régimen de lo social (Baudrillard) es también una implosiva mutación de la memoria singular y colectiva. Adaptación al futuro emergente es el interminable tan-tan que recorre la acelerada informatización mass mediática de nuestros avanzados países. Toda la información clave se acumula en esa misma galaxia de registros electrónicos que opera su conveniente administración a sus masivos clientes: la información es poder. El efecto Paul Virilio, multiplicando la vertiginosa fluidez de lo nuevo, desactiva la inmediata pulsión caníbal de sus voraces consumidores. Los límites del escándalo público marcan una pauta clave para decidir lo importante. Optimizar el posible impacto de masa es la función de todo buen diseñador de informativos y titulares. De una u otra forma, espolear, acrecentar voracidad de masa es asegurar una ascendente clientela. Hoy más que ayer y menos que mañana.

No sólo de pan vive el hombre: la ingestión interminable de noticias es la dieta espiritual contemporánea de toda razonable democracia industrial de masas. En régimen multimedia, las distintas agencias nos ofrecen cotidianamente su menú a la carta. Nuestro doble mimético capital no habita la inmediata vecindad del piso de enfrente, sino el esplendor semiótico de la telepantalla y los titulares: el argumento antropológico de René Girard alcanza máxima potencia expansiva en el horizonte de lo hiperreal. Aunque nunca le hayamos visto cara a cara, hemos escuchado su nombre una y otra vez, hemos devorado sus rasgos en el televisor, en la prensa, en las revistas. De tan indigesta o frugal consumición se nutre nuestro avisado juicio político. La vieja fábula de la envidia de los dioses retorna ahora en la instantánea inmanencia del insaciable apetito de nuestras muchedumbres solitarias. Políticos y expertos mediáticos junto con toda otra suerte de estrellas y presentadores habitan cotidianamente la escena y la fragua pública de lo hiperreal, ese democrático olimpo de nuestra secularizada civilidad. Al otro lado del telón, las interminables cocinas alquímicas de la sociedad avanzada transmutan en cifras la efímera sustancia de lo público, calculando y regulando, anticipadamente, el imprevisto azar que a todos amenaza. La confortable seguridad del todo postsocial requiere un obsesivo e interminable cuidado: a un lado y otro del telón, nadie descansa sino lo imprescindible. Hoy por hoy, "la economía es otra forma de la guerra" (D. Bell).

Una y otra vez el análisis antropológico del sacrificio en las civilizaciones arcaicas insistió en la deificación ritual de la víctima, "doble" inmolado de su deidad propiciatoria. En los grandes festines sacrificiales que renuevan la colectiva vitalidad en nuestras avanzadas democracias, el sabor electrónico de sus más comentados manjares deja un extraño regusto a vacío. A rellenar cuanto antes con el siguiente culebrón. Con todo ello se prepara y moviliza el animoso espíritu de la ciudadanía para inminentes comicios electorales.

En los márgenes de la Megápolis, la confusa masa de oscuros o pálidos extraños, frotándose liminalmente con el lumpen extramuros de tan avanzada sociedad civil y comunión informática. Penúltimos autóctonos y memoriosos locales -de paso rápido por allí- recuerdan al arrasado paisaje anterior: esas viejas plazas y calles donde creció la jungla tercermundista. También hay ahí energía ascendente, fuerza laboral en estado bruto y un crónico escenario para Robocop. Analistas radicales ven ahí la caótica pulpa humana de infortunados cuyo planetario desarraigo y miseria alimenta el apetito caníbal, insaciablemente real, del sacrosanto Mercado mundial. Penúltia deidad universal de Megápolis: su inexorable razón recorta en franjas verticales nuestro opaco cielo de urbanitas. Frente al impacto electrónico de lo hiperreal, las erráticas noticias y fugaces imágenes de los bajos fondos. En tales términos, ¿cómo apreciar, en su justo valor rentable, la utilidad marginal de esa informe masa de gentes al otro lado de la razonable existencia civil de todos los demás?

Carlos Moya es catedrático de Sociología de la UNED.

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