Un trabajo bien hecho
TODO EMPEÑO humano es capaz de ser mejorado y, desde luego, puede ser discutido. La Exposición Universal de Sevilla, que se inauguró ayer con la presencia de toda la familia real, no tiene por qué escapar a las críticas que el sentido común y la lógica dicten, pero no parece que la actitud más sensata sea su rechazo total.Aun a riesgo de caer en la vulgaridad de las globalizaciones, parece que uno de los rasgos distintivos de la mentalidad del ciudadano español es el de mostrar una especial incapacidad para asumir y festejar lo propio, como si ello mostrara una falta de capacidad crítica. Sin llegar a la evidente y excesiva autosatisfacción que caracteriza a otros países (que incluso han creado términos que definen tal talante, el chovinismo, por ejemplo), celebrar lo que se ha conseguido con esfuerzo, colectivamente, lejos de ser malsano puede significar simplemente el reconocimiento de un traba o, bien hecho.
Sin duda, la ausencia de referencias ideológicas precisas lleva a una cierta desorientación práctica. Convertir el 92 en el paradigma del mal es, probablemente, vivir con cerca de 500 años de retraso o, cuando menos, no en las postrimerías del siglo XX. Lo que se celebra en Sevilla, coincidiendo con el V Centenario del Descubrimiento de América, no es sino un intento serio y costoso de mostrar una parte del quehacer humano a cuantos la visiten físicamente o a través de los medios de comunicación. Espectáculos y tecnología buscan conseguir el difícil equilibrio que caracteriza, en definitiva, la larga lucha de los hombres y mujeres por su supervivencia, una lucha, naturalmente, en la que hubo y hay aciertos y errores. Pero convertir la isla de La Cartuja en la representación iconográfica del maligno no sólo es desmedido: es demagógico. Es signo de estulticia.
Dicho todo 16 cual y una vez aplaudido el perfecto desarrollo del acto de inauguración, no parece de recibo que la policía apele a sus armas de fuego -como ocurrió el pasado domingo- para disolver a. escasos dos centenares de personas que se manifestaban contra los actos del V Centenario. Es cierto que los manifestantes dejaron cumplida factura de su agresividad en los heridos de la policía y en los destrozos callejeros, pero reprimir una manifestación sin los medios adecuados para que el objetivo no desborde la causa es una torpeza sólo explicable desde el nerviosismo, es decir, desde la falta de profesionalidad. Los responsables de la Expo han señalado reiteradamente su convicción de que la seguridad será todo lo que material y humanamente es posible, de lo que se alegrarán, sin duda, los millones de visitantes que se prevén. Pero es necesario aplicar un criterio más proporcional para que el mantenimiento del orden público sea coherente con las maravillas que la propia Expo muestra de una modernidad que, entre otras cosas, debe garantizar el derecho a discrepar.
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