_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La conciencia crítica

Durante décadas, durante por lo menos un siglo, el mundo intelectual hizo la crítica despiadada de la burguesía, de la industrialización, del capitalismo, y dejó en suspenso la de la utopía socialista, convertida en la práctica, en la praxis, para emplear un término que estuvo de moda, en el socialismo real que hemos conocido. Ahora descubrimos, cuando ya es bastante tarde, que la aplicación oportuna de las facultades críticas al socialismo habría sido saludable y habría podido ahorrar muchas decepciones y sorpresas molestas. "Criticar es muy fácil", decía un alto funcionario de la. revolución cubana en 1971, en vísperas del caso Padilla, cuando yo todavía era representante diplomático en La Habana del régimen de Salvador Allende. A primera vista, la frase del funcionario parecía normal. Había que dedicarse a construir la sociedad del futuro, en lugar de ejercitar la lengua en una maledicencia estéril. Sin embargo, escuchada en su verdadero contexto, esa afirmación era claramente represiva y amenazante. El foco de la crítica en la isla era un grupo de intelectuales que habían empezado a convertirse en disidentes. Criticar no sólo no era muy fácil, sino que había pasado a ser una acción extremadamente difícil, además de peligrosa. El comandante en jefe podía tomar una línea de conducta, y enseguida, al cabo de un tiempo, criticarla y adoptar la línea contraria. Pero éste era un privilegio reservado para el comandante en jefe. Los demás mortales tenían que callar y seguir las instrucciones. En esos días, la revista Pensamiento Crítico, publicada en la universidad por algunos profesores de formación marxista, fue suprimida. Había que tener la fe del carbonero. Era pernicioso practicar el libre examen de los textos sagrados, por muy ortodoxos que fueran. Un agrónomo francés, René Dumont, cuyo único delito consistía en haber hecho la crítica de la política agraria de Fidel Castro, fue acusado por la televisión, de un modo escandaloso, con pruebas perfectamente infantiles, de ser agente de la CIA. Sus amigos en el Ministerio de Agricultura pasaron a ser cómplices, vale decir, subagentes, y fueron encarcelados. Heberto Padilla, el poeta, fue escogido para la cárcel por ser uno de los críticos más notorios, deslenguados y explícitos. Después, al obligarle a confesar sus culpas y a golpearse el pecho en un escenario, se procuraba obtener un efecto de disuasión y de escarmiento.Podría enumerar una larga lista de situaciones comparables. El caso se repetía en todas partes, con diferencias de matices. Durante la revolución cultural de China, los poetas, disidentes casi por definición, eran identificados y humillados por medio de sambenitos muy parecidos a los que utilizó en siglos anteriores el Santo Oficio. Siempre me asombró él carácter litúrgico, inquisitorial, de estas ceremonias de la mala conciencia, de la autonomía intelectual castigada. "Criticar es muy fácil" era como decir, en resumidas cuentas, "se prohíbe pensar". Se prohibía pensar, y la gente de pensamiento, sin pensar, precisamente, en las consecuencias de su actitud, guardaba silencio. Me pregunto, ahora, qué habría sucedido si la crítica hubiera sido tolerada y hasta escuchada. Si eso hubiera ocurrido, el socialismo real no habría podido estar peor que ahora, y probablemente estaría mejor,

Estas reflexiones surgieron en mí después de escuchar a una persona que partía a "estudiar la picaresca" de los países del ex bloque socialista. Poderosa y extravagante picaresca, sin duda, reflejada en novelas, en poemas, en obras de teatro que fueron sometidas a una implacable censura, desde los tiempos de La chinche, de VIadímir Mayakovski, y de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, hasta años muy recientes. Los intelectuales de Occidente, en su gran mayoría, prestaban oídos sordos, sobre todo cuando se trataba de dar testimonio, ya que no se podía facilitar la tarea del enemigo, pero no podían dejar de conocer la situación real a través de los libros y los viajes. Recuerdo a pintores europeos y latinoamericanos que comenta ban en La Coupole, en el París de los años sesenta, sus preparativos para viajar a Cuba a la inauguración del Salón de Mayo. Llevaban sus maletas bien provistas de jabones, de medias, de lápices labiales, monedas de trueque de gran eficacia en los sectores no pequeños de la picaresca habanera. Había en todo esto, en el fondo, actitudes cínicas y realidades tristes. El régimen hacía la crítica de los "estímulos materiales" representados en primer lugar por el vil dinero, pero donde la moneda perdía fuerza, de inmediato adquirían poder, en un sistema de vasos comunicantes, los más deleznables objetos: una camisa de material sintético fabricada en serie o un perfume barato.

Había personas honestas, desde luego, pero en esos años, a fines de la década del sesenta y a comienzo de la siguiente, me pareció que la situación cubana, a causa de la ausencia de crítica, ya estaba dominada por la hipocresía y por el doble lenguaje. Esto es, para decir las cosas por su nombre, estaba corrompida. Francisco Coloane, gran escritor chileno y viejo militante de izquierda, dijo en esos días en una cena oficial ofrecida por mí, y lo dijo con su voz de trueno, que había encontrado en Cuba a unos pocos puros, pero que la inmensa mayoría de la gente que había visto eran unos hipócritas redomados

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Su declaración causó franco estupor entre mis comensales, aparte de alguna sonrisa socarrona, y sirvió, supongo, para reforzar la tesis de que la revolución chilena iba por mal camino. Sin embargo, de un modo paradójico, la reacción que se produjo en aquella mesa no podía ser más confirmatoria de eso que había sostenido Coloane al pasar, sin darle excesiva importancia al asunto. Así eran las cosas, y no creo que hayan cambiado demasiado. Toda la debilidad del sistema estaba relacionada con esa falta de transparencia, con esa alteración del lenguaje. No era extraño que un escritor, un hombre que manejaba las palabras, lo percibiera de inmediato, aunque después no quisiera dar testimonio público del fenómeno. Esa prudencia, esos silencios, ¿sirvieron de algo? ¿No contribuyeron, más bien, a precipitar el desastre que hemos presenciado 20 años después, los sufrimientos que todavía están muy lejos de haber terminado? El gigante con pies de barro no era el capitalismo, o no era sólo el capitalismo, como sostenían los Timoneles de antaño, sino también, y de modo eminente, el socialismo real. Y esa debilidad congénita estaba relacionada con el problema central, antiguo y nuevo, de la conciencia crítica, una conciencia debilitada, inclinada en muchos casos a la componenda y en muchos otros decididamente mentirosa.Jorge Edwards es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_