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Lógica la situación

La protesta pública contra la ley Corcuera congregó hace unos días entre 15.000 y 20.000 manifestantes (según la prensa libre) o 7.000 (según los funcionarios de ministerio que protagoniza el señor Corcuera). ¿Cuántos millones de españoles se han sentido vivamente representados en esa manifestación? ¿Cuántos millones de españoles se vienen sintiendo huérfanos de toda pública representación ante una Cámara de los Diputados que con añadir retoques como los alcanzados ha consumido ya el primer tramo de la discusión parlamentaria de ese impresentable proyecto de ley? ¿Cuántos millones de españoles se sentirán enfrentados al actual Gobierno en caso de que un tal monstruo jurídico llegase a alcanzar, con mínimos afeites añadidos, validez legal?El radical pluralismo de la manifestación del domingo 10 de noviembre es un dato decisivo para calcular mentalmente una posible respuesta a tales preguntas. Salvo potenciales electores del PNV y de Convergència i Unió (y de tantos otros partidos autonómicos difícilmente presentes en esta madrileña protesta dominical), hubo aquí gentes cuyas expectativas de voto cubrían todo el espectro ideológico de la representación parlamentaria y de la extraparlamentaria oposición o absentismo electoral. Intelectuales y artistas, jueces, fiscales y abogados, líderes sindicales y algún político, gentes de toda suerte de oficios y empleos, de todo tipo de edad y origen social y local, encamando, durante el tiempo de ese acontecimiento, la generalizada contestación popular a este peligroso dislate anticonstitucional. Los carteles en que aparecía el rostro del ministro Corcuera ocupando ahora mismo el lugar del coronel Tejero el 23-F de 1981 son hipersignificantes: bajo el rostro y el nombre de tal ministro acecha el fantasma de todo un democrático Gobierno administrando parlamentariamente un pequeño toque de Estado a las propias libertades constitucionales que fundamentan su propia legitimación democrática.

Es obvia la inconstitucionalidad de los pasajes de ese pretexto legal cuya masiva repulsa convocó la manifestación del 10 de noviembre. Los argumentos esgrimidos sobre legislación comparada no soportan un mínimo, análisis jurídico-constitucional. Las razones de eficacia y urgencia que esgrime el titular del orden público obedecen a una lógica instrumental cuya maquínica condición autoritaria está en evidente contradicción con las propias libertades que consagra nuestra Constitución. Un viejo sueño despótico chisporrotea en esos pasajes legales. Ni siquiera es preciso indicar la eficacia estabilizadora que ya cumplió la expansiva autorreproducción burocrática del aparato policial del antiguo régimen en la consolidación estatal de la nueva democracia para empezar a entender el ausente espíritu de este posible engendro legal.

Cuando el vértigo de la seguridad pública se apodera de una democracia, los derechos fundamentales, los inalienables derechos de cada individuo singular, entran en recesión. Frente al orden jurídico de libertad propio del Estado de derecho que funda la Constitución, se imponen políticamente los galopantes dictados gubernamentales con que la llamada seguridad del Estado cabalga sobre las recortadas libertades singulares de sus postula'dos ciudadanos y sucesivos súbditos. Entramos así en la clásica discusión sobre las condiciones jurídico-políticas del estado de emergencia, protagonizada en su más dramática ocasión por el debate entre Hans Kelsen y Karl Smitt sobre un fondo en llamas: el incendio del Reichstag alemán, disparando la movilización total del nacionalsocialismo.

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No estamos aquí en una situación política equivalente, ahora que tan definitivamente nos sentimos europeos cabalgando a toda velocidad hacia 1993. Pero la insidiosa acumulación de escándalos públicos y la vertiginosa aceleración tecnotrónica de la actualidad política mundial, provocando tan notables esfuerzos de eficacia y se'guridad por parte de nuestro omnipresente aparato gubernamental, contribuyen a disparar penosos episodios como el de esta ley Corcuera, cuya interna lógica política necesariamente nos remite al trágico escenario de la era de las tiranías (D. Halevy, 1936).

Todo hace pensar en que el señor ministro vive, por razón de su propio cargo, en permanente estado de emergencia. Esperemos que sus companeros en, el Gobierno tengan, en el último momento, algún gesto claro en favor de la libertad que democráticamente vienen en representar. Si ello no se produce en última instancia, la situación política española estaría enfrentando un límite crítico: aquel en el que se mostraría la implosiva contradición entre el régimen de libertades que establece nuestra democrática Constitución y la fórmula política de "democracia en régimen de partido hegemónico" que encarna el actual Gobierno socialista. Su presidente tiene aquí una penúltima y decisiva palabra.

Carlos Moya es escritor y catedrático de Sociología de la UNED.

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