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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 19 - EUSKADI / y 2
Tribuna
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De San Sebastián a Vitoria

Julio Llamazares

Foto: Cristina García Rodero4 / Veraneos donostiarras

La línea del veraneo vasco comprende toda la costa, desde Bermeo a Fuenterrabía, e incluso algunos pueblos del interior, pero tiene su epicentro en las playas guipuzcoanas y, fundamentalmente, en San Sebastián. Desde que el infante Francisco de Paula Antoni o, hermano de Fernando VII, y su esposa, Luis Carlota de Nápoles (que fue, según la leyenda, la que Inauguró la moda de los baños en el mar), la visitaran por vez primera, y, sobre todo, desde que, a finales del pasado siglo, la reina María Cristina la eligiera, entre todas las ciudades españolas, para las vacaciones de la familia real, San Sebastián ha sido tradicionalmente la capital del veraneo aristocrático y de la belle époque.

Restos de aquellos veraneos románticos pueden verse todavía en la villa de Zarauz, donde continúan teniendo sus casas de veraneo las principales familias vascas y algunas otras de Pamplona y de Madrid (aunque, por temor a ETA, ya apenas aparezcan por allí); en los decimonónicos hoteles de Donosti, como el María Cristina o el de Londres (fundado en 1881 y en el que pasó su última noche la reina Isabel II, antes de partir a Francia), o en el viejo balneario de Cestona, en las orillas del río Urola, que fue el más famoso de España en tiempos, junto con el de Panticosa, por las propiedades terapéuticas de sus aguas y por su gran esplendor, y que aún conserva, pese a su decadencia, sus antiguos salones y bañeras y hasta su loco particular: un viejo estrafalario con pendiente en la oreja y pulsera de oro en el tobillo que pasea en calzoncillos y en babuchas durante toda la noche por los jardines del hotel. Pero, en lo general, los veraneos guipuzcoanos apenas se distinguen ya de los demás. Bajo los acantilados de Motrico o Guetaria o bajo los tamarindos de San Sebastián, los bañistas que se apiñan en las playas o suben al monte Igueldo para contemplar la Concha y los barcos desde allí, sólo recuerdan a sus antepasados en su fidelidad al mar Cantábrico y a los colores blanco y azul; esos colores míticos que pintan todos los toldos, todos los trajes de baño y todas las sombrillas de San Sebastián, y que incluso han sido llevados, no sé si por casualidad, hasta las camisetas y los calzones del equipo de fútbol de la ciudad: el azul del mar de Zumaya y el blanco de las nubes de Zarauz, el azul del cielo de Deva y el blanco de la playa de San Sebastián.

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Desde hace ya algunos años, y a pesar de los donostiarras, que se resignan a verlo así, el veraneo de élite, como el viajero esta tarde, se ha ido lejos de allí: a Hondarribia, Junto a la muga, y, al otro lado de ésta, a Biarritz y a San Juan de Luz. El temor al terrorismo y la mayor calidad de vida en Francia lo han determinado así. Sólo allí, junto a la ría del Bidasoa, al pie de la isla de los Faisanes y lejos de la contaminación, es posible hallar aún aquellos viejos veraneos guipuzcoanos que duraban tres meses y que al poeta Gabriel Celaya, donostiarra sin patria y vasco de todo el mundo, le hicieron escribir: "La mar rompe en Tximistarri. / ¡Qué brisa del Noreste! / Hoy podremos bañamos y seremos felices / confundidos con la mar y con los dioses ......

5 / El Goierri

Toda Euskadi, desde Bilbao a Hondarribla y de Hondarribia a Gasteiz, es un enorme mural. Un gran mural pintado en trazos rojos y negros (con esporádicos brochazos blanquiverdes, los colores de la ¡kurriña que saluda al viajero, junto con el Ongi etorri, al llegar a cada pueblo), que ocupa rótulos y paredes y que se sucede por los arcenes de las autopistas y de las carreteras. "Erregean kanporá" ("Reyes fuera"), "Toreros asesinos", "Independentzia", "Autovía no", "Insumisioa", "Xabi gudari", "Aitor ama a Begoña", "Amnistía, "Gora ETA...". Pero donde el gran mural adquiere su mayor intensidad y consistencia, hasta borrar el paisaje y ocuparlo por entero, es en los altos valles industriales del Golerri.

El Goierri, en el interior de Guipúzcoa, tiene a gala ser la cuna del nacionalismo obrero, por contraposición al burgués de las ciudades y al socialismo español de la margen izquierda, y, quizá por eso mismo, ha sido y sigue siendo la gran cantera de ETA. El viajero lo sabe, pero lo percibe más claramente al llegar a Tolosa (la que fuera capital de la provincia antes que San Sebastián y hoy lo es de la industria papelera) y subir junto a un río Onía putrefacto y maloliente hasta Villafranca de Ordizia y Beasain, ya en pleno corazón de Euskadi y del Goierri. En Ordizia, el pueblo de Artapalo, el actual jefe de ETA, el viajero se para a comer y a dar la lengua. Pero, en el batxoki del pueblo, donde hace lo primero, la cocinera enmudece en cuanto saca el tema, y la plaza donde mataron a Yoyes -la etarra que se acogió a las medidas de reinserción del Gobierno y volvió a su tierra- está desierta por completo en esta hora caliente de la siesta.

Beasain está pegado a Ordizia, rodeado de fábricas y sin nada que hable ya de su remota historia, salvo el dolmen de Larrarte y los túmulos de Trizuazki y Besagaln, en las afueras del pueblo, y, en Urretxu, sólo una, placa recuerda que aquí, a los pies del monte Irimo, nació José María de Iparraguirre, el compositor del Guernikako arbola, el himno nacional de esta tierra. Por Zumárraga, ya de nuevo en el río Urola, el que baña el balnearlo de Cestona y muere en Deva, el humo de las fábricas y el polvo de las canteras apenas deja ver la tórre de la iglesia, y, en Legazpia, las nuevas siderúrgicas rodean y estrangulan a la más vieja de ellas (la ferrería de la Mirandola, construida en el siglo XVI y considerada la pionera) y el propio casco del pueblo. Justo lo contrario que en Vergara, la del histórico abrazo, donde la gente pasea o toma café a la sombra de sus olmos y casonas solariegas, aunque el viajero espere a hacerlo en Mondragón, la ciudad de las cooperativas y del sindicalismo obrero cuyo nombre va ya unido para siempre al de Txornin Abasolo, anterior jefe de ETA, que aún cubre muchas tapias y paredes, y al de Cánovas del Castillo, que aquí murió asesinado mientras trataba de reponerse de sus múltiples achaques con las aguas sulfurosas del balneario del pueblo. Aunque, en el bar de la plaza, donde el viajero toma café bajo una gran ikurriña y un cartel con el hacha y la serpiente, la gente sólo recuerde, evidentemente, al primero.

6 / La llanada alavesa

Desde la terraza del parador nacional de Argomániz se divisa en toda su extensión la gran llanada alavesa. Bajo la sombra de las higueras y ante una copa de vino de Labastida o Bernedo, en los atardeceres de verano como éste, el cielo se vuelve malva y el viajero se relaja tras su penoso peregrinaje por los atormentados valles del Goierri. Hoy ha sido un día caluroso, y ahora, con la caída del sol, las montañas se deshacen en azules y el campo flota en la bruma que se extiende mansamente desde Nanclares a Salvatierra. Alrededor del viajero todo está quieto y en calma, sumido en la penumbra y en el silencio. Pero en los confines de la llanada, las luces de Vitoria reclaman ya su presencia.

Esta noche es, además, la Virgen Blanca, la fiesta grande de la capital de Euskadi y de la tierra alavesa. El Celedón ya bajó hace dos días desde el tejado del Ayuntamiento y, hoy, los vitorianos estrenan las blusas que lucirán ya durante todas las fiestas. Así que, cuando el viajero llega se encuentra la ciudad llena de gente y las calles convertidas en un desfile incesante de charangas y de orquestas. Por la tarde, en el frontón, ha habido encuentros de pelota y, en la plaza, antes de la corrida, exhibición de deportes vascos, y los mozos están contentos. Por la Cuchillería arriba, hacia la catedral, suben cantando y bailando agrupados en cuadrillas y regando con sus botas, al pasar, a la gente que los mira o que simplemente está sentada en las terrazas de las cafeterías viendo los fuegos artificiales o escuchando a las orquestas. El viajero, a duras penas, consigue sortear a varias de ellas y, por la Cuchillería abajo, se aleja del corazón de la fiesta y se va a cenar al Portalón, un viejo edificio del siglo XV hecho en ladrillo y madera, donde se exponen esculturas de los mejores artistas vascos y donde se ofrece al caminante la mejor cocina de esta tierra.

A la mañana siguiente, cuando el viajero despierta, la ciudad está desierta por completo. Todavía les dura a los vitorianos la resaca de la Fiesta. Fuera de la ciudad, mientras tanto, algunos labradores se afanan ya en los campos y, por la carretera, camino de Castilla, el viajero se cruza con múltiples tractores que van y vienen. A su derecha quedan las montañas de Vizcaya que el otro día cruzó cuando venía, y a su izquierda, en dirección al Ebro, los rojos campos donde se doran las uvas del rioja de la próxima cosecha. Cerca ya de Miranda, el viajero se despide de la llanada alavesa. Un enorme letrero, al pie de la carretera, le anuncia en castellano y en euskera que aquí acaba el País Vasco y comienza la meseta. Si algún día el País Vasco llegara a ser independiente, como algunos vascos pretenden, ésta sería, junto con la de Hendaya, su principal frontera. Pero, ahora, ló único que hay junto al letrero es un rebaño de ovejas y dos coches de emigrantes marroquíes que se han parado a descansar en la cuneta.

Mañana

Comunidad Valenciana

El vértice de la encrucijada

Enrique Gil Calvo

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