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Viaje a Rumania

Hace poco he tenido la oportunidad de realizar una extensa e intensa visita a Rumania y la primera conclusión que he sacado es que la visión que tenemos desde aquí de la situación actual de aquel país es muy inexacta. Es cierto que las imágenes de la revolución de diciembre del año pasado, y posteriormente las noticias sobre los desmanes causados en Bucarest por varios millares de mineros en el mes de junio de este año, han dejado en el ánimo de mucha gente una pésima impresión sobre la realidad rumana. Eso ha llevado a muchos a negar incluso que se hayan producido cambios y a concluir que los actuales gobernantes no representan más que la continuación del mismo grupo dirigente en el poder, con algunos cambios de fachada. Después de lo que he visto, creo sinceramente que esta visión es errónea en sí misma y en sus implicaciones.Todo análisis de la situación actual de Rumania debe empezar recordando tres datos fundamentales. El primero es que Rumania carece de auténtica tradición democrática que le permita asentar la experiencia actual en una sólida base anterior. El segundo es que el régimen dictatorial de Ceausescu ha dejado un país empobrecido y exhausto en el que toda posibilidad de construir una sociedad civil moderna fue violentamente destruida. El tercero es que en Rumania existió una durísima dictadura autóctona, que tuvo que ser derribada con un esfuerzo mucho más duro y costoso que en los demás países del bloque del Este. Sin tener en cuenta todo esto es difícil comprender el carácter del Frente de Salvación Nacional (FSN) y de la oposición.

El FSN no es, desde luego, un todo homogéneo, pero tampoco es, ni mucho menos, la simple continuación del poder de la antigua nomenclatura. En el FSN hay, ciertamente, grupos reformistas del antiguo Partido Comunista de Rumania (PCR), pero también personas con prestigio académico o profesional que nunca estuvieron en el PCR, y hay, sobre todo, representantes de una nueva generación de políticos y técnicos de alta capacidad, muchos de ellos formados en países occidentales. Y si el Frente pudo encabezar el cambio político en los momentos iniciales y ganar después las elecciones generales del mes de mayo no fue porque expresase la continuidad absoluta del anterior aparato del Estado, sino porque después de una dictadura como la de Ceausescu era imposible que el nuevo grupo dirigente pudiese firmarse totalmente al margen de la vida política de los últimos decenios. Esto no ha ocurrido en ninguna transición a la democracia -tampoco en España- y menos podía ocurrir en una sociedad tan deshecha como la rumana.

No sé cómo evolucionarán las cosas en los próximos meses. La situación actual es extremadamente difícil, la penuria es enorme y el margen de maniobra de los gobernantes es estrechísimo. Los cambios realizados hasta ahora en el sistema político son mucho más importantes de lo que se cree y no cabe ninguna duda de que Gobierno y oposición actúan con una clara voluntad democrática. Las dos cámaras del Parlamento trabajan a un ritmo acelerado para crear un nuevo marco legal democrático, se han tomado medidas significativas para asegurar los derechos de las minorías nacionales e intentar superar los conflictos del pasado, y el auge de la prensa libre: es espectacular, pese a la carencia de papel, a las enormes dificultades del sistema de distribución, a la inexistencia de medios modernos de impresión y a las actitudes ocasionales de una Administración que no ha superado el espíritu burocrático de antes. Junto a esto, es cierto que subsiste en la sociedad rumana un clima de desconfianza y de inquietud que a menudo conduce a ver detrás del más mínimo obstáculo la mano de la vieja Securitate, como una especie de espantajo ritual que lo explica y lo justifica todo, incluso los propios errores de cada uno. Pero esto no es sino la expresión de que en una sociedad tan traumatizada por una dictadura como la de Ceausescu la cultura democrática difícilmente se puede estabilizar en tan poco tiempo.

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Hay que tener en cuenta todo esto para entender los sobresaltos pasados y, muy especialmente, los sobresaltos futuros de la sociedad y la política rumanas. Si lo que acabo de describir es grave en cualquier país, más lo es en un país como Rumania, sumido en una situación económica dificilísima y enfrentado con la perspectiva inmediata de un cambio radical del sistema económico. No se trata sólo de desmantelar la dictadura y establecer un sistema democrático, sino de cambiar de arriba abajo un modelo económico inservible, basado en una lógica y en una cultura económicas totalmente distintas. Y dado que esto hay que hacerlo desde unas bases muy endebles, con una economía muy deteriorada y unas necesidades muy urgentes de la población, es seguro que el cambio va a generar fuertes tensiones sociales en los próximos meses.

Pero si a los gobernantes rumanos les va a resultar muy difícil realizar la reforma política y económica no sólo es por la complejidad de ésta, sino también porque carecen de instrumentos sólidos para gobernar. El problema principal de la maquinaria del Estado, por ejemplo, no es su fuerza, sino su debilidad. Y nada lo demuestra mejor que el terrible episodio de los mineros imponiendo el orden a garrotazos en el mes de junio. Este episodio, sometido todavía a investigación parlamentaria, es, a la vez, oscuro y revelador. Cuando se produjeron los atentados del 13 de junio, justamente en vísperas de la apertura del primer Parlamento democrático, la policía desapareció literalmente de la escena y sólo el Ejército demostró que era capaz de imponer el orden. Con el Ejército en acción, ¿cómo explicar el dramático llamamiento del presidente Iliescu a la población para que se movilizase en defensa de la democracia sino como el recurso último de un Gobierno carente de instrumentos propios de control de la situación para no tener que depender del Ejército? ¿Y cómo entender la violencia misma de los mineros, su encuadramiento y su dirección -hoy todavía por elucidar y explicar plenamente- sino como un desbordamiento del propio Gobierno y de los aparatos estatales, o, por lo menos, de una parte de ellos? ¿Cómo no ver en todo ello la expresión de la extrema debilidad del poder del Estado?

Por todo ello creo que desde esta parte de Europa hay que abandonar clichés inservibles y superar prejuicios si queremos que la democracia se consolide en aquel país. Es posible que el propio FSN sea incapaz de mantener su cohesión interna ante las tensiones de la marcha hacia una economía de libre mercado, y, en este sentido, el congreso del FSN, previsto para los primeros días de diciembre y en el que el Frente se dispone a definirse como una fuerza socialdemócrata, será un momento decisivo para saber por dónde irán las cosas. Es seguro, también, que entre el FSN -o lo que de él resulte- y las fuerzas de la actual oposición, o por lo menos algunas de ellas, se tendrá que Intensificar el entendimiento y la colaboración en la línea de un gran reagrupamiento de las fuerzas democráticas. Pero es innegable que, con todos sus problemas y sus incógnitas, el FSN es hoy por hoy la única fuerza que puede enfrentarse con alguna posibilidad de éxito con los enormes problemas del presente y del futuro inmediato de Rumania, bien gobernando en solitario, bien constituyendo el eje central de una coalición. La oposición actual no constituye una alternativa, ni lo son tampoco los movimientos extraparlamentarios de carácter más o menos populista, por mucha espectacularidad que puedan llegar a revestir en algún momento.

Con esta correlación de fuerzas, es evidente que si el FSN fracasa o es superado por los acontecimientos, las fuerzas políticas democráticas serán incapaces de encauzar el cambio político y económico. En este caso la única alternativa posible será un sistema autoritario. La marcha hacia la economía de mercado es, desde luego, irreversible. Pero no sería la primera ni la última vez que la creación de una economía de mercado se hiciese bajo la disciplina de un régimen militar. Éste es, a mi entender, el elemento clave de todo análisis de la situación rumana y de toda toma de posición sobre la democracia en aquel país.

Jordi Solé Tura es diputado socialista y presidente de la comisión constitucional del Congreso.

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