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La memoria de Pepe Estruch

Para algunas filosofías, el artista es como un guía, un adelantado que va abriéndose camino en la selva de la sinrazón donde nace el arte, un arriesgado explorador de esas sombras de la naturaleza humana que encierran el peligro, el placer y lo prohibido. De esta forma, el artista se convierte en una especie de chamán que ilumina con sus descubrimientos al resto de humanos que contemplan o saben de su obra. Pero los mismos artistas -como humanos limitados- necesitan, además de su experiencia, de maestros que iluminen sus actos y asesoren sus decisiones. Los maestros también son artistas, pero además son sabios. Su sabiduría procede del conocimiento y comprensión profunda de la tradición y la historia. Todo un complejísimo proceso desarrollado a lo largo de toda una vida de aprendizaje, trabajo, reflexión y apreciación aquilatada de los descubrimientos personales y ajenos. Pepe Estruch era un maestro. Del teatro español: el maestro.Pocos casos ha habido en nuestro teatro del siglo XX tan deslumbrantes como el suyo en su fe y abundancia en el amor a la tradición y a su sabiduría. Su formación republicana y liberal, su presencia juvenil en el mecanismo de las Misiones Pedagógicas que llevaron a La Barraca -la compañía de García Lorca- hasta Alicante, por cuyos pueblos Estruch les condujo; sus primeros montajes teatrales en la Residencia de Estudiantes de Barcelona en plena guerra civil; su conocimiento del trabajo de Margarita Xirgú en España y su posterior colaboración con ella en su escuela de Montevideo, le convertían en un vínculo de excepción con nuestra historia teatral, a la par que creador modulado en una sensibilidad contemporánea, que hasta su última puesta en escena, La tierra de Alvar González, de Antonio Machado, dio muestras de una madurez esencial y de una juventud estilística sorprendentes para todos. Nadie mejor que Pepe Estruch, en Uruguay y en España, ha entendido y transmitido a Lope, a Calderón, a Shakespeare, a Esquilo, a Valle Inclán, a Lope de Rueda, a Bergamín... y así hasta más , de 100 títulos que dirigió en Montevideo con El Galpón, el Grupo 66, con la Comedia Nacional, y en España con las compañías surgidas de la Escuela de Arte Dramático de Madrid, Zas candil y Corral 86, y otras que no sobrepasaron apenas el recinto escolar.

Estruch regresó a España, tras casi 30 años de exilio repartidos entre Inglaterra y Uruguay, en 1967. Necesitaba regresar, aunque Montevideo le reconociera como uno de los padres del teatro uruguayo y de generaciones completas de actores y directores. Pero, aunque pronto tuvo alguna oferta para dirigir teatro en nuestro país, Estruch comprobó que los móviles por los que se hacía teatro en España no eran los suyos, interesaba siempre más el dinero que el mismo fenómeno cultural. A pesar de eso, no renunció a su país, regresando a la tierra que le veneraba como a uno de sus grandes. Estruch comprendió que su tarea estaba aquí, en la preparación de un nuevo teatro, apoyándose en las nuevas generaciones, moldeables aún y portadoras de una inquietud de la que se podían extraer las mejores intenciones para un arte que él entendía tan noble, como el teatro. Desde entonces dedicó todas sus fuerzas a la docencia, hipotecando las glorias del director de escena de brillantísimos resultados, que había demostrado ser en la orilla uruguaya, para pasar a la sombra anónima del maestro que empeña todos sus esfuerzos, conocimientos e ilusiones en la formación de los artífices de un teatro que habría de llegar. Estruch, en todos estos años desde su regreso, se convirtió en el gran maestro de nuestro teatro, una suerte de Vicente Aleixandre del mundo de la escena. Por su casa han pasado todas las generaciones teatrales para buscar su asesoría y su apoyo: Francisco Nieva, Nuria Espert, José Luis Gómez, Lluís Pasqual... han requerido su palabra luminosa en la expedición, siempre compleja y oscura, de afrontar un nuevo montaje, una nueva etapa. Los más jóvenes acudíamos con devoción a mostrarle nuestros trabajos, a reclamar su orientación, a recibir el beneplácito que apaciguaba la devoradora serpiente de nuestras dudas. Nunca su casa ha estado cerrada para nadie, él sentía su obligación de padre apócrifo y maestro sin nombre de una de las maneras más generosas que nunca he conocido. Creo además que esto podrán suscribirlo todos los que le conocieron. Pepe siempre decía que, cuando uno enseña, no sólo está transmitiendo a los demás conocimientos, técnicas o ideas, sino algo mucho más importante, lo que uno es, una manera de entender el mundo y las relaciones humanas en la vida y en el arte.

Pero Estruch se ha muerto y no escribo ha muerto, porque eso lo diría si su delicadísima salud de hierro, con la que siempre le conocí, se hubiera fundido en el final de la fuerza, abandonándolo. Estruch se ha muerto de desesperanza en las fuerzas de su cuerpo -que no en las suyas- y de desesperanza en el futuro de su país. Alcanzar la muerte, estoy seguro, le ha supuesto la gran satisfacción de lograr su última y más lúcida cabezonería.

Ahora sólo nos queda su memoria, una memoria que no sólo es de los que le conocimos de cerca, sino de todos los que se sienten afectados por lo que a él le afectaba, la consecución de un mundo mejor, más exigente consigo mismo en todas sus esferas, una idea de progreso social y progreso de los valores humanos que hiciera más grande la vida. Y en este sentido alcanzaba para Pepe Estruch su razón de ser el arte y el teatro, en función de la vida. Había que afrontar el trabajo con rigor, humildad y una entrega sin fronteras que nos condujera a un buen resultado, útil para todos. "Porque el buen teatro", decía, "puede transformar al que lo hace y al que lo contempla, de una forma que ningún otro arte puede alcanzar".

Para conseguir esto, él planteaba que los actores, directores y autores debían sentirse más artesanos que artistas, trabajadores sin veleidad y con conocimiento de su oficio, nunca movidos únicamente por la fama o el dinero -dos cosas que él nunca tuvo-, sino por el afán de ser útiles a la sociedad en que vivían, realizando con entusiasmo y profesionalidad su tarea. Anhelaba que los políticos tuviesen más sensibilidad y formación humanística, porque sus decisiones afectaban a la existencia de muchos: los derroteros de su formación, el curso de sus actos, su sentimiento de los límites del bien y del mal.

Pepe Estruch siempre hizo teatro para la señora de Pérez, expresión que utilizaba para referirse al público. Se trataba de conseguir un teatro que llegase a todos sin renunciar por ello a las exigencias del arte, porque, de esa manera, el público sería cada vez más señora y cada vez menos Pérez. Ofreciendo un buen teatro, se estaba enriqueciendo a todo un pueblo. La crisis del teatro -eterna, aunque ahora más desquiciada que nunca- dependía mucho, en su opinión, del mal teatro que se hacía en España y que, sin embargo, se aceptaba como bueno. Una crítica desorientada y complaciente con los poderes públicos, unos actores y actrices sin exigencia profunda de su trabajo y su formación, unos directores que no arbitraban el flujo de lo esencial, y que en el fondo conocían más las modas y las formas del teatro contemporáneo que las razones por las que se había llegado a él. En España había gentes e intenciones que salvar, pero nunca las suficientes para las necesidades de nuestro teatro.

De todo este precipitado espeso nacía su desesperanza. Pepe había llegado a sentirse culpable de haber inculcado a nuevas generaciones teatrales su pasión por un teatro que no correspondía en nada a nuestra realidad social. Quería -sin quererlo- que olvidasen lo aprendido, que se dedicasen a otra cosa, que marchasen a otro país para evitar así la misma frustración que él sentía tras toda una vida luchando por alcanzar lo que a nadie le interesaba que fuese aquí ya de otra manera. Pero ahí está la memoria de toda su obra, y lo más importante en este caso, de su persona, un modelo que es mucho más que un método de creación artística, y sí una pauta ética para no olvidar que existe la grandeza en la condición humana, y que además algunos -entre ellos, Pepe Estruch- la han alcanzado.

La noche que supe de su muerte esperada, sólo sentí desasosiego por no saber dónde se encontraba Pepe ahora, dónde estaba toda esa energía que nos movió e ilusionó a tantos, adónde podría ir yo a buscarlo para lograr esa paz anhelada que en los momentos críticos sólo ofrece la presencia verdadera del maestro. Pero aquella misma noche, como una experiencia reveladora, Pepe, en mi sueño, respondió a mi inquietud: "Recuerda, Viz, cuando hablábamos de la muerte, de los muertos, ¿qué decíamos?, que los muertos siguen vivos en nuestra memoria, no desaparecen porque están dentro de nosotros. Mientras los tengamos ahí, no habrá sido inútil la fuerza de su lucha, la imaginación de sus obras, la intención de sus sentimientos, porque todo esto seguirá sirviendo para algo, para cambiarnos y para que nosotros sigamos cambiando el mundo apoyados por su memoria".

Juan Antonio Vizcaíno es director de la revista Teatra.

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