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La posnormalidad

Hay certezas que los seres humanos no pueden cargar a todas horas sobre su espalda. Por ejemplo, no pueden levantarse todos los días pensando que, hagan lo que hagan, tendrán que morirse alguna vez y que ésa es la única clase de destino verdadero. 0 que la sociedad dominante es una mezcla de miseria moral y de instinto de depredación. 0 que el amor es una forma de subsistencia ni mejor ni peor que cualquier otra fantasía. Para liberarnos un poco de ese peso la especie inventó la memoria, que no es otra cosa que una sucesión de argumentos que tiene por objeto el olvido de lo fundamental. Y gracias a ese olvido, aguantamos.Pero lo que tenemos que olvidar tampoco debemos olvidarlo del todo y para siempre. Si no pensáramos de vez en cuando que la muerte existe, o que el mundo está gobernado por lobos, o que el amor tiene misiones más allá de la ceguera inicial, haríamos muchas más tonterías: como morirnos antes de tiempo, ser devorados impunemente o quedarnos solos.

La solución es olvidar la mayor parte del tiempo y recordar sólo en circunstancias especiales (cuando el recuerdo nos libra, en resumidas cuentas, de algo peor).

Los últimos y flagrantes escándalos políticos han servido para recordar lo fundamental en un momento en que olvidar lo fundamental empezaba a resultar suicida o idiota, que no es, ni con mucho, mejor que suicida.

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Aquí, desde la restauración democrática, se había impuesto una especie de discurso antropológico y consensuado sobre la política que era muy tranquilizador y enteramente falso. La política, individualmente considerada, era una vocación profesional. Se podía ser cacharrero, entomólogo o político en virtud del duende que todos llevamos dentro y que nos posee como una iluminación poética. A la pregunta de por qué se ha dedicado usted a la política, los políticos solían contestar: me ha gustado desde pequeño; o bien: por el ambiente familiar, en mi casa siempre se ha vivido mucho esto de la política.

Desde el punto de vista grupal, un partido era algo parecido. Defendía un programa que era, a su vez, una idea de algo, pero, sobre todo, un ideal. Un partido era el producto de una inclinación particular del espíritu que se orientaba a determinadas zonas de la acción altruista. Todos los partidos defendían lo mejor para todos, sólo se diferenciaban en la estrategia para alcanzarlo. Unos podían estar más equivocados que otros, pero nada más. Eran diferencias en los niveles altos de la atmósfera social, en el éter de la significación.

El interés no existía. El interés era como la muerte para la conciencia del que tiene que levantarse todos los días. Si hay muerte, entonces no te levantas. No había interés privado, ni de partido, ni de grupo de presión. La palabra interés desapareció del mapa en la medida en que una palabra así puede desaparecer. Quizá se disolvió en la expresión "interés público", que equivalía a decir que no había otra clase de interés o, sencillamente, que no había interés.

Pensándolo un poco, éste fue el auténtico pacto social que dibujó la transición española. Y que no ha permitido en ningún momento que se discuta sobre la esencia del sistema democrático, sobre su rigor o sus peligros. La democracia estaba por encima de cualquier pregunta, porque estaba por encima de cualquier especie de interés privado. ¿No parten los sistemas totalitarios de una afirmación parecida? ¿No ha habido sugerencias de totalitarismo en algunos fenómenos políticos de los últimos tiempos?

Los casos Guerra y Palóp-Naseiro, desde este punto de vista, sólo pueden ser beneficiosos. Han descubierto la normalidad de un sistema político y la estructura de los deseos que gobierna ese sistema.Yhan iluminado durante un instante la conciencia del mundo en el que vivimos. En el fondo, este tipo de asuntos no daña un sistema, sólo lo hace evidente. Es preferible discutir sobre la evidencia que moverse en la oscuridad de poderes ocultos que rnueven hilos invisibles. A la larga, un poder que se esconde es un poder irracional. Que se vuelve irracional y que vuelve irracionales a los que gobierna. La claridad, aunque produzca un sufrimiento instantáneo, es siempre mejor que lo contrario, que sólo produce súbditos.

El análisis y la discusión se beneficiarán del rescate de la noción de interés que, al mismo tiempo, los estimulará. Ahora ya sabemos de qué estamos hablando y lo sabemos todos. Los trapicheos de unos y otros han sido un rayo de luz colectiva.

El único problema es que, una vez descubierta la normalidad, hay que seguir andando. Hay que empezar a jugar con la nueva baraja y ver qué hacemos con lo que sabemos.

También es cierto que los nombres de Guerra, Palop y Naseiro se olvidarán pronto. Igual que olvidamos la fragilidad de la vida cada vez que cogemos el coche. Aunque contemos con ella.

Por encima del neobarroco que dicen que nos está llegando, a los españoles nos ha' llegado la posnormalidad. A lo mejor ahora podemos disentir sin que los padres democráticos nos echen el sermón.

Alejandro Gándara es novelista.

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